15 de abril de 2012

La víspera

El vivero Rochford embarcó un cargamento de palmeras en el Titanic rumbo a los Estados Unidos. Las palmeras se hundieron con la nave en su viaje inaugural en abril de 1912.
GEORGE SEDDON, El libro guía de las plantas de interior


Mil novecientos doce: aquí
no pasa nada, y lo absoluto
gobierna los muelles con el demorado rencor
de un viejo navegante borracho.
El trasatlántico despierta en olor de santidad
y como un ángel obeso, ante la bruma,
se hace transparente.

No ha zarpado
y ya juguetea con el prestigio
de los buques fantasmas.

No se ha dejado envolver —diríamos—
por los angostos pasillos de lo abierto.

La primavera de Southampton
difícilmente abarca el júbilo del monstruo
que nace todavía. Toda la noche
pensó en aguas y en corales; todo el tiempo
sintió que delicadas vibraciones
recubrían su cubierta: el sueño
pasó de las aguas a los himnos
y en el coral burbujearon mieles consagradas.

Mientras, ahí abajo,
un pulcro ejército de peones
lo rellenó de aceites y de almohadas,
de pararrayos y palmeras
notoriamente insólitas. ¿Quién dijo
que al abordar la nave, al ocupar los camarotes
arranca el Día Verdadero?

Lo demás es historia, y la historia (se sabe)
no tiene poco de monótona: el iceberg,
los diarios, el olvido. Ante lo cierto
es mejor abstenerse: los pararrayos,
las almohadas, los aceites
flotaron
o calentaron la espera de los muertos
o dirigieron el brillo de la espuma,
y las palmeras
—desconocidas y flexibles, como un río—
iluminaron el óxido perpetuo de las algas.


(Se cumplen cien años del hundimiento del Titanic. Hace algún tiempo, tal vez en 1995, escribí este poema que luego recogí en La cercanía, libro publicado el año 2000.)

8 de marzo de 2012

Tres poemas de Adolescencia y otras cuentas pendientes

RESPUESTAS AL CUESTIONARIO PROUST

Ya no hay chapulines en los prados ni luciérnagas en la noche, pero ante la puerta de mi casa, todos los días, amanece un Valiant ‘75 de un rojo inverosímil. Cubierto de rocío, parece un pez radiante que hubiera saltado afuera del agua sin dar explicaciones. Después transcurre la mañana y al mediodía ya está irreconocible, como empañado de vulgaridad, sumergido en partículas nefastas y microscópicas.

¿Debo resignarme a que nadie me lo pregunte nunca? Mi color favorito, al menos en los primeros minutos del día, coincide peligrosamente con el rojo de un coche descontinuado y anguloso, comparable a un rinoceronte de laca obligado a vivir entre insectos ordinarios. El rojo, se diría, de unos calcetines infantiles que, al llegar a la edad adulta, sólo nos fuera permitido mirar, no poseer.

Proust inventó el famoso cuestionario tan sólo para responderlo a su antojo. Es fácil observar que a nadie le importaba un comino preguntarle cuál era su pintor favorito ni cuál su aroma predilecto. Pero él, desde su remota convalecencia, quería dejar bien claro que unos viejos envases de mermelada campestre le importaban más que todos los motores de combustión interna, más que todos los átomos a punto de fisión, más que todos los termómetros, telescopios y teléfonos juntos.



GET BACK

Ocho días por semana
los Beatles me cantan en directo, porque tengo un hijo
que tiene cuatro hijos: Ringo y George, John y Paul,
formados en parejas
de un vivo y un difunto,
un mirlo y un pandero,
un Bentley negro y un agujero en el bolsillo.

Ninguno tiene
64 años: dos nunca
los cumplieron, dos
ya los rebasaron desde cuándo.
Y los cuatro,
aunque pudieran repartirse
de a dos los ocho días de la semana,
prefieren desafiar la lluvia
y el enero de Londres
en azoteas incomprensibles
gritándonos a todos que volvamos.



OTRA VEZ CON LO MISMO

Coincido, con alguna objeción, en que la vida
se va en un parpadeo.
Los años vuelan y pasan las generaciones
y uno lo admite porque sí,
con la mirada fija en ese tránsito.

El tiempo —nos han dicho—
no sabe más que irse,
pero también está frente a nosotros
como un caballo a media carretera.

Mejor no preguntarse
por qué, siendo tan breve un año,
tan milimétrica la escala
de la noche y el día,
ciertos lunes parecen infinitos,
interminables las mañanas de los martes
y robustos los miércoles en horas de oficina.

Todo en el tiempo es obvio,
como es obvio que hay tiempo
después del tiempo,
detrás, antes y abajo
y es trivial, y es fugaz, y mide nuestra muerte.


(Estos poemas forman parte de Adolescencia y otras cuentas pendientes, libro que acabo de publicar en la colección Práctica Mortal del CONACULTA.)

1 de febrero de 2012

Dos fragmentos de Séptico

1

Cómo voy a dormir
si el cortaúñas está solo.
Con qué voy a soñar
si no encuentro mi almohada
ni entiendo qué cosa sean las tres, las ocho y cuarto, el mes que viene.

A ver quién me lo explica.
Esta cuchara estaba en su lugar;
ahora resulta
que la cuchara sigue donde mismo
pero ya no hay lugar en torno a ella
ni arriba, ni debajo, ni en mi boca.

Ya no quiero fideos. Ya no quiero frijoles. Ya no quiero tortillas.
Le regalo mi postre al que me cuente
qué opinan de la vida los difuntos,
del día las estrellas,
la nuca de la frente.

Cada sombra es un foco atrás de un cuerpo.
Cada grano de azúcar
trae debajo una hormiga.


11

There’s no deal to be made
With the dawn


Con el amanecer
no valen tratos.
No parecemos importarle
ni en lo próspero
ni en lo adverso.
Todo en él se termina
sin que nada comience de seguro.

Mejor la oscuridad.
Renuncio al día.
Vale más que la noche
no concluya, no dé punto final
a jadeos, a gemidos,
a la respiración de los que, por vivir,
nadan hasta el reverso de la sombra
y en las antípodas alcanzan
otra noche. Mejor
la estrella, observatorio en la neblina:

que se apresure, que despierte,
que de plano trabaje doble turno
y no haya sol jamás,
desgarrado entre dos atardeceres.


(Estos poemas forman parte de Séptico, libro recientemente publicado por la editorial Simiente.)

13 de enero de 2012

¿Quién le teme a Daniel de Juanes?

El pasado 25 de diciembre apareció, en la serie o "antología" llamada #100peorespoemasmexicanos, a cargo del poeta Mario Bojórquez, un poema titulado "La consentida del barrio", escrito por (o atribuido a) un poeta de nombre Daniel de Juanes. El poema es efectivamente malo, dicho sea desde un principio, y no es en todo caso el sitio que ocupe o deje de ocupar en dicha muestra lo que aquí se busca discutir. Se trata de un soneto de procacidad tan intencional que apenas podría divertir a nadie, menos aún escandalizarlo. Baste con señalar que la menos indigente de sus cualidades, en caso de que pueda emplearse aquí el sustantivo "cualidad", es el acopio de sinónimos de pene, que acaso logre sonrojar a una o dos monjas o motivar una sonrisa en quien recuerde, con su lectura, los tiempos idos de la escuela primaria y el placer infantil de repetir sin motivo alguno las famosas malas palabras. El texto, en todo caso, puede leerse aquí.

Además del poema, el blog administrado por Bojórquez incluyó una fotografía que, dado el contexto, debe interpretarse como el retrato de Daniel de Juanes. Ahora bien, quien observe la foto con detenimiento podrá observar que se lee al calce: "Photo: Mark Coatsworth". El trabajo de Coatsworth, fotógrafo canadiense, puede rastrearse por Internet con suma facilidad. Quien se tome la molestia de googlear a Coatsworth advertirá de inmediato que su especialidad son las fotos de músicos, particularmente rockeros. De ahí a descubrir que "Daniel de Juanes", el de la foto que antecede a su poema, es en realidad un punk de nombre artístico Destroyer media un simple paso.



Una cosa es verdad: el falso Daniel de Juanes, o sea Destroyer, es un hombre apuesto. El verdadero Daniel de Juanes debe ser considerablemente menos agraciado. Es una conjetura fácil de sustentar: si Daniel de Juanes fuera más guapo que Destroyer, podría entenderse que Bojórquez eligió la foto para molestar al poeta; si Daniel de Juanes fuera tan apuesto como Destroyer, pero distinto, Bojórquez nada más estaría confundiendo a uno con el otro. Pero ni el error ni el deseo de molestar son imputables a Bojórquez, quien ha jurado que detrás de su "antología" no está la mala intención, sino el rigor crítico ("El ingrediente de la maledicencia, el golpe bajo de la crítica que atropella los esfuerzos estéticos de un grupo o de un autor específico, es una motivación que no asume este trabajo necesario", ha escrito el responsable de la selección). Luego, suponer que Bojórquez cometió un error o se limitó a fastidiar a otro poeta es poco menos que una blasfemia.

La otra posibilidad es que Daniel de Juanes no exista. Bojórquez, decepcionado por tan literal muerte del autor, habría buscado en la red hasta encontrar en las facciones del rockero canadiense una compensación para semejante vacío. Ello, sin embargo, implicaría otra enojosa blasfemia: la muestra de cien mediocres o malos o pésimos poemas mexicanos también sería una muestra de poetas, interpretación posible contra la cual Bojórquez mismo se ha manifestado. Pero si #100peorespoemasmexicanos es de verdad una muestra de poemas, no de poetas, ¿qué sentido tiene colocar antes de cada poema una foto de su autor y hasta sus nombres y apellidos? Darle rostro a Daniel de Juanes más bien confirma que la muestra es de poetas, no de poemas, y que la intención del antologador es descalificar a los creadores exhibiendo sus creaciones menos afortunadas.

Pero si Daniel de Juanes no existe, ¿quién escribió "La consentida del barrio"? Difícil averiguarlo. En todo caso, el poema se había publicado antes en el número 38 de Alforja (otoño de 2006) y en La luz que va dando nombre, antología de poetas jóvenes de México publicada por Alí Calderón, Antonio Escobar, Jorge Mendoza y Álvaro Solís en 2007. Tanto en los últimos números de Alforja como en La luz que va dando nombre se reflejan los intereses, gustos, disgustos, amistades, enemistades, filias y fobias del grupo identificado con Círculo de Poesía, revista digital de literatura. Ello, sin embargo, no basta para sostener que Daniel de Juanes haya sido un invento de Bojórquez, Calderón o cualquier otro miembro, socio, cómplice, colaborador o amigo del grupo referido.



Hay un dato que, sin embargo, debe tenerse bien presente. Hace casi tres años, el 9 de marzo de 2009, varios poemas burlescos -todos ellos altamente ofensivos- fueron distribuidos entre poetas, editores y críticos del medio literario nacional en un mínimo de cinco mensajes de correo electrónico. Aquellos poemas, en aquellos mensajes, eran atribuidos a Daniel de Juanes (a excepción de uno, que algún tiempo después apareció en Círculo de Poesía firmado por otro poeta presumiblemente falso). Eran poemas con dedicatoria; sus víctimas eran David Huerta, Raúl Dorra, Julián Herbert, Gerardo Lino, Víctor Baca y Julio Eutiquio Sarabia. Justo es decir que tres de los poemas enviados en marzo de 2009 ya se habían publicado en mayo de 2008, poco después de que Alí Calderón exigiera que Armando Pinto, director de la revista Crítica, y Julio Eutiquio Sarabia, subdirector, abandonaran sus cargos y permitieran que otros miembros de la Universidad Autónoma de Puebla (de preferencia el propio Calderón, como en seguida sugirió Bojórquez, entrevistado por un diario poblano) tomaran el mando de la revista.

De los poemas distribuidos aquel 9 de marzo, el único enviado sin firma (y, por lo tanto, sin la firma de Daniel de Juanes, aunque sí desde la misma dirección y a la misma hora) es una letrilla titulada "Ernesto Lumbreras, ¿poeta?" que habría de renacer un año y medio después, a fines de 2009. Cuando ese poema fue publicado en Círculo de Poesía el "autor" fue un tal Bulmaro Higuera. Entonces, ante las acusaciones de homofobia presentadas por Heriberto Yépez contra ese poema, contra sus eventuales autores y contra la revista que lo divulgó, Alí Calderón aseguró: "Un Bulmaro Higuera, vía e-mail, nos ofreció ese texto" (Laberinto, suplemento literario de Milenio, 14-XI-2009). La verdad es que veinte meses antes el poema de Bulmaro Higuera ya circulaba en otro mensaje de correo electrónico (recibido, entre otras personas, por Bojórquez y Calderón) como es verdad también que ni Bulmaro Higuera ni Daniel de Juanes aparecen como autores de otros poemas en la red o en catálogos de bibliotecas más o menos fiables. Es elemental concluir que Daniel de Juanes y Bulmaro Higuera son poetas imaginarios creados para enmascarar al verdadero autor o a los verdaderos autores de sus respectivos poemas.



Llego al fin de mi nota con este apunte personal: yo tuve una vez una pequeña discusión con Daniel de Juanes. Fue, cómo no, por correo electrónico. El tema de la discusión fue uno de sus poemas burlescos. Me dijo: "Tengo nombre, Daniel de Juanes, e identidad respaldada por el IFE". Me dijo: "Vine por un poco de justicia".

IFE más, IFE menos, yo sigo creyendo que Daniel de Juanes no es nadie. No era nadie antes de que lo bautizaran con una botella de bourbon, en todo caso. En inglés, Jack es el mote de John, y John equivale a Juan, mientras que la preposición de y la terminación -es bien pueden remitir a la terminación inglesa 's. Juan de Danieles, Daniel de Juanes: Jack Daniel's. Apuesto su máscara contra la cabellera de Destroyer a que así es.

17 de junio de 2011

Tario a pique

Pese al hecho de abundar en amores y en oficios, la vida de Francisco Peláez no ha conseguido eludir la austeridad de los resúmenes. Nacido en 1911, Peláez fue portero titular del club Asturias, pianista, viajero, astrónomo aficionado, propietario de un cine y —esto lo repetimos únicamente de oídas— místico del naturismo. Siendo muy joven, quizá entre los veinticinco y los veintinueve años de su edad, Peláez redactó (a la sombra de Dostoievski) una larga novela: Los Vernovov, que arrojó al fuego apenas hubo corregido la página final.


Se dice que Peláez cambió su nombre por el de Tario, o acaso llegó a ser él, que publicó La noche, su primer libro, en 1943. A diferencia de la biografía de Peláez, su gemelo antagónico, el expediente de Tario no cuenta escenas “vitales”. Con todo, una y otro suelen confundirse ante los ojos de la crítica: Tario es Peláez, y viceversa. Dispersa o agrupada en once libros —dos de los cuales fueron impresos muchos años después de la muerte de su autor—, la obra de Tario es festejada y codiciada a un tiempo. Festejada por el chispeante o melancólico, variable humor de su prosa magnífica; codiciada por su escasez, por su lejanía editorial. Peláez: la exuberancia; Tario: el ocultamiento.

En 1951 apareció un libro de difícil clasificación (y extrañamente difícil de conseguir, para los lectores de hoy, si pensamos en los siete mil ejemplares de su primer tiro). Su título: Acapulco en el sueño. Fotografías de Lola Álvarez Bravo hacían el par a textos —diálogos, meditaciones, aforismos, relatos, poemas, transcripciones, falsificaciones— de Francisco Tario. Una serigrafía de Carlos Mérida cubría su portada. Fotografías de Lola Álvarez Bravo que alguna vez tuvieron por modelo al propio Tario. En el Sexto Curso Nacional de Literatura, celebrado en la ciudad de Guanajuato del 27 de noviembre al 1º de diciembre de 1995 y dirigido por el poeta David Huerta, cierto escritor de Guadalajara evocó la historia de una de aquellas fotografías. Yo reproduzco el testimonio que el pintor Sergio Peláez, hijo simultáneo de Francisco Tario y de Francisco Peláez, rindió a Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo hacia 1989. Para el caso es lo mismo:

Estábamos mi hermano Julio y yo en la casa de la calle de Etla en la ciudad de México, y de pronto llegó una petición de mi padre desde Acapulco. Al conocer los artículos que nos pedía le enviáramos, mi madre y nosotros quedamos estupefactos. Mi padre acostumbraba en el furor solar de la costa acapulqueña vestir ligeras camisas de color turquesa, pantalones cortos y guaraches... o caminaba descalzo buscando la frescura de las calles [...] Y en ese contexto, su solicitud de un sombrero de ala ancha y un pesado traje gris de calle, con botonadura cruzada, nos pareció inconcebible. ¿Para qué necesitaba tal indumentaria? Tiempo más tarde nos mostró una de las fotografías de Acapulco en el sueño, en la cual así vestido, de anteojos oscuros, en la boca un puro y maleta en mano, posa en la proa de un barco que se hunde.


Pude hacerme una idea muy clara de la fotografía descrita. Tan clara, tanto, que un par de días después, bobeando ante un mostrador sin muchas ganas, desconfié al ver en la portada de un libro el retrato de un hombre casi familiar, extravagante: de sombrero, pantalón de pinzas, lentes ahumados, saco de botonadura cruzada y maleta en mano, miraba ¿qué? desde la cubierta de un velero en ruinas. Yo no tenía dinero para comprar ese libro (se trataba, para más señas, de una novela de Barry Gifford: Puerto Trópico) pero no tuve que hacer un gran esfuerzo para memorizar lo que verdaderamente me importaba.

* * *

Es un hombre alto.

Nada hay, a primera vista, que nos informe sobre su estatura. De acuerdo. Pero, examinada la imagen detenidamente, diríamos que la grandeza del paisaje, más que oprimir a este hombre, le concede una estatura increíble.

O, si somos exigentes, una estatura incómoda: ¿qué utilidades puede reportar el cuerpo —de fábrica divina, quién lo duda— de un héroe o semidiós en el exilio? ¿A qué servirá toda esa distancia entre la cabeza y los pies, cuando sobre la cabeza no hay más que un cielo extranjero y bajo los pies ningún terreno conocido? ¿A qué servirá el tamaño, por mitológico que sea?

Porque hablamos de un héroe: su puño izquierdo, relajado aunque un tanto nervioso, añora evidentemente la consistencia guerrera del escudo.

Porque hablamos de un exiliado: ahí están el traje y los anteojos, que buscan distraer de forma tímida, con un pudor ostentoso, la identidad de un hombre que al cabo será presa de gratuitos rencores y de suspicacias.

Porque hablamos, en fin, de un hechicero: de un mago que finge gravedad pero sabemos a punto de la risa.


El paisaje comporta una suave inclinación, que no apreciarían los desatentos. Al fondo, muy atrás, discreta pero sabiamente visible, hallamos lo que debería ser la eterna horizontal del agua, y es una diagonal. Y si aquello no fuera el mar, que no puede no serlo, queda la rara tendencia de la maleta. Aferrado al puño derecho de su dueño, este baúl niega cualquier Ley de la Gravitación y prolonga la tensa oblicuidad del sujeto que nos ocupa. He aquí su hechicería, su magia.

El barco náufrago envuelve de tristeza la imagen y reprime toda posible nimiedad. Un personaje de sombrero ladeado y cigarro entre los dientes puede carecer de importancia, pero ¿cómo sería banal o insípido un barco que se hunde? Y más aún: ¿cómo podríamos retirar, de un barco hundido, la tragedia? ¿Cómo lavar el llanto de una cubierta carcomida? Más que oponer su derechura al vértigo asesino de las tempestades, el mástil desciende como un heraldo celestial, como un rayo que se petrifica en la calcinación de sus víctimas.

Hay, lo recordamos, un hombre. Es alto, acaso muy alto, y no pasará mucho tiempo en estas playas.

* * *

Joaquín Díez-Canedo hizo en 1951 la primera edición de Acapulco en el sueño. Tuvieron que pasar cuatro décadas para que alguien patrocinara una reimpresión. El mérito correspondió a la Fundación Cultural Televisa: en junio de 1993, veinte mil facsímiles de Acapulco en el sueño fueron despachados por los talleres de Reproducciones Fotomecánicas, S. A. de C. V.

Veinte mil ejemplares, y Acapulco en el sueño (lo digo con un poco de tristeza y un poco de orgullo) es todavía un libro difícil de conseguir.


(Este año se cumplen cien del nacimiento de Francisco Tario, gran cuentista mexicano. "Tario a pique" apareció primero, si recuerdo bien, en el La Cultura en Occidente, suplemento literario (ya extinto, pese a las muchas y diferentes vidas que le tocó vivir) del periódico El Occidental. Después lo incluí en mi libro Signos vitales, que publicó la UNAM en 2005. Lo retomo ahora porque centenario rima con Tario.)

22 de mayo de 2011

Tres poemas en Crítica

DE LA NADA

Apareces,
te asomas de la nada,
y el sol, tras la tormenta,
parece respaldarte como un cómplice.

Yo pienso de inmediato en otros tiempos:
recuerdo con ternura
la mirada inicial de aquel otoño
y desempolvo aromas, paisajes, ocurrencias
y charlas animadas ―dijera el novelista.

Hoy, lo que son las cosas,
paso a tu lado sin mirarte,
cuidándome, ya que no el corazón,
sí ―no me culpes―
la bolsa del dinero.



JUST FOR THE RECORD

Nunca he debido preguntarme
cómo ―en la práctica― llegaron
los astronautas a la luna,
las vueltas a la tuerca,
Dios al octavo día.

Siempre mis dudas fueron otras.

Comenzando por hoy en la mañana,
siempre ―que significa casi siempre―
me han urgido cuestiones de otra índole,
como qué da sosiego a los imanes,
por qué nos duele que se rompa un vaso,
cuándo la noche se hace madrugada,
qué hay tan incómodo en los tres
pies del gato,
cuándo la madrugada
también es la mañana,
cómo ―en la práctica― llegaron
los pájaros al pico,
la serpiente al veneno,
el oro a la moneda fraccionaria,
las fortunas al índice de Forbes
y otras dudas acaso menos tontas
pero que, por pudor, mejor se olvidan.



A LA ESPERA

Por ahora
no estoy muriéndome.
No estoy cantando
ni despidiéndome de nadie
ni llorando por gracias o de nada
ni compartiendo el pan o el vino
por ahora.

Ya sé que no tengo razón,
que le pido al serrucho
que haga un árbol con trozos de madera
y al martillo, en silencio, que acaricie.
Pero en dónde, como no sea en la sombra,
puedo siquiera buscar luz
o nada más buscar
y encontrar, por ahora, lo que sea.

Estoy a la espera de señales
claras, explícitas, rotundas
en el tiempo, en el agua, en una nube
o en los asientos del café:
señales que desmientan
que, hasta la fecha, nada
quiere decir ni ha dicho nunca nada.


(Acabo de publicar estos poemas en el número 143 de Crítica.)

28 de abril de 2011

Xemaá-el-Fná

La relación de Juan Goytisolo con la plaza de Xemaá-el-Fná (es decir, la relación humana del ciudadano Juan Goytisolo Gay con la explanada céntrica de Marrakech, pero también la relación literaria de la obra de Juan Goytisolo con el universo antropológico y artístico de Xemaá-el-Fná) puede rastrearse a lo largo de cinco textos, en lo fundamental: el ensayo titulado “Medievalismo y modernidad: el Arcipreste de Hita entre nosotros”, recogido en Contracorrientes (1985); los dos artículos finales de un libro dedicado en su conjunto al mundo islámico, De la Ceca a La Meca (1997), llamados respectivamente “Los últimos juglares” y “Patrimonio oral de la humanidad”; el capítulo 8 de La cuarentena (1991) y, desde luego, la extraordinaria “Lectura del espacio en Xemaá-el-Fná”, pieza final de Makbara (1980). En otros libros y textos dispersos de Goytisolo (como, por ejemplo, en dos ensayos de Crónicas sarracinas, libro de 1981: “De Don Julián a Makbara: una posible lectura orientalista” y “Vicisitudes del mudejarismo: Juan Ruiz, Cervantes, Galdós”) figuran valiosas menciones a Xemaá-el-Fná, pero los artículos y partes de novela citados más arriba son acaso los que abordan con mayor detenimiento y pasión el tema referido.

En sí misma, la plaza de Xemaá-el-Fná parece un lugar trivial y, como afirma cierta guía francesa de turismo, assez quelconque. Y es que las virtudes mayores de la plaza no son del orden de lo urbanístico: ningún edificio de alto mérito arquitectónico la bordea ni está orientada, por sólo mencionar un punto de comparación ilustre, según las normas de la perspectiva parisiense. Los verdaderos atractivos de Xemaá-el-Fná pertenecen a la esfera de lo intangible, de lo fugitivo; tienen que ver con la cercanía del mercado principal del viejo Marrakech y con el incalculable flujo diurno de transeúntes que va marcando la explanada transitoriamente; se manifiestan, sin que haya manera de preverlos, entre los embustes de algún “encantador” de culebras mansas, las voces de los vendedores de jugo de naranja, el bullicio en torno a las mesas de comida popular y los ocasionales contadores de historias y vendedores de remedios punto menos que milagrosos.

El interés de Goytisolo por Xemaá-el-Fná está vinculado con su particular visión de las tradiciones literarias europeas. El universo de Juan Ruiz y su Libro de buen amor, hecho de polifonía y goce verbal, mestizaje lingüístico y desenfado en la combinación de registros estilísticos, late aún, para el novelista barcelonés, en la plaza de Marrakech. El mundo en que, según Bajtín, se desenvolvió François Rabelais, desde la óptica de Goytisolo no se distingue del que conoció el Arcipreste y es a la vez el mismo de Xemaá-el-Fná y de la novela moderna, de James Joyce a Guillermo Cabrera Infante y Julián Ríos.

En el octavo capítulo de La cuarentena, por lo demás, Xemaá-el-Fná se tiñe apocalípticamente —y, más aún, se inunda— de sangre vertida en Irak y Oriente Medio en la llamada Tormenta del Desierto, esto es: en la “petroguerra infame” (Carlos Fuentes dixit) emprendida por George Bush padre al comenzar la década de 1990 y proseguida por George Bush hijo al comenzar el siglo XXI. Xemaá-el-Fná es, por lo tanto, además de un símbolo de humanidad efervescente, moderno y arcaico, un enclave político en la imagen del mundo que arrojan las obras de Goytisolo. El poder evocador propio de la plaza resulta del contrapeso entre su vitalidad intrínseca y su vulnerabilidad ante las agresiones de la intolerancia, la voracidad inmobiliaria y las modas impuestas por el consumismo, que tratan de hacer preferibles los estacionamientos de coches por encima de los andadores públicos.

En el nombre de Xemaá-el-Fná está probablemente la palabra fana, que significa muerte o aniquilación y es empleada en el vocabulario sufí para designar el éxtasis místico al que aspira el derviche. Muerte y aniquilación, en suma, son conceptos relacionados con dicha plaza: nociones no por fuerza positivas ni negativas, pero sí en todo caso vinculadas al intercambio frenético y bullicioso de narradores, mercaderes y mercachifles, como un trasfondo implícito de la vida y el movimiento.


(Estas páginas conforman un capítulo, el correspondiente a la letra equis, de mi libro de 2005: La migración interior. Abecedario de Juan Goytisolo. Lo retomo ahora con motivo del atentado suicida que ha tenido lugar en la terraza del café Argana, en Marraquech, en plena Xemaá-el-Fná.)