15 de abril de 2010

Migraciones del arte a la realidad

por TERESA GONZÁLEZ ARCE y LUIS VICENTE DE AGUINAGA

Hace no mucho tiempo, en el Primer Congreso Nacional sobre Literatura Española Contemporánea, uno de nosotros presentó una ponencia en torno a las traducciones de poesía elaboradas por el escritor español José Ángel Valente a lo largo de su vida. Concluía dicha ponencia, que luego apareció en la revista Luvina y en dos libros colectivos de investigación, con la cita de un poema del italiano Eugenio Montale (traducido por Valente, se comprende) y su obligada comparación con cierto recuerdo personal de Valente, según éste lo relatara en entrevista con Danubio Torres Fierro. “Es el de Montale”, decíamos entonces, “un poema con personajes, una estampa de rememoración autobiográfica en la que un religioso barnabita es objeto de una cesación o suspensión a divinis que inspira en la voz enunciadora, trasunto de una voz infantil, [algunas] dudas o preguntas de orden teológico”. La ingenuidad pueril ―importa subrayarlo― garantizaría, en principio, que los titubeos propios del poema fueran leídos no como un simple juego entre la suspensión institucional del clérigo y la eventual suspensión de su cuerpo en el vacío, sino como la búsqueda urgente de un mínimo equilibrio, de cierta orientación entre lo inmediato y lo imaginario, entre lo llano y lo figurado:

Que desprendiera un tufo de herejía
parecía ignorarlo la familia. Muerto
y ya olvidada la persona, supe
que estaba suspendido a divinis y quedé boquiabierto.
¿Suspendido de qué? ¿De qué cosa y por qué?
¿A medio aire, en fin, sujeto con un hilo?
¿Sería lo divino un gancho o colgadero?
¿Entra por el olfato como cualquier olor?


Agregábamos en seguida que Valente, conversando en 1993 con el escritor uruguayo Danubio Torres Fierro, aseguró que su familia, durante los años de la Guerra Civil española y los inmediatamente posteriores,

guardó los libros [...] de un sacerdote gallego llamado Basilio Álvarez, que tuvo su importancia porque fue uno de los fundadores del movimiento galleguista y llegó por ello a ser suspendido a divinis —lo que a mí, al escucharlo, me dejaba muy impresionado porque pensaba que él estaba suspendido de alguna cosa en el aire.


Así las cosas, resultaría muy fácil confundir a Valente con Montale y atribuir al gallego una experiencia del genovés, o viceversa, dada la semejanza entre los episodios que ambos refieren. Lo cierto, a primera vista, es que aquél tradujo al español un poema que bien hubiera podido escribir él mismo directamente. Cabría suponer que, al conocer el poema de Montale, Valente decidió traducirlo para volverlo suyo, apropiándoselo como sólo determinados traductores pueden apropiarse de aquellos textos que traducen. Pero también puede conjeturarse otra cosa: que Valente no verbalizó de niño aquellas dudas a propósito de la suspensión a divinis de Basilio Álvarez, el sacerdote galleguista, sino que las proyectó sobre la memoria de su niñez tras conocer el poema de Montale y traducirlo, ya en la edad adulta. Ello supondría que Valente, sin darse cuenta, habría incorporado entre sus recuerdos un recuerdo ajeno, incluso falso, por así decirlo, pero en última instancia tan verdadero y personal como cualquier otro recuerdo. Si así fue, lo cual es indemostrable, nos hallaríamos ante un bello ejemplo de influencia de la poesía sobre la memoria, cuando no de franca mudanza del arte a los terrenos de la realidad.

Por lo regular se admite que la realidad actúa sobre las artes ―y no a la inversa― con la intermediación de la conciencia individual. Cabe preguntarse, con todo, hasta qué punto se trata de una verdad empírica y no de una mera creencia, como suele ocurrir con los datos que informan el llamado sentido común. Curiosamente, la cultura y el imaginario de Galicia nos reportan otro caso (análogo al de Valente y Montale) digno de consideración. En el reportaje de Luis Gómez titulado “Queridas vacas”, publicado en El País Semanal el 22 de abril de 2001, el periodista dialoga con un tal Pepe, campesino gallego:

De la mili le viene [a Pepe] su mejor anécdota, la de un capitán que, a la vista de que su mejor caballo estaba enfermo, amenazó a la tropa: “Quien me diga que está muerto, lo mando arrestar”.

Un buen día, el caballo murió, y nadie parecía atreverse a darle la mala noticia, salvo un soldado.

―Mi capitán, el caballo no está bien, las moscas entran por la boca y salen por el rabo.

―¡Entonces, está muerto!

―Lo ha dicho usted, mi capitán.


Ahora bien, es preciso apuntar que la “mejor anécdota” de Pepe no sólo es de Pepe, a juzgar por la existencia previa del mismo relato en boca de otros narradores. Compárese lo narrado por el campesino gallego con el cuento que, titulado “El gallego y el caballo del rey”, recoge José María Guelbenzu en sus Cuentos populares españoles (1996), por citar un ejemplo. Y no quiere decir que Pepe y demás relatores, dueños o protagonistas del episodio estén mintiendo, sino que han llegado a percibir una leyenda o conseja intemporal que, al no tener propietario, es de quien llegue cabalmente a interiorizarla y absorberla. He aquí el texto compendiado por Guelbenzu:

Una vez le sucedió un caso curioso a un gallego que servía al rey. El rey tenía un caballo blanco magnífico, de pura raza, y lo estimaba más que a todas sus posesiones. Lo estimaba tanto que advirtió que ahorcaría a aquel que tuviera que llevarle la noticia de que su caballo había muerto.

Un día que estaba cuidando al caballo un soldado andaluz, el caballo dio un traspié con tan mala fortuna que se rompió una pata y hubo que sacrificarlo allí mismo. Claro, al soldado no le llegaba la camisa al cuerpo pensando en que tenía que llevar la noticia al rey, por miedo a que se cumpliese su amenaza y le mandara ahorcar. Entonces se le acercó el gallego y le dijo:

―No te apures, hombre, que de este trance he de sacarte yo. Tú espera aquí, que yo me encargo de darle la noticia al rey.

El andaluz vio el cielo abierto y, de muy buena gana, dejó que el gallego fuera a entenderse con el rey. Conque llegó el gallego a donde estaba el rey y le dijo:

―Sepa su real majestad que el caballo blanco está echado en el prado. Y le entran moscas por la boca y le salen por el rabo.

Y le dijo el rey:

―¡Hombre, eso es que está muerto!

Y le contestó el gallego:

―Ah, eso yo no lo sé, mi señor, que yo no soy veterinario.

Y como no fue él sino el rey quien dijo que el caballo estaba muerto, libró al andaluz de morir ahorcado.


Es fácil conjeturar que la narración escogida por Guelbenzu, de autor anónimo, ya circulaba por Galicia (y, sin duda, por muchas otras partes) en los años de infancia y adolescencia de Pepe, quien posteriormente comenzó a relatarla como propia. Pero es inútil especificar siglos, décadas o fechas concretas en materia de artes y tradiciones populares, dado que toda práctica sociocultural tiene al cabo un antecedente, y éste otro y otro más. En cambio, es interesante confrontar la supuesta ficción de géneros narrativos como el cuento breve con la verdad imputable a documentos como el reportaje que da cuenta de la “mejor anécdota” de Pepe. ¿Se debe considerar “verdadero” el relato del pastor gallego por figurar en un artículo periodístico de non fiction, para decirlo al modo anglosajón? ¿Se debe juzgar “falso” el cuento del campesino y el caballo del rey por constituir la materia de una fabulación a todas luces ejemplar, menos testimonial que imaginaria? En todo caso, es por lo visto el cuento impersonal el que ha influido sobre la memoria personal de Pepe, con lo cual puede asentarse que, al menos en este caso, el arte ha tenido un profundo impacto sobre la realidad, y no al contrario.

Recientemente ha ocupado las páginas culturales de muchos diarios el caso del escritor italiano Roberto Saviano, autor de Gomorra, libro que sus editores presentan como un “viaje al imperio económico y al sueño de dominio de la Camorra”. Joven reportero de largo aliento, Saviano ―cuentan los periódicos― ha rastreado con verdadera minucia el entramado inconfesable de los negocios de la Mafia napolitana y, en particular, de uno de sus clanes más poderosos, el de los Casalesi. Para gloria y desgracia de Saviano, Gomorra se ha convertido en un gran éxito de ventas en Italia, respaldado por su adaptación al teatro, el estreno inminente de la versión cinematográfica y numerosísimos debates de prensa, radio, televisión e internet. Como era de preverse, las familias del crimen organizado italiano, lastimadas por las revelaciones del escritor, han planeado asesinarlo con lujo de crudeza y explosiones, y así lo han comunicado algunos testigos protegidos y agentes policiales infiltrados.

Con respecto a Gomorra, el punto que nos importa resaltar es el siguiente. Ante la esperada proyección de Gomorra en cines de toda Europa, el crítico español Carlos Boyero ha comentado el reportaje original (dotado, según leemos, de “una escritura torrencial y admirable”) subrayando que uno de sus capítulos, el titulado “Hollywood”, es “de los pocos momentos en los que Gomorra ofrece una tregua al horror”, puesto que Saviano describe con desenvoltura y comicidad en esas páginas “cómo los capos de la Camorra se mimetizan ante el cine de gánsteres, cómo tratan de imitar los comportamientos, la gestualidad, el vestuario, la forma de hablar y de moverse, las mansiones, los tics, el argot, el estilo de vida de lo que les ha fascinado en la pantalla”. Saviano, en la sección cultural del mismo diario en que leemos a Boyero ―quien escribe, a su vez, en el suplemento literario―, va más allá y precisa que no es Vito Corleone, protagonista de las primeras dos entregas de la película de Francis Ford Coppola, El padrino (1972 y 1974), sino Tony Montana, héroe de la película de Brian de Palma, Cara cortada (1983), quien sirve de “modelo” para “las organizaciones criminales mafiosas”. Tal vez no sean entonces Marlon Brando y Robert de Niro quienes representen el ideal de los mafiosos auténticos del sur de Italia, pero sí Al Pacino y el irónico empeño de su personaje: hacerse “a sí mismo”.

Vale la pena recordar, llegados a este punto, las audaces consideraciones estéticas de Oscar Wilde expresadas en “La decadencia de la mentira”, ese diálogo de atractivo platonismo. Para el escritor irlandés, aunque los artistas obtengan de la realidad las materias primas de su trabajo, en última instancia es la realidad (o la Vida, concepto no menos ideal y abstracto) la que imita el orden, la disposición armónica, el repertorio emocional y los tipos del arte (también escrito por Wilde con mayúscula inicial). Su proposición es inequívoca: “la Vida imita al Arte mucho más que el Arte imita a la Vida”; como “el don consciente de la Vida es hallar su expresión, […] el Arte le ofrece ciertas formas de belleza para la realización de esa energía”. Todo “gran artista”, en palabras de Wilde, “inventa un tipo que la Vida intenta copiar y reproducir bajo una forma popular”, y esa “forma” es impersonal e intemporal:

Los griegos, con su vivo instinto artístico, lo habían comprendido; colocaban en la estancia de la esposa la estatua de Hermes o la de Apolo para que los hijos de aquella fuesen tan bellos como las obras de arte que contemplaba, feliz o afligida. Sabían que la Vida, gracias al Arte, adquiere no tan sólo la espiritualidad, hondura de pensamiento y de sentimiento, la turbación o la paz del alma, sino que puede adaptarse a las líneas y a los colores del Arte y reproducir la majestad de Fidias lo mismo que la gracia de Praxiteles. De aquí su aversión por el realismo”.


Algo semejante ocurre, si bien con otro tipo de implicaciones, con la celebérrima fotografía de Alberto Korda titulada Guerrillero heroico,



esto es: el mundialmente conocido, reproducido y utilizado retrato del Che Guevara. La foto fue tomada el 5 de marzo de 1960 y, si bien ilustró el anuncio de una conferencia de Guevara en abril de 1961, no fue objeto de verdadera difusión internacional masiva sino hasta 1967, poco antes de la captura y ejecución de su modelo en Bolivia. La foto de Korda y sus prácticamente infinitas variaciones protagonizaron la exposición Che Guevara, Revolutionary & Icon, que miles de visitantes recorrieron del 7 de junio al 28 de agosto de 2006 en el Victoria & Albert Museum de Londres. La curadora de la exposición, Trisha Ziff, es también directora ―junto con Luis López― del documental Chevolución, presentado en abril de 2008 en el festival neoyorquino de Tribeca.

Ziff, en su texto de introducción para la muestra londinense, afirma que Guerrillero heroico es una suerte de “abstracción ideal transformada en símbolo (an ideal abstraction transformed into a symbol) que lo mismo resiste una interpretación sutil que se comporta con infinita maleabilidad”. La muestra, como ya se ha dicho, recoge y sistematiza el inmenso cúmulo de reproducciones y parodias que ha sufrido la fotografía de Korda. Sin embargo, ni el ensayo de Trisha Ziff ni otro muy útil e interesante artículo suyo (el que se titula “Guerrillero heroico: a brief history”) ni aparentemente ninguno de los muchísimos libros y documentales a propósito de Guevara establecen relación alguna de la famosa fotografía con el retrato de César Borgia pintado en torno a 1513 por Altobello Melone



y conservado en Bérgamo, en la galería de Carrara. Para nosotros el parecido es ineludible desde un punto de vista iconográfico: casi la misma boina, la misma inclinación del rostro, el mismo desaliño del cabello, el bigote y la barba, casi los mismos ojos taciturnos y melancólicos, pero sobre todo el mismo resplandor, un aura modesta pero bien reconocible por detrás de la nuca, hermanan la fotografía de Korda con su no tan distante referencia renacentista.

Es útil recordar que, para los artistas del Renacimiento, “el pintor, en el retrato, debe hacer resaltar siempre la dignidad y grandeza de la persona y reprimir la imperfección de la naturaleza”, como asentara Giovanni Paolo Lomazzo a fines del siglo XVI en su tratado sobre la pintura. Korda, en este sentido, habría compuesto su retrato de Guevara obedeciendo ―imposible determinar si consciente o inconscientemente― a patrones estéticos de la Europa humanista. En este sentido, la educación visual del fotógrafo cubano, que puede presumirse clásica, lo habría guiado en pos del establecimiento definitivo de su fotografía, tal vez la más ampliamente divulgada de toda la historia. Por lo demás, es un hecho que algunos biógrafos de Guevara, por no decir hagiógrafos, han vinculado la iconografía de la muerte del Che (ya que no el Guerrillero heroico) con el Cristo muerto (h. 1490-1500) de Mantegna, con el Cristo muerto (1521-1522) de Holbein y con la Lección de anatomía (1632) de Rembrandt.

Como el escritor uruguayo Danubio Torres Fierro en su entrevista con José Ángel Valente; como el reportero español que charla con Pepe, aquel campesino gallego; como Roberto Saviano, autor de Gomorra, de la misma forma Korda cultivó un género artístico ―en su caso, el reportaje fotográfico― supuestamente asociado con la realidad telle qu’elle est, con la realidad como tal, sin maquillaje ni retoques. Basta revisar otras fotos del artista cubano, sin embargo, para distinguir su afición por ciertos resplandores luminosos en torno al rostro del modelo, tan bellos como artificiosos, como en su Julia en bicicleta



y su Miliciana con anillo.



También se conocen impresiones de los negativos que dieron lugar al Guerrillero heroico,



de modo que resulta sencillo describir no sólo aquello que aparece dentro de la obra sino también aquello que, habiendo existido en el negativo, fue suprimido al ampliar e imprimir la fotografía definitiva: las ramas de una palmera, el perfil de un desconocido. “La realidad es más real en blanco y negro”, según escribiera Octavio Paz en un poema dedicado a Manuel Álvarez Bravo: el fotógrafo le da realce a lo real imponiéndole un poco más o un poco menos de luz y algunos límites razonables.

Susan Sontag, en el primer capítulo de su libro Sobre la fotografía, dejó escrito que,

[…] a pesar de la supuesta veracidad que confiere autoridad, interés, fascinación a todas las fotografías, la labor de los fotógrafos no es una excepción genérica a las relaciones a menudo sospechosas entre el arte y la verdad. Aun cuando a los fotógrafos les interese sobre todo reflejar la realidad, siguen acechados por los tácitos imperativos del gusto y la conciencia. […] Cuando deciden la apariencia de una imagen, cuando prefieren una exposición a otra, los fotógrafos siempre imponen pautas a sus modelos. Aunque en un sentido la cámara en efecto captura la realidad, y no sólo la interpreta, las fotografías son una interpretación del mundo tanto como las pinturas y los dibujos”.


Las ideas estéticas de Oscar Wilde, insistimos, pueden sonar descabelladas en un principio. Pero es un hecho que los ejemplos aquí presentados, literarios o plásticos, ponen de manifiesto un fenómeno que atañe a la conformación de las conciencias artísticas a lo largo de la historia y en diferentes ámbitos de la sociedad. Ese fenómeno, que acaso valga definir como de migración estética ―pero de una clase particular de migración: la que lleva del arte a la realidad y no en sentido inverso―, es comparable al que Borges presenta en uno de sus cuentos más bellos y estimulantes: “Tema del traidor y del héroe” (recogido en Ficciones, de 1944). Los conspiradores de aquella narración, tras intervenir en la realidad para literalmente producir un acontecimiento histórico, fueron sembrando suficientes huellas de su falsificación para que un historiador, más de cien años después, pudiera reconocerla y comprenderla, no sin antes provocar en él un asombro que consta en esta frase: “Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible”.


(Este artículo, escrito en colaboración con Teresa González Arce, acaba de aparecer en el volumen titulado Exilio, migración y transtierro, coordinado por Sofía Anaya Wittman y Vicente Pérez Carabias y publicado por la Universidad de Guadalajara.)

8 de abril de 2010

Elogio de la obstinación

POESÍA Y CRÍTICA

Desde hace varios años juego con el propósito de comparar por escrito dos poemas con semejanzas evidentes, o incluso más que sólo evidentes, pero apenas ahora me parece haber escuchado las resonancias más profundas que justificarían esa comparación. Me refiero a un haikai de José Juan Tablada recogido en Un día…, su libro de 1919, y otro muy posterior, escrito por Elías Nandino y publicado en Banquete íntimo, libro que apareció en 1993, año de su muerte. ¿Debo aclarar que no soy comparatista ni aspiro a defender el modelo interpretativo de la literatura comparada, cuyas limitaciones me parecen tan obvias como las de cualquier otro esquema prefabricado de análisis literario? En casos como el que voy a describir, por lo demás, todo lector de poesía recurre natural y conscientemente a la comparación sin que haga falta jalar de los cabellos a nadie.

El poema de Tablada se llama “La luna”. Queda tan clara su vocación oriental de miniatura naturalista que luego es difícil percibir cuánto hay en él de vieja musicalidad castellana:

Es mar la noche negra;
la nube es una concha;
la luna es una perla...


El de Nandino, por su parte, se titula “Estuche”. Citarlo como una recreación del haikai de Tablada es prácticamente una ingenuidad:

Es una perla
en su concha celeste
la luna llena.


La concha, la perla, la luna… Conozco por lo menos a un crítico (por llamarle de alguna forma) que a estas alturas ya estaría clamando al cielo en valiente defensa de Tablada y, con él, de todos los poetas expoliados del mundo. Pero es difícil imaginarse a Nandino acabando este poema, publicándolo en un libro formado en su totalidad por haikus y, sobre todo, firmándolo como suyo sin tener en cuenta el notorio precedente de Un día… y El jarro de flores, cuyo autor es el mejor de nuestros “japoneses”. Más razonable ―y, de paso, también más entrañable― sería pensar en Elías Nandino a sus noventa y pocos años, dotado no sólo de juventud espiritual, sino de talento y pericia, emprendiendo la conmovedora tarea de releer a Tablada evaluando al mismo tiempo la pertinencia de atraer al castellano la tradición de las diecisiete sílabas niponas.

A primera vista, en efecto, Nandino parece haberse apropiado de un texto ajeno sin observar el menor decoro. Si a esto se le añade que muchos lectores tienden a exigir de los poetas una cantidad no calculable de originalidad, sin detallar qué cosa sea en la práctica esa originalidad ni qué argumentos avalen su exigencia, el crimen está dado. Por supuesto, no faltarán tampoco los defensores orgullosamente posmodernos que aleguen tal o cual derecho del escritor a la intertextualidad, el dialogismo y la desacralización. Fiscales y defensores podrán, con todo ello, consagrarse a lo que de verdad les interesa ―la noble ceremonia del canibalismo― sin haberse preguntado si Elías Nandino, al escribir su breve poema, estaba escribiendo sólo poesía o estaba cultivando en paralelo alguna otra especie de literatura.

Porque una cosa es dedicarse a la poesía y otra muy distinta es dedicarse sólo a la poesía, incluso cuando el escritor únicamente hace poemas. Un cuento, sin dejar de serlo, puede acercarse con absoluta legitimidad a la crónica periodística, y un ensayo al monólogo teatral, pero hay algo que suele molestar cuando se afirma que ciertos poemas colindan con la investigación filológica, el análisis formal y, en síntesis, el estudio literario. Mientras que a casi nadie se le ocurre negar que Cervantes ejerce la crítica literaria en aquel episodio del Quijote donde al cura y al barbero les da por expurgar la biblioteca de Alonso Quijano, muchos lectores tardan en aceptar que algunos de los mayores poetas de la historia están haciendo crítica en donde aparentan hacer “nada más” poesía. De ahí que resulte incómodo y hasta molesto identificar en un poema ―sobre todo si es breve― maneras o procedimientos que se juzgan impropios de la lírica y aun exclusivos de la crítica, como la cita, la paráfrasis y el comentario.

El poema de Tablada consta de tres heptasílabos que son tres declaraciones regidas por una misma cópula verbal: “es”, forma del verbo ser que, para decirlo con Gerardo Deniz, resulta de unir la letra final de “fue” con la inicial de “será”. Cada una de las tres declaraciones cristaliza en uno de los tres heptasílabos. Ajenos a cualquier encabalgamiento, los versos del poema se comportan gráficamente como las tres líneas paralelas del trigrama ch’ien,



cuya imagen es precisamente la del cielo (justo la palabra que Tablada calla en su poema, oculta detrás del sustantivo noche por efecto de una metonimia). También puede aceptarse que, partidos a la mitad por la cópula es, los tres versos forman dos columnas paralelas (en una están la noche, la nube y la luna; en la otra, el mar, la concha y la perla) que se asemejan más bien al trigrama kun, la tierra.



Lo cierto es que, ni tierra ni cielo, el poema de Tablada media entre ambas realidades. El mar nocturno, en las cortísimas palabras de una concha con una perla dentro, rebasa los límites que le son propios y se vuelve uno con el cielo, que lo define y explica. Y viceversa: este último, un cielo igualmente nocturno, se refleja en las aguas de un mar que Tablada le opone o, si se prefiere, le presenta, como quien presenta un espejo. El título del poema, “La luna”, enfatiza un hecho, a saber: que al haikai, aunque breve, le corresponde recorrer un camino, ir de un punto a otro, no limitarse a reproducir un paisaje congelado.


El recorrido al que me refiero comienza, obvio es decirlo, con la palabra “mar” y su correspondiente “noche”. Antes aún, y me corrijo en seguida, el camino empieza en el verbo que une por adelantado a esa noche con ese mar: “Es”, palabra inicial del texto, cuyo itinerario termina en la “luna” que, sin renunciar a su naturaleza, también es una “perla”, y desemboca en tres puntos que, suspensivos, insinúan que los reflejos y paralelismos del terceto podrían continuar al infinito. El poema, entonces, compone (lejos de sólo referir a ella) una visión cinética de la naturaleza, no un paisaje ni una fotografía estática. El título indica el final del poema, la “luna” en que termina un proceso inductivo que parte del “mar” y pasa por la “concha”, pero ese término es provisional y, dada la estructura tropológica que da uniformidad al haikai en su conjunto (“esto es aquello”), bien pudiera leerse como una invitación a nuevos comienzos.


Es lo que hace Nandino: continuar, prolongar el poema de Tablada. Sólo que Nandino se cuida sabiamente de perpetuar el esquema retórico de Tablada: lo que busca, más bien, es modelar de nuevo el texto que le sirve de prototipo, como si el haikai de Tablada no fuera una obra terminada sino un borrador, arcilla todavía fresca en espera de un segundo tratamiento. Es fácil reconocer el original de Tablada en aquello que se mantiene y toma sitio en el poema de Nandino. Por ejemplo, es de notarse que, si bien ambos poemas responden a impulsos de pensamiento analógico ―cuestión sobre la cual volveré más adelante―, tanto Nandino como Tablada evitan usar el adverbio “como”, sin duda porque ambos entienden que la comparación estructura sus poemas al margen de las muletillas con que dicha comparación pueda explicitarse.

Pero es acaso más estimulante contrastar las diferencias entre ambos poemas. Para empezar, Nandino reduce a una sola oración lo que Tablada ―ya se ha visto― formula en tres enunciados paralelos. Tras componer un pentasílabo con la primera palabra del primer verso y las últimas dos del último verso de Tablada (“Es” y “una perla”), Nandino altera el patrón métrico de su predecesor y endereza el rumbo con miras a componer un haiku ortodoxo de cinco, siete y cinco sílabas en los tres versos correspondientes. En cuanto a la noción de cielo, que Tablada esquiva depositando su significado en la palabra “noche”, vale la pena observar que Nandino la recupera y enfatiza bajo la forma del adjetivo “celeste”.

Otro elemento que Nandino enfatiza es la plenitud lunar: la sucinta “luna” de Tablada es una “luna llena” para Nandino. Éste, pues, lejos de jugar la sola carta de la insinuación y la cortedad verbal, juega la carta opuesta: la de lo explícito, incluso la del exceso y la demasía. Ello, a mi ver, encuentra su explicación ―porque añadir palabras cuando el ideal estético impone suprimirlas requiere una explicación― en el hecho de que Nandino está interpretando un texto, no sólo mostrando una porción de naturaleza. Nandino traduce a Tablada y, al hacerlo, mitiga ciertos excesos de su precursor e incurre, por cuenta propia, en otros.

También se puede afirmar que a Nandino le interesan detalles que Tablada, en cierta forma, desdeña. Nandino enfoca de otro modo: el título de su poema, “Estuche”, revela que su interés recae no tanto en la perla como en la concha, si bien ésta debe contener aquélla si quiere valer algo. Esto es por lo que concierne al imaginario. En términos métricos la diferencia no es menos profunda: si bien conserva una rima de tipo asonante (“perla”, “llena”) que no es imputable a la forma del haiku como tal, Nandino trata de ceñirse al modelo silábico japonés tanto como la prosodia castellana se lo permita, cosa que Tablada ―en este poema en particular― ni siquiera intenta.

Ahora bien, ¿por qué Nandino hace rimar su haiku lo mismo que Tablada si la forma japonesa no implica rimas de ningún tipo? Puede conjeturarse que Nandino rima el suyo para mantenerlo tan cerca del poema de Tablada como sea posible, pero ello no explica las elecciones formales de Tablada, cuyos haikais tienen siempre un lugar para la rima y, en cambio, no siempre se acogen al patrón de las diecisiete sílabas. Es obvio, se me dirá, que Tablada emprende su adaptación de la forma japonesa desde un punto de vista hispánico, es decir: desde un oído y una sensibilidad castellana. Esto, sin embargo, es más fácil decirlo que probarlo, sobre todo si buscamos ejemplos en la poesía culta del Siglo de Oro y no, como propongo yo, en la lírica popular del Renacimiento, como en esta copla recogida por Margit Frenk:

Cantam los gallos:
yo no me duermo,
ni tengo sueño.


Esta copla, que desde luego recrea el tópico amoroso del alba y pertenece a la modalidad lírica conocida como albada, consta de tres pentasílabos, asonantado el tercero con respecto al segundo. Ni temática ni estilísticamente hay acaso más afinidades que resaltar entre la copla renacentista y el haiku japonés tradicional, pero el solo antecedente de la estrofa que cito me alienta por lo menos a rastrear una esperanza de compatibilidad que Tablada, con instinto y oído, fue sin duda capaz de percibir. En síntesis, lo que hizo Tablada fue adaptar al español el haiku japonés ―en términos de longitud y sonoridad, insisto― echando mano del verso de pie quebrado, que suele aparecer en estrofas populares donde la rima es asonante. Siete décadas más tarde, teniendo muy presentes las Canciones para cantar en las barcas de José Gorostiza, la “Suite del insomnio” de Xavier Villaurrutia, muchos poemas de Octavio Paz y, desde luego, buena parte de la lírica neopopular de Antonio Machado y de la generación de 1927, Nandino recorre la estela del haiku en español y “corrige” al maestro, releyéndolo y citándolo a muy corta distancia, casi en un ejercicio de cuerpo a cuerpo.

Poesía y crítica son, por supuesto, actividades bien diferenciadas en la práctica, ya que la primera tiende a vincularse con la escritura lírica en verso mientras que la segunda suele tomar forma de artículos argumentativos en prosa. Con todo, referir a las maneras en que poesía y crítica se practican consuetudinariamente no es otra cosa que aludir al sentido común, esto es: al prejuicio, que puede servir como antecedente pero no como sucedáneo del conocimiento genuino. Me consta que hay páginas “creativas” de Jorge Luis Borges o de Juan Goytisolo ―dicho de otro modo: páginas con forma superficial de poema o texto de ficción― que no son en el fondo sino piezas de crítica literaria. Sin dejar de ser un poema, el “Estuche” de Nandino que avala estas notas figura en esa misma categoría: es, cuando se toma en cuenta su modelo, un ejemplo ―diría yo― de crítica en el acto.

He dicho en otra parte que la crítica existe gracias a los códigos de la explicitud tanto como la poesía, el cuento y el teatro existen gracias a los del guiño y la sugerencia. En este sentido, es cuando menos una proeza lograr que un texto sea una cosa y la otra simultáneamente: indagación explícita y opacidad implícita, mención concreta y alusión intangible, respuesta y pregunta. El empeño interpretativo de Nandino, que da lugar a un poema que no es menos lírico por ser más crítico que la mayor parte de la poesía que suele publicarse, tiene ―para mí― la nobleza de la obstinación, de aquel “obstinado rigor” al que Leonardo se obligó por escrito en sus papeles. A obstinarse con absoluta objetividad en sí mismo como sujeto ―y esto no es un contrasentido ni un retruécano― es justo a lo que llama Walter Benjamin cuando propone acentuar el protagonismo de las “capacidades perceptivas” por encima de la “opinión” del crítico:

A propósito de la tremenda equivocación según la cual expresar “su propia opinión” es una cualidad indispensable del verdadero crítico: en realidad no tiene sentido conocer la opinión de nadie acerca de nada cuando no sabemos a quién estamos leyendo. Entre más importante sea el crítico, más evitará imponer directamente su propia opinión. Y más conseguirán sus capacidades perceptivas absorber sus opiniones. Más que ofrecer su propia opinión, un gran crítico le permite a los demás formarse su opinión sobre la base de un análisis crítico. Más aún, esta definición de la figura del crítico debería ser no un asunto privado, sino, tanto como fuera posible, un asunto estratégico y objetivo. Lo que se debería saber acerca de un crítico es aquello en lo que cree con firmeza. Él mismo debería decírnoslo.


Aunque partidario de cierta objetividad, Benjamin se cuida magníficamente de contraponerle una eventual subjetividad que, lejos de perjudicar el trabajo crítico, lo hace incluso posible. La única subjetividad que conviene desterrar de la crítica es una falsa subjetividad, a saber: el capricho superficial de la opinión. En el contexto donde suelo desempeñarme profesionalmente ―y conste que no sólo me refiero al espacio concreto de mi trabajo en Guadalajara, entre otras cosas porque preparo mis clases y escribo mis artículos en casa, muy lejos de donde suelen estar mis colegas y superiores―, el concepto de investigación literaria goza todavía de cierto prestigio que no tienen, sin ir más lejos, las nociones de periodismo y ensayo literario. Acaso bajo esta específica presión laboral, que desde luego es un estímulo más que un fastidio, yo no puedo sino reivindicar el ensayo como resolución subjetiva de una tarea objetiva de averiguación y estudio.

Se sabe, aunque suele olvidarse, que al ensayo le compete, más que la mera expresión, la manifestación del yo. Al no tolerar ni la objetividad fantasmagórica de una ciencia malinterpretada ni la escueta opinión del individuo, la forma del ensayo mitiga los peligros de la excesiva especialización y, sobre todo, de la despersonalización y de su temible reverso: la entronización de las “verdades” personales. A este respecto, creo adecuado referir una experiencia familiar que no juzgo desprovista de fondo. Hace no mucho tiempo, al regresar a casa un mediodía como tantos otros, Matías, hijo mío de tres años entonces recién cumplidos, me preguntó por qué la luz eléctrica no se había encendido como de costumbre al abrir desde afuera el portón de la cochera.

―Yo creo que se fundió el foco ―le respondí.

―¿Qué quiere decir que se fundió? ―quiso saber.

―Quiere decir que se descompuso ―expliqué.

―Ah ―resolvió―, pues entonces hay que llevarlo con un arreglador de focos.

Tal vez me hubiera convenido hacerle caso a Matías, pero yo preferí quitar el foco exangüe y cambiarlo por otro más animado. Funcionó. A mí, con todo, no sólo me importaba que funcionara el foco nuevo, sino combatir secretamente la creencia según la cual es necesario un semiólogo para definir con autoridad las arduas relaciones entre los verbos entrar y salir en un mismo poema, o un preceptista para identificar el de todas formas inamovible acento en décima sílaba de un verso endecasílabo, cuando no un sociólogo experimental para recabar datos de campo si un texto se refiere a Brooklyn o a Tapachula y un barrendero para recoger los destrozos que hayan dejado los tres personajes anteriores. Y es que, si un texto es un tejido, ¿qué razones habría para que su lector y recreador, o sea su crítico, no tejiera por cuenta propia ideas, informaciones, constataciones y observaciones de muy diversa procedencia que le permitieran definir la página leída, construirse una interpretación satisfactoria, reconocerse como la bóveda en que repercutieron sonidos múltiples e irreductibles y, en suma, objetivarse como sujeto?

Por esto, y no por bonhomía o vulgar prudencia, considero que ningún crítico debería ceder a la tentación de comentar un libro que juzga deficiente, hueco, inmoral o simplemente malo. Si digo que un libro es malo estoy incurriendo en un exceso: quiero decir nomás que no he logrado escuchar su música ni sus razones. En realidad no puedo asegurar que sea malo; puedo afirmar, eso sí, que me siento incomunicado en relación con su tema, sus procedimientos o la posición que atribuyo a su autor. Un apunte de W. H. Auden en las primeras páginas de La mano del teñidor es categórico a este respecto:

Reseñar libros malos no es sólo una pérdida de tiempo; también hace daño al espíritu. Si un libro me parece realmente malo, lo único que puede motivarme a escribir sobre él es desplegar mi inteligencia, mi ingenio y mi malicia. Es imposible que alguien reseñe un mal libro sin jactancia.


Mi empatía de lector por determinadas obras ―me alegra decirlo― es el único faro a cuya señal respondo como crítico. Empatía que no implica un total entendimiento sino, desde luego, apenas un principio de comprensión de la obra leída: comprensión que anhelo perfeccionar y redondear con mi propia energía, con mi propia curiosidad, con mi propia obstinación y, por qué no decirlo, con mi prosa y mi estilo. Si la poesía es, como bien resume Andrés Sánchez Robayna, un “peculiar modo de reflexión analógica”, y si el pensamiento del crítico literario funciona sobre la base del símil (“esto es como aquello”), de la imagen (“esto que digo es reproducción de aquello que leo”), de la sinécdoque (“esto que leo, al ser parte de aquello más amplio, lo representa y sintetiza”) y de la metáfora (“esto que digo refiere a otra cosa, que no digo”), no veo por qué la poesía y la crítica deban recorrer separadamente sus respectivos caminos. Después de todo, el mar y el cielo caben juntos en la más austera de las brevedades, que no es otra que la de ciertos haikus.


(Dicté hace algunos meses, en Tepic, esta conferencia que luego apareció en el número 136 de Crítica.)