Es inútil buscar a Saint-Denys Garneau en diccionarios biográficos y enciclopedias de literatura. Me refiero, por supuesto, a nuestros diccionarios y enciclopedias. En su país, Canadá, y en particular en la provincia de Quebec, donde se le tiene por uno de los poetas fundamentales del siglo XX, no sucede lo mismo ni mucho menos. Marcado por el nombre de un héroe clásico, Hector de Saint-Denys Garneau es precisamente eso: un clásico, en los cánones y las historias de la tradición literaria en la que a su obra, por naturaleza y nacionalidad, naturalidad o nacimiento, le ha tocado inscribirse. La primera explicación que viene a la mente, y la primera en resquebrajarse ante observaciones más detenidas, tiene que ver con la presunta marginalidad, excentricidad o extravagancia de Canadá y Quebec en el universo del arte contemporáneo: marginalidad, excentricidad y extravagancia que desde luego no existen, y no porque sea fácil recordar los apellidos y las obras que desde Canadá y Quebec hayan conmovido la sensibilidad artística de la modernidad, sino porque todas las tradiciones artísticas del mundo, si en verdad se ajustan a las experiencias de una sociedad en particular, son por lógica tradiciones marginales y excéntricas desde la óptica de las demás tradiciones y sociedades. Por esta razón, en consecuencia, no sirve de nada recurrir al engañoso argumento de la distancia geográfica ni al todavía más chapucero de la separación o alejamiento cultural. Menos conveniente, así, es fabricar sobre la base de tales argumentos engañosos y chapuceros una tercera excusa, la de la intrascendencia de Quebec en los rumbos (extraviados la mayoría de las veces, cabe admitirlo) de nuestra literatura y nuestras artes.
Vinculado por obvios motivos a lo que se da en llamar sociedad, el arte no existe al margen de los esfuerzos individuales que desembocan en la forma de cada una de las obras que lo componen y que demuestran su existencia, y la existencia de la belleza objetiva en última instancia. No es que la realidad artística, si tal cosa existe, deba extraerse de la realidad en general; ocurre más bien que las obras de arte, sin dejar de lado su individualidad manifiesta, sólo son obras y sólo son de arte para sus escuchas, lectores o espectadores en la medida en que, siendo particulares, alcanzan la esfera de lo general —de lo que podemos compartir— al ser en sociedad eso que ya son dentro de sí mismas pero que ahí, adentro de sí mismas, no puede verificarse: universos, campos infinitos de sentido, sí, aunque también de incertidumbre y de precariedad o negación del sentido.
El caso de Saint-Denys Garneau, para empezar, ya es ilustrativo de tales condiciones: psicológicamente frágil, el poeta se retiró de la vida mundana en cierto momento y compuso buena parte de su obra lejos del clima sin duda estimulante, pero quizás también opresivo, en que se formó y en que desarrolló desde temprano su talento de fotógrafo, pintor y escultor. Miembro de una comunidad lingüística minoritaria y desdeñada en América del Norte, la de lengua francesa, el poeta encarnó a la larga su propia comunidad minoritaria, unipersonal, después de todo aborrecida y repudiada (como tantas veces en la historia de las vocaciones artísticas y los desequilibrios mentales) por los miembros de aquella otra comunidad que lo vio nacer: “Los ojos el corazón y las manos abiertas / Manos bajo mis ojos dedos separados / Que nunca sostuvieron nada / Y que tiemblan / Por el espanto de estar vacíos”.
Marginado con respecto a los marginales, y marginado por ellos, el poeta es un paria extremado que, lejos de rendir un testimonio cualquiera, trabaja en minuciosas proporciones contra la suplantación de los discursos y la falsificación de las palabras y que, al hacerlo, lucha por la restitución de lo real y su adecuación a la palabra. Ello implica, entonces, que se parta de una premisa que no todos admiten: la de una previa inadecuación de las palabras a las cosas por efecto de la mentira y los oficios políticos, que dicen paz donde hay guerra y libertad cuando no la hay. Saint-Denys Garneau, ante la desoladora presencia de unos pájaros muertos, infiere un “pequeño fin del mundo” y lo hace no por sentimentalismo, sino porque un pájaro muerto significa la escisión del canto y el cuerpo, la fisura del vuelo con respecto a la materia, del trino con respecto a sus ecos, y es en esa fisura donde cabe situar al mundo tal y como nos ha correspondido vivirlo: “Y uno se pregunta / En este duelo / qué secreta muerte / qué trabajo secreto de la muerte / por qué íntima vía en nuestra sombra / adonde no han querido bajar nuestras miradas / La muerte / se comió la vida de los pájaros / expulsó el canto y rompió el vuelo / de cuatro palomas / alineadas ante nosotros”.
Este artículo quiere ser un epílogo, una explicación a posteriori de mi cercanía precaria con Saint-Denys Garneau. Precaria, digo, porque no he llegado a conocerlo tanto como yo quisiera. El intento que hice por aproximármele tuvo un instigador en la persona de cierto poeta y editor que, sin conocer por su parte a Saint-Denys Garneau, estaba más o menos obligado a publicarlo en traducción y recurrió a mí para el “trabajo sucio”. Tan sucio debió ser ese trabajo que, ya publicado el pequeño volumen de mis versiones, tuve que comprarlo —recibí después, con demora y un poco a regañadientes, un ejemplar que llevé a encuadernar para que no se deshojara— y no fui convidado al acto de presentación. De algún modo, en las presentes líneas quiero acomodar las mínimas informaciones que no habrá de conocer quien recurra nada más a dicho librito, titulado como esta nota. Clásico de Quebec, en donde fue también un “raro” y un autor olvidado, coetáneo de José Lezama Lima y Octavio Paz, de Nicanor Parra y Mario Luzi, de Miguel Hernández y Dylan Thomas, Hector de Saint-Denys Garneau ha corrido tal vez con menos fortuna que tan ilustres colegas, y sin duda merecería un poco más de atención: atención que por tratarse de un poeta, y de un poeta de Quebec, dudo mucho —y espero equivocarme— que logremos concederle por ahora.
(Este artículo se publicó en Mural el 28 de diciembre de 2003. De algún modo, como señalo en el último párrafo, es un epílogo a la edición de poemas que seleccioné y traduje para la editorial Filo de Caballos bajo el título de Pequeño fin del mundo.)
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