24 de noviembre de 2008

Hermanos

Entre dos cuartos con la luz prendida
siempre hay un corredor de sombra, una escalera
y algún reloj que da la hora
innecesariamente.

Afuera, el guayabo y la impaciencia de los gatos
llenan el patio de sonido y espera.

En el centro del árbol
zumba el delgado aviso de un agua no visible.
No hace falta oírlo. El agua es la distancia
que separa las pulsaciones de la tierra
de la calma del tronco.

Dos cuartos, una luz prendida
y otra que acaba de apagarse:
la lluvia, en el patio, está creciendo.



Tu cuarto, el mío
y, estricta, entre los dos
la pared blanca.



¿Qué ves en mí
cuando no estoy mirándote
y luego te sorprendo a punto de reírte?

¿Qué ves en mí
cuando no estás mirándome
y ni siquiera me imaginas, absorto
en las fugaces palabras que otros dicen
callando y, al callar, borrándose?

Las criaturas también guardan silencio
en la esquina del techo y las paredes:
las arañas, que tejen cada una
los tiempos de una boda irrealizable
y la mosca, centella del centímetro.

Si el tiempo se llamara de algún modo,
si estuviera escrito,
no podríamos leerlo —conocer su nombre—
mirando cada quien papeles diferentes,
hablando cada quien de cielos diferentes
y cada quien revolviendo en la memoria
palabras diferentes: yo las tuyas
y tú quizás las mías,
fugaces.

Pero al final escucharíamos juntos.



("Hermanos" forma parte de Fractura expuesta, mi nuevo libro de poemas, editado recientemente por Mantis. Los nuevos libros de Mantis, incluido el mío, serán presentados el sábado 29 de noviembre, a las 16:00 horas, en el salón Elías Nandino del Centro de Negocios de la FIL, en Guadalajara. Todos los visitantes de mi blog están cordialmente invitados, por supuesto.)

20 de noviembre de 2008

Segundo intento

Ora suave, ora intenso, el consistente olor a chocolate que a veces recorre la FIL admite una sola explicación: la de una fábrica cercana de tablillas y otros polvos de la merienda. Pero ese olor ha tenido para mí, en dos épocas distintas de mi vida, un par de significados también distintos que nada tienen que ver con la explicación “realista” de las cosas. Allá en 1987 y 1988, cuando las primeras ediciones de la Feria, yo pensaba —y se lo dije así a mi novia, que supo enternecerse como era debido— que semejante olor no podía sino referir a las guarderías que luego fueron o “devinieron” FIL Niños. En esas guarderías, conjeturé, los niños tenían derecho a impresionantes licuados y poderosos chocomiles; así lo sugería mi olfato. Hondo error que luego desmintieron mi primer acercamiento real a FIL Niños, donde las criaturas merecen largos y provechosos entretenimientos, pero nunca bebidas (que las llevarían, dado el caso, a orinar indiscriminadamente), y mi ulterior ingreso al ámbito complejo, por no decir esotérico de las constataciones topográficas: el Chocolate Ibarra está casi enfrente de la Expo.

Valga por el primer significado (segundo en el tiempo, en realidad) que han tenido para mí dichos aromas. En cuanto al segundo, comparto con mi hermano las historia que relataré a continuación.

Tendría yo seis, cuando mucho siete años de edad. Víctor, mi hermano, andaba por lo tanto en los ocho. A él siempre le ha dado por eso que los ingleses llaman socializar, y es también dueño de un vasto y admirable sentido de la orientación que le viene de nacimiento. Yo, por mi parte, nunca he tenido la costumbre de cenar salchichas de Frankfurt. Ahora me explico.

Unos tíos más jóvenes que mi mamá, si bien más grandecitos que Víctor y yo, nos habían invitado, a mi hermano y a mí, a pasar la noche con ellos. Su casa, una verdadera mansión de Jardines del Bosque, iba a estar “sola” —esto es: libre de adultos— un par de días; se trataba, pues, de hacerse tontos y jugar a la emancipación juvenil o infantil, según el caso. Llegada la noche, quiso la mala suerte (o la facilidad culinaria, o el magnetismo del pecado) que nos dieran salchichas de Frankfurt en la cena, y que las engulléramos desaprensivamente. Más tarde nos pusimos a jugar y terminamos quedándonos dormidos.

A medianoche, como en pleno relato de Quevedo, me despertó mi propio vómito. Mi hermano, ducho en modales y etiqueta, decidió que abandonáramos con absoluto sigilo, con absoluta dignidad el lugar del crimen. Había que largarse. Manchada, la sábana clamaba por venganza.

Debo aclarar que yo he vivido siempre más allá de Plaza del Sol, es decir a unos cinco kilómetros, cuando no más, de aquella casa terrible. Dos niños caminando en la noche por esos rumbos entonces inhabitados, como es natural, tienen mucho de aventurero, de inconsciente y de frágil. No sé cómo atravesamos Lázaro Cárdenas. Recuerdo, en cambio, la profunda oscuridad metafísica de Mariano Otero, más autopista que avenida. Al pasar por donde ahora está la Expo, sede actual de la FIL, foco de civilización, lugar de antiguas barbaries más bien recientes, el aroma ya próximo de la chocolatera nos anunció el término del viaje.

Llegando a Plaza del Sol, dos patrulleros amodorrados nos recogieron. Fue así como la Ley, y más tarde el olvido, vinieron a rescatarnos. Diez años después me di cuenta que cerca de la FIL se hacen tablillas de chocolate.



(Ahora, en las inminencias de la FIL, rescato algunos artículos de la vida que antes viví como escribano y columnista de Mural. Éste, llamado "Segundo intento" por motivos que nada tienen que ver con el contenido de la crónica y que a lo mejor un día explique bien a bien, se publicó el 25 de noviembre de 2001. Ya no vivo tan cerca de Plaza del Sol como entonces, pero tampoco vivo tan lejos como para enmendar estas planas que ahora releo con alguna curiosidad.)

14 de noviembre de 2008

La fiesta del vecino

La historia ya no tan breve de la Feria Internacional del Libro, la FIL de Guadalajara, se confunde muy elocuentemente con la historia del centro de convenciones donde se realiza. En efecto, el grandísimo salón de la Expo fue casi bautizado con la primera FIL, cuando una y otra parecían destinadas a la quiebra más inmisericorde. Lejos de quebrar, la feria y el jacalón extremo fueron edificándose prestigios paralelos, en todo punto ajustados a las reglas del apantalle y la majestuosidad pueblerina. (Si hemos de ser observadores, al apantalle majestuoso propenden siempre las almas tímidas, y Guadalajara no es otra cosa: un adolescente de pies grandes, barriguita de bebé y entradas vergonzantes en la cabellera, temeroso a la vez de que lo ignoren y de que lo vean.) Que la FIL y su hermanita mayor, la Expo, son glorias de la región, perlas de la ingeniería y de la organización jalisciense, orgullo de la nación y espejo del mundo contemporáneo, global y desinhibido, no es cosa que valga siquiera poner en duda: lo son, y sus pesitos les costó, qué rayos. Pero aquí lo que nos importa es otro asunto: que las dos hayan venido al mundo en las mismas épocas de prometida bonanza y naciente júbilo empresarial que ora estrangulan al país, ora lo dejan respirar, desde hace unos quince años (o desde ya no sabemos cuándo, pues lo mismo da en términos generales).

Pensemos que si la Expo facilitó el nacimiento de la FIL, y que si la FIL apuntaló el boom de la Expo, y que si un optimismo neoliberal a prueba de realidades arropó la consolidación de ambas, tiene que ser porque responden al parejo a una moral que ya no sólo pone al mercado por encima de todo lo demás, inmaterial o material, sino en verdad en el sitio de todos y de todo. Habría que ser ingenuos para exigir —o siquiera desear— que la FIL organice sus actividades en torno al modelo de la biblioteca o la casa de cultura. Lo extraño es que no las organice tampoco en torno al modelo de la librería: ¿en qué librería del mundo —fue Lorenzo Figueroa quien lo preguntó hace unos años— cobran por entrar, y por qué lo harían si así fuera? No: la FIL, para los visitantes comunes y corrientes, acaba siendo más una especie de jardín zoológico, un parque temático de diversiones en donde se compran libros a manera de souvenir, autografiados (en el mejor de los casos) por el rinoceronte y el payaso en persona. Tras bambalinas, mientras tanto, van pactándose otros negocios: la verdadera justificación del “magno acontecimiento”.

Y no es que tales negocios deban resultarle a nadie bochornosos ni chapuceros: lo normal, desde luego, es que los autores, los agentes literarios, las editoriales y las distribuidoras de libros tengan reuniones profesionales que redunden al cabo en la satisfacción de los lectores. El naipe decisivo, el as del pícaro, la flor de astucia (buena transa mala) se juega en otros manoseos. En última instancia, entre los organizadores y los visitantes acaba pagándose la estancia de los verdaderos interesados, con lo que la industria de los libros reduce al mínimo sus eventuales riesgos y preocupaciones: el producto final, ya impreso y colocado en tentadoras estanterías, justifica la presencia de agentes y editores en la FIL, pero no la sostiene. Algo así como esos banqueros que, aferrados al dinero público, amenazan con declarar la temida bancarrota si el Estado no los apoya con más dinero todavía. Por si esto fuera poco, las mismas editoriales compiten de modo ventajoso con las grandes, medianas o pequeñas librerías de la ciudad, quitándoles a golpe de conciertos (gratuitos, pero muy costosos) la mejor clientela del año.

La sociedad literaria de Guadalajara (llamémosle así para no entrar en berenjenales adyacentes) obedece, tratándose de la FIL, a dos líneas de conducta más o menos opuestas. Por un lado están los que celebran esos nueve días: el puro hecho de codearse con los famosos, de preferencia tuteándolos y forzándolos a posar en fotografías de beata sonrisa, borra o compensa una vida larga de publicaciones menesterosas, conferencias de mala muerte y charlas de queja y queja. Por otro lado están los adversarios, que también se aburren: el hábito de lamentar con regularidad los mismos vicios debe fatigarlos, y no hay cansancio (por íntimo que sea: del espíritu combativo, del estilo fogoso, de los pies planos) que pase inadvertido en los metros cúbicos de la Expo. La triste realidad, con todo, es que ninguna de ambas líneas pasa por un punto esencial de la cuestión: el de la poca o nula importancia que lectores voraces y escritores de medio pelo tenemos en y para la FIL. Recordemos que la feria se prepara durante un año, y que durante un año se discuten los programas posibles (con sus homenajes y pabellones, con sus pachangas y solemnidades); meditemos después en lo que nueve días representan, escasos, dentro de un año completo. Para los profesionales de la edición, la FIL es como el broche de una extensa cadena; para nosotros, bobos de a pie, la FIL llega siempre de sopetón, por sorpresa. Y ese factor de impremeditación y de sorpresa fomenta mayores desembolsos en un público que sólo busca ponerse al día. En lo que sea, pero al día.

Esto lo platicamos alguna vez con Juan José Doñán: a veces pareciera que la FIL tiene tanto que ver con los lectores de libros como las exposiciones ganaderas con los consumidores de carne. Indirectamente, mucho; directamente, casi nada. Lo cual no impide que a las exposiciones ganaderas vayan curiosos que pagan su boleto sin comprometerse por ello a comprar la menor vaca. Se trata de ver, de oír, de tocar, de no faltar a la cita. En este plan, si la FIL es como la fiesta del vecino, que nos aturde por la noche con ese mismo disco —el más nuevo, el más caro, el más de moda— que apenas la víspera nos había pedido con trabajosos modales, acaso lo mejor sea por lo pronto sumarse a la bullanga y, con las pantuflas puestas, brindar por el próximo cumpleaños.



(Hace nada menos que seis años, el 25 de noviembre de 2002, publiqué "La fiesta de vecino" en Mural. Hoy rescato el artículo por una razón obvia: que ya viene la FIL, y por otra más recóndita: que ya no vivimos en aquel mundo pero, por así decirlo, todavía pensamos que sí. En todo caso, la FIL parece vivir todavía en el mundo remotísimo de hace unos cuantos años.)