31 de agosto de 2009

Silencio de los límites

El área nocional de la palabra límite, o sea la suma de las palabras y conceptos que pueden asociársele, parece inabarcable a primera vista. Si me dejara tentar por la paradoja o, peor aún, por el mal chiste, diría que la noción de límite responde a una realidad ilimitada. No es otra, sin embargo, la observación liminar que debe formularse: todo límite pone de relieve, ya que no siempre la conciencia, sí por lo menos la intuición o el presentimiento de lo ilimitado.

Conviene advertir que las investigaciones literarias acotan su objeto —el corpus indiscriminado y masivo de las producciones verbales artísticas— imponiendo límites del orden de lo temporal, de lo genérico y hasta de lo geográfico. Diferentes perspectivas académicas, ora historiográficas, ora estilísticas, obligan al estudioso a tomar en cuenta las divisiones temporales de la comunidad en que las obras fueron compuestas, las de los géneros convencionalmente admitidos en que tales obras pueden agruparse y, por último, casi en el territorio de lo absurdo, las del mero país en que los poemas, reflexiones, dramas o relatos hayan sido escritos. Por otro lado, el hecho mismo de aludir o referirse a las “producciones verbales artísticas” implica nada menos que tres acotaciones, una por cada palabra utilizada: que se trate de producciones, que sean verbales y que puedan calificarse de artísticas.

Desde luego, muchos de los textos que dan cuerpo a las innumerables tradiciones literarias existieron antes que tales divisiones fueran trazadas. Ello no impide, como es natural, que las diferentes recepciones de los mismos textos en circunstancias variadas (al margen de la recepción inmediata que, por ejemplo, reservaron los hipotéticos oyentes del poema de Gilgamesh a sus miles de versos al tiempo que iban siendo cantados por vez primera) modelen y, por consiguiente, modifiquen ese material en la medida que lo ajusten a renovados contextos de interpretación. Líneas arriba, en este párrafo, he calificado a las tradiciones literarias de “innumerables” porque las divisiones habituales, tanto las histórico-geográficas como las propiamente lingüísticas, resultan del todo insuficientes para describir los nexos entre dos o más obras y porque dicha insuficiencia trata por lo general de resolverse añadiendo nuevos dispositivos de lectura y compartimentación. Pedro Páramo —cito de nuevo un ejemplo— se deja clasificar entre las novelas mexicanas del siglo XX, sí, pero cabe también entre las novelas mexicanas de cualquier época, entre las novelas de lengua española del siglo XX y de cualquier siglo, entre las novelas del mundo y la modernidad en general, entre los textos escritos directamente por su autor a diferencia de las creaciones orales transcritas con posterioridad a su composición, entre las obras de los escritores que sólo escribieron una novela, etcétera. No hace falta un esfuerzo irracional para convertir a cada una de tales clasificaciones en una tradición peculiar. Tampoco hace falta demostrar que los atributos externos de un texto no son menos decisivos en y para la configuración de un linaje que sus atributos internos. La sintaxis, los tropos, el imaginario y los determinantes ideológicos valen para definir cuando menos otros tantos grupos de filiación verbal estética.

Habiendo señalado lo anterior, quiero fijar o establecer el interés de las presentes notas en cierta poesía lírica del siglo XX: la que han escrito dos poetas españoles, Antonio Gamoneda y María Victoria Atencia, y un poeta venezolano, Rafael Cadenas. Añadiré, sin embargo, que ni el idioma que los tres comparten, esto es: el castellano, ni las fechas de nacimiento que los vuelven, al menos técnicamente, compañeros de generación (Atencia y Gamoneda nacieron en 1931; Cadenas, en 1930) conducirán al objetivo auténtico de mis apuntes. Lo que yo me propongo es rastrear, mediante las implicaciones de la palabra límite y de las figuras o expresiones de lo limítrofe, las huellas de una poética tal vez común a los poetas referidos.

Con los nombres de los poetas nacidos en España entre 1925 y 1935, la crítica literaria especializada configuró desde fechas muy tempranas una suerte de nómina fundamental que dejó fuera —luego se vería que injusta o apresuradamente— a escritores como Luis Feria, Carlos Sahagún, Antonio Gamoneda o María Victoria Atencia. La nómina, excluyente como toda lista o relación de su especie, comprende a los tres poetas mayores de la “escuela de Barcelona” (Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo y Carlos Barral) así como a siete u ocho poetas del resto de la península (Claudio Rodríguez, José Manuel Caballero Bonald, Francisco Brines, Ángel González, Alfonso Costafreda, José María Valverde, Ángel Crespo y José Ángel Valente) que fueron coincidiendo, hacia 1955, en revistas, antologías, colecciones editoriales y actos públicos. En este sentido, Atencia y Gamoneda son ya poetas limítrofes con respecto al mainstream o canon generacional establecido que algunos llaman “segunda promoción de posguerra”, otros “grupo poético del 50”, alguien más “generación inocente” y otros “generación sin maestros”.

Lejos de un mero conflicto de marginación historiográfica, sin embargo, Atencia y Gamoneda se aproximan (en tanto poetas) al esfuerzo lírico tal vez más radical de la que viene a ser, cronológicamente, su generación. Me refiero al esfuerzo particular de José Ángel Valente, y si digo que Atencia y Gamoneda se le aproximan es en el sentido que su palabra —la de los tres, cada una distinta de la otra— encuentra en la indagación de la experiencia material, personal o colectiva la tensión que termina definiéndola. Según las reflexiones de Valente, la memoria verbal del poeta, su instrumento más delicado y agudo, va penetrando en forma progresiva tres niveles complementarios que son el de la experiencia personal, el de la experiencia colectiva o histórica y el de la experiencia material. Cada etapa, cada paso en tal indagación es igualmente un hallazgo de límites o fronteras que deben trasponerse con el fin de acceder a la etapa siguiente y de formar con todas ellas, cumplido el tránsito, una sola encarnación global o totalizadora de la memoria —y, en consecuencia, del ser, del estar siendo— y sus posibles manifestaciones.


Por otro lado, tanto las obras de Atencia como las de Gamoneda parecen girar en torno a la figuración (manifiesta) y a la sospecha (no manifiesta) de los límites de la experiencia y, por ello mismo, de la memoria verbal de la comunidad y el individuo. Esta preocupación fundamental me importa por encima de otras posibles consideraciones. He de anotar nada más, a manera de síntesis preparatoria, que Gamoneda y Atencia resultan poetas de los límites en los diversos planos de la situación generacional, de la especulación estética y de los temas, procedimientos e intereses propios de sus libros.

Atencia publicó en 1997 Las contemplaciones, libro de poemas que —ya puede verse— retoma el título de Las contemplaciones de Victor Hugo, volumen aparecido en 1856. Como en el caso de Hugo, en Las contemplaciones de Atencia predomina esa noble forma de meditación: el nocturno. Los más de cincuenta poemas de Atencia, con todo, escapan del grand style convencionalmente definido (y es Hugo, incluso en la mayor intimidad, un practicante del estilo sublime o elevado) y encuentran su “interior medida necesaria” en “una cierta, indeleble vocación de caída / y dispersión”. Esa caída y esa dispersión van adoptando en Las contemplaciones de Atencia las formas del recuerdo infantil (nutrido por antiguas “vistas” o tarjetas postales, recámaras en penumbra, memorias de viajes o de personas) y de cierta indagación oblicua de lo cotidiano. El “encuentro en el vacío” de un cuadro que al fin se deja comprender, la complicidad o inteligencia de una mirada fugaz en el rostro de un extraño, el propio cuerpo entrevisto en el espejo durante la noche o el saberse de golpe adentro de la oscuridad, también de madrugada, sitúan a la voz del poema —lo diré con los pronombres originales— en “mi estar fuera de mí”, a la vez “yéndome siempre y sin lograrlo” y “ausente de mí misma y el alma desceñida”.

Las contemplaciones de Victor Hugo, impulsadas temáticamente por la muerte de su hija mayor, Léopoldine, se ordenan en dos apartados: “Antaño” y “Ahora”. Ambos flujos, niveles o estratos del tiempo, autrefois y aujourd’hui, más bien se confunden o se reflejan de modo recíproco en los poemas de Atencia. Una experiencia ya menos ordinaria, el pilotaje de aviones que Atencia practicó en años pasados, viene a ser tal vez el detonador anecdótico de “Monte Celano”, poema en el que sin embargo es imposible rastrear la existencia de motores o máquinas de vuelo:

Quizás volar, como esa urraca que alza
su empujón de un castaño a otro castaño, monte Celano arriba
sobre un fulgor hacinado de narcisos,
y seguir ascendiendo y, para retenerme
aquí,
asomarme al barranco y proseguir a tientas.


En mi opinión, la eficacia del poema radica en el contraste que los últimos versos provocan al resolver el planteamiento de los primeros invirtiendo su rumbo. En efecto, entre “volar” y “alza”, entre “arriba” y “ascendiendo”, hay como un optimismo de lo que podría llamarse la subida libre. Ya en “retenerme / aquí”, por el contrario, ese rumbo se neutraliza o equilibra. Por último, el doble gesto del verso final (“asomarme al barranco y proseguir a tientas”) implica una posible caída o su presentimiento. Los primeros versos del poema son —deben ser— explícitos: volar, alzarse y ascender son, cuando menos al arrancar el enunciado, acciones que disfrutan de la fuerza positiva de lo que se dice y afirma. Pero la conclusión del texto hace obligatoria la relectura del conjunto porque la inminencia del “barranco” y la precaución de “proseguir a tientas” reflejan, de un extremo al otro, la inseguridad o imprecisión de la palabra inicial: “Quizás”. La sola, única frase del poema, en ese momento de relectura y comprensión global, revela su condición imaginaria: el discreto yo que ha tomado la palabra (sólo se dice a sí mismo, a sí misma, en el me de “retenerme” y “asomarme”) no está en realidad volando, sino imaginando que vuela “como esa urraca que alza / su empujón de un castaño a otro castaño”. Los movimientos del ave, por esto, son más que un puro complemento analógico: en ellos adquiere forma el deseo latente de un yo que no existiría, por lo demás, al margen de su anhelo. Importa subrayar, entonces, que la frase va de lo dicho a lo no dicho, de lo visible a lo invisible y, en fin, de lo explícito a lo insinuado. El borde o límite que divide al deseo de la realidad es trascendido en ese ir de territorio en territorio.

Lo mismo en Las contemplaciones de Atencia que después, en 2003, en El hueco, expresiones como “a punto de” y “el opuesto lado” y adverbios como “aún” y “ya” resuenan a todo lo largo de la lectura. En tales formas adverbiales, tangencialmente, sin énfasis, halla su manifestación la conciencia premonitoria o presciencia de los límites que me interesa destacar. Sucede algo semejante, ya que no idéntico, en los poemas de Antonio Gamoneda: la tercera sección de Libro del frío (1992 y 2000) lleva incluso el título de “Aún”. Otros adverbios, en especial “ahora” y “después”, orientan las frases largas y enérgicas de Gamoneda —fraseo, por lo mismo, propio de aquellos puntos fronterizos donde la prosa colinda con el verso, el versículo con el proverbio, la sentencia con la exclamación— por espacios ya en sí mismos limítrofes: las orillas de una ciudad, la indefinición del crepúsculo, el mar inminente o presentido, la enfermedad.

Citar pasajes de Libro del frío es componer una muestra de límites diversos y concatenados. Al comenzar “Aún” ya está diciéndose (junto con la continuidad temporal expresada en el aún estrictamente leído) la separación del ayer con respecto al hoy, la del hoy con respecto a lo impredecible:

Hubo un tiempo en que mis únicas pasiones eran la pobreza y la lluvia.

Ahora siento la pureza de los límites y mi pasión no existiría si dijese su nombre.


Siete páginas adelante, la visión de un suburbio marítimo —acaso gobernada por una lógica febril, aunque no delirante— se vuelve indisociable de la experiencia de la enfermedad:

No tengo miedo ni esperanza. Desde un hotel exterior al destino, veo una playa negra y, lejanos, los grandes párpados de una ciudad cuyo dolor no me concierne.

Vengo del metileno y el amor; tuve frío bajo los tubos de la muerte.

Ahora contemplo el mar. No tengo miedo ni esperanza.


Si el punto de vista del sujeto es, literalmente, “un hotel exterior al destino”, y si los “grandes párpados” que ve (no que lo ven) le resultan “lejanos”, debe anotarse que la voz del poema encuentra en el distanciamiento la clave de su articulación. La distancia, la lejanía y cierta especie de perturbadora inadecuación o desfase territorial que pone de manifiesto la realidad física del ser con respecto a las apariencias, en efecto, son algunas de las constantes primordiales del quehacer poético de Gamoneda. Téngase bien presente, sin más, lo que se afirma en la conclusión de otro poema: “Hierba de soledad, palomas negras: he llegado, por fin; éste no es mi lugar, pero he llegado”.


Como ya he dicho, Libro del frío (en su entero discurrir) viene y va del antes al ahora. He copiado arriba esta línea: “Hubo un tiempo en que mis únicas pasiones eran la pobreza y la lluvia”. Páginas atrás, en el tercer poema del volumen, podía leerse aquel “tiempo” en tanto era presente: “pienso en la lluvia y en las distancias atravesadas por la ira”. En este caso, la lluvia es el objeto de un pensamiento en acto; en el otro, la lluvia es la materia de una pasión ya rebasada. Y las “distancias atravesadas por la ira” dividen, al parecer, ambos momentos. Por ello conviene hacer una breve nota filológica: la primera edición de Libro del frío, de 1992, constaba de seis apartados a los que se añadió, en la edición del año 2000, una serie titulada “Frío de límites” que redondea el conjunto. El añadido es congruente incluso a nivel conceptual —o sobre todo en dicho nivel, ya que si de algún frío se trata en este libro es justamente del que da título a la sección agregada. La muerte o “el extremo de la indiferencia” comparte sus orillas con el “último dolor” del cuerpo, de su enfermedad y, por consiguiente, de su experiencia. Tales orillas no son más que “sábanas frías”:

Lame tu piel el animal del llanto, ves grandes números infecciosos y, en el extremo de la indiferencia, giras insomne, musical, delante del último dolor.

Vienen, extienden

sobre tu corazón sábanas frías.


Entrevistado por Claudia Posadas, el poeta venezolano Rafael Cadenas ha dicho lo siguiente: “La palabra realidad para mí es otro nombre de lo desconocido, que nunca será conocido”. Me parece que “lo desconocido”, aquí, puede asociarse con sumo provecho al “extremo de la indiferencia” que toma forma en el poema de Antonio Gamoneda. Como antes ocurría en Las contemplaciones de María Victoria Atencia, en Libro del frío de Gamoneda y en esta declaración de Cadenas la realidad auténtica es un más allá de la sensibilidad que debe conocerse “a tientas”. Conocer la realidad, para Cadenas, equivale a “sentir el misterio que nos rodea y nos constituye”. Sobra decir que la poesía, lo mismo para Cadenas que para Gamoneda y Atencia, debe realizarse —nunca el verbo estará mejor empleado— como el instrumento de una indagación y, más todavía, como el territorio mismo de una exploración irrepetible y peculiar, esto es: como el “espacio del misterio” propiamente dicho. En otra conversación, Cadenas habrá señalado con exactitud que hacer un poema es “vivir dentro del misterio”:

[...] cada cosa forma parte de una realidad que no podemos conocer o que, mejor dicho, podemos conocer sólo relativamente; ya el aceptar como acepta el ser humano que el conocimiento es relativo nos está diciendo que nosotros estamos viviendo dentro del misterio, y si vivir dentro del misterio no es poesía, yo no sé qué será poesía entonces.


Existe, desde luego, una divergencia en la tonalidad moral de las afirmaciones de Cadenas con relación a las de Gamoneda. “No tengo miedo ni esperanza”, declara este último. Cadenas, en cambio, parece descartar a la vez el miedo y el no tener miedo, la esperanza y el no tenerla. Memorial, quizá el título más importante de la bibliografía poética de Cadenas, recoge tres poemarios de 1970, 1973 y 1975, respectivamente (Zonas, Notaciones y Nupcias), y es una sucesión concluyente, inapelable, de imágenes del vacío, la erradicación imposible y necesaria del yo, la escucha del otro que uno mismo es y el traspaso, travesía o trascendencia de los límites que fundan al ser al tiempo que lo atan, lo encadenan, lo sujetan. “En el espejo donde te miras / no hay nadie”, reza con austeridad una de sus páginas. Y un poco antes: “El rostro que no se ve / es mi rostro”.


Hacer del propio cuerpo un volumen ausente, del propio rostro un vacío, de los propios ojos una vía de conocimiento al margen de la voluntad egocéntrica, y lograrlo sin renunciar al peligro de insistir en los ojos, el rostro y el cuerpo en tanto faros o balizas del movimiento en que son abandonados, equivale a volverse un desconocido de sí mismo. Ahora bien, si la realidad “es otro nombre de lo desconocido”, y si volverse un cuerpo ausente, un material del vacío, es al cabo desconocerse, la operación lírica de Cadenas tiene por consecuencia la incorporación, el ingreso más decisivo del ser en la realidad, en ese territorio de lo que se ignora, en el misterio. Hacer un poema es ignorarse o, mejor aún, conocerse ignorándose. Al mismo tiempo, hacer un poema es entrar a “donde ya no hay nombres / sino presencias”:

No soy lo que llevo
sino el recipiente.
Lugar de la presencia,
lugar del vacío.

Recibo, entrego,
preparo.
¿Yo
o alguien
que no conozco?


Es quizá en este punto donde la poética manifiesta de Cadenas vincula o congrega, sin habérselo propuesto, las poéticas latentes de Gamoneda y Atencia. La “presencia”, es decir: el estado sensible de las cosas reales, corresponde al “vacío” que las envuelve. Dicho vacío, por otra parte, germina donde la voz que lo expresa no vale por su contenido sino por hacerse continente de aquello que la consuma. Dice también Cadenas: “Déjame recibirme. / Déjame acogerme completo. / Déjame albergarme con todo lo que me pertenece, sin distinguir”. Indistinción que, de nuevo, puede asociarse al “extremo de la indiferencia” de Gamoneda y al interrumpido ascenso —riesgo de la caída— en Atencia. Borde, igualmente, de la palabra que termina frente al silencio. “Al trasluz de tu silencio la cárcel cesa”, como escribe Cadenas con susurrante prosodia. El silencio, en efecto, deja entrever en su trasluz una frontera, el final de un espacio y de un tiempo de sujeción, los límites de una cárcel que la palabra poética esfuma o desvanece.


("Silencio de los límites" apareció en el volumen colectivo titulado Lo que dicen los límites. Orillas, fronteras y colindancias en la poesía, la narrativa, el cine y el pensamiento, coordinado por Teresa González Arce y publicado por la Universidad de Guadalajara en 2005. Lo recupero el día de hoy ante la fresca noticia de que Rafael Cadenas acaba de ganar el Premio FIL de Literatura 2009.)

19 de agosto de 2009

Tumba de Saint-Denys Garneau

Hace apenas una semana Teresa, Matías y un servidor estábamos visitando, en el este de Canadá, espacios que antaño fueron los de Saint-Denys Garneau (1912-1943) y que lo siguen siendo no sólo en sentido figurado, sino en sentido estricto: la casa de su familia en Sainte-Catherine-de-Fossambault, que ahora pertenece a una galerista retirada que respeta y cultiva la memoria del poeta; el bosque y el río que prácticamente lo vieron morir, también en Sainte-Catherine (hoy Sainte-Catherine-de-la-Jacques-Cartier), y desde luego el Montreal viejo y el centro de Quebec. Reproduzco aquí mi traducción de un par de poemas de Garneau y tres fotos que Teresa tomó durante la estancia, incluyendo una en la tumba donde reposan los restos del autor de Miradas y juegos en el espacio.


MI CASA

Quiero mi casa bien abierta,
Buena para todos los menesterosos.

Abierta para quien venga
Como quien tiene memoria
De haber sufrido mucho tiempo afuera,
Asaltado por todas las muertes
Rechazado en todas las puertas
Mordido por el frío, roído por la esperanza

Aniquilado por el vivaz tedio
Exasperado por la tenaz esperanza

En busca siempre de perdón
Yendo siempre tras el pecado.


EL SILENCIO DE LAS CASAS VACÍAS

Es más negro el silencio de las casas vacías
Que aquél que duerme en los sepulcros,
El pesado silencio sin reposo
En que transcurren las horas lívidas.

Se diría que como el viento
Que silba a través de los escombros
De los viejos molinos repletos de sombra
Pasa, persiguiéndose siempre,

La hora, y pasa por el silencio
Como si el péndulo lento
Que un reloj antiguo balancea
La marcara con pasos lentos y pesados,

Pasa sin cambiar nada en las cosas,
En un presente cristalizado
En que pasado y porvenir
Serían como dos puertas cerradas

Y en ese abierto silencio
Se diría —es tan liso el tiempo—
Que la eternidad se desliza
A través de la sombra de la nada.