10 de diciembre de 2007

Ginés de Pasamonte y el arte del ensayo

a Teresa, que lo ha dicho mejor que yo

Parece un hecho incontrovertible que, al menos entre comentaristas y teóricos rutinarios, desde siempre se ha visto en el ensayo el género de la exposición personal, el autorretrato sincero y la meditación en primera persona. Con todo, si bien la nota liminar de los Ensayos tiene la forma de una despedida (“yo mismo soy el tema de mi libro, y no hay razón, lector, para que emplees tus ocios en materia tan frívola y vana. Adiós, pues”), el adiós que Montaigne pronuncia responde más al propósito de invitar, atraer e incluso seducir que, desde luego, al de disuadir a sus posibles lectores de seguir adelante. Desde una perspectiva histórica, no metafísica, el ensayo nace como género literario gracias a un doble gesto de repudio a la ficción (a la “mentira”) y de aprovechamiento de la misma: diciendo, con significativa falsedad, que no le interesa mostrarse hospitalario con sus lectores, Montaigne les abre las puertas de su libro. De ahí que los mejores ensayistas, al igual que los mejores autobiógrafos, admitan por lo regular —anunciándolo al comienzo de sus obras, como el propio Montaigne o como Rousseau— que no alcanzarán a razonarlo todo, ni a mostrarse del todo como en verdad son, y que sin duda mentirán de cuando en cuando (inofensivamente) por mala memoria o por decencia.

Es posible que, así como suelen clasificarse las religiones entre naturales y reveladas, así también alguien haya dividido ya los géneros literarios entre los naturales o arcaicos (el cuento, la poesía lírica, el teatro) y los revelados o modernos (la novela, el ensayo). En todo caso, lo común es afirmar que ninguna civilización, rudimentaria o avanzada, carece de obras de teatro, cuentos o poemas, mientras que sólo algunas —las presuntamente avanzadas, por supuesto— han conocido el ensayo y la novela. Se trata, como es natural, de una creencia típica del siglo XIX, fundada no tanto en la necesaria interpretación de los comportamientos artísticos de la humanidad como en el prurito ansioso de no asemejarse por ningún motivo a los pobres ni a los enfermos del mundo. Sostener que los novelistas y ensayistas del Renacimiento, y casi nada más que Cervantes y Montaigne por cuenta propia, descubrieron sendos continentes literarios y los patentaron de frente a la modernidad, implica ignorar que una revolución afín a la del Quijote y los Ensayos, pero esta vez en el campo de la poesía, los había ya precedido en las obras y el pensamiento de los trovadores provenzales y de sus primeros discípulos, los poetas florentinos del dolce stil nuovo (y ello sin que se dejara de pensar que la poesía lírica existía desde la noche de los tiempos).

Digo lo anterior —acaso con demasiada rapidez— únicamente para observar que los valores de la individualidad en la expresión, la sinceridad introspectiva en el tratamiento de las emociones y la presentación en primera fila del artista como sujeto de su propia obra no deben considerarse patrimonio exclusivo del ensayo como género ni de los ensayistas como escritores concretos. Y quiero subrayar que hablo aquí de valores, o sea de ideales, no de realizaciones efectivas. Vuelvo a la nota liminar de los Ensayos, donde se hace notorio que a Montaigne no le basta con saberse único en tanto individuo: antes bien, al persistir en el uso del pronombre yo, así como al esforzarse por trascender la naturaleza retórica del , que se refiere a su lector en potencia, el ensayista debe incluso fingir que no se concede a sí mismo el relieve de los temas literarios en verdad importantes y, más aún, que preferiría que su lector cerrara el volumen y se olvidara de quien escribió su contenido. Huelga recordar que, al menos en los diccionarios de uso común, la ficción es definida como “acción y efecto de fingir”, con lo cual habría suficientes razones para leer a Montaigne como si se tratara de un autor de ficciones.

No alego, por supuesto, que Montaigne mienta de forma sistemática ni entiendo siquiera que lo haga en partes decisivas de su gran libro. Me limito a señalar que, llegada la hora de poner en práctica determinadas estrategias de convencimiento, incluso el ensayista debe, por así decirlo, retocar los datos de la realidad, ordenarlos en función de sus propios intereses, realzar algunos, omitir otros, y comprender al cabo que la realidad apenas mencionada será lo que se quiera, menos un mero sinónimo de la experiencia (ni mucho menos de la verdad). Cuestión, ésta que aquí reduzco al género del ensayo, que conduce directamente a la naturaleza —si no es que a la esencia misma— de la novela. Yo sospecho, por ejemplo, que al darle a uno de sus libros el título de La verdad de las mentiras, Mario Vargas Llosa comete un error que no repite Antonio Muñoz Molina cuando, años después, recoge una serie de conferencias y las titula La realidad de la ficción. Suponer que los novelistas (o los dramaturgos, o los poetas) dicen mentiras cuando escriben, y que lo hacen para decir la verdad a fin de cuentas, es abusar de un esquema que de tan simple acaba no significando lo que se pretende. Percibir, en cambio, que de la ficción, o sea del fingimiento (“El poeta es un fingidor…”), se deriva una forma de realidad que, lejos de ocultar al mundo en su complejidad, lo revela y lo explica, es mucho más estimulante.

Traigo a colación ahora un episodio famoso del Quijote. Al aproximarse a la Sierra Morena, en el capítulo 22 de la primera parte, don Quijote y Sancho se topan con aquellos galeotes que más tarde, tras haber sido quién sabe si heroica o sólo violentamente liberados por el Caballero de la Triste Figura, se mostrarán ingratos con su alucinado redentor y lo humillarán a fuerza de pedradas. Antes de su liberación, sin embargo, los galeotes habían accedido a narrar el motivo de sus prisiones al protagonista de la novela, y es en ese contexto donde Cervantes introdujo al formidable Ginés de Pasamonte, “hombre de muy buen parecer, de edad de treinta años, sino que al mirar metía el un ojo en el otro un poco”. Dicho personaje se presenta diciéndole a don Quijote: “sepa que yo soy Ginés de Pasamonte, cuya vida está escrita por estos pulgares”, y al poco tiempo asegura que su vida, es decir: su autobiografía, “trata verdades […] tan lindas y tan donosas que no pueden haber mentiras que se le igualen”. Más aún, cuando se le pregunta si su libro ya está concluido, Ginés responde: “¿Cómo puede estar acabado […] si aún no está acabada mi vida?”

Es cuando menos llamativo que, para Ginés, la buena hechura de su libro sea indisociable de que no esté acabado, pero también de las “verdades” que trata en él y de la belleza y donosura de tales verdades, contra las cuales no hay mentiras que valgan. Verdad, belleza expresiva y belleza moral de la obra inacabada (que, para colmo, es en su caso un relato autobiográfico) son, por lo que puede verse, los componentes del ideal poético de Ginés. En el marco de la obra en proceso por excelencia, el Quijote, que finge ser al principio no más que un rescate o glosa de papeles de archivo y autores arrumbados, y después la traducción en marcha del relato escrito en árabe por Cide Hamete Benengeli, historiador “arábigo y manchego”, es obvio que las virtudes enfatizadas por Ginés en la descripción de su libro en cierta forma son también lo que Cervantes mismo, así fuera irónicamente, juzgaría signos o pruebas de calidad estética. Irónicamente, digo, porque las presumibles aspiraciones literarias de Ginés podrían tal vez corresponderse con las del novelista o, por el contrario, ser su reflejo invertido: con tal de censurar el hábito de leer novelas de caballería, Cervantes escribió la mejor de todas, y con tal de reprobar la mentira fingió estar narrando la verdad, y con tal de criticar determinado concepto de obra hizo como si la suya careciera de límites precisos y pudiera extenderse más allá de toda proporción razonable. Así, cuando Ginés enaltece la verdad —y está claro que se trata de un ladrón embustero—, Cervantes puede lo mismo estar suscribiendo su elogio que ridiculizándolo. Y cuando Ginés, con absoluta certidumbre, mide la belleza de sus verdades con la vara de las mentiras que acaso pudieran competir con ellas, aunque sin éxito, Cervantes arroja quizás un mínimo de suspicacia y duda sobre las presuntas “verdades” que pudiera contar un pillo y, sin abandonar el sitio que se ha reservado en la sombra, se pregunta si no vale más fingir dentro de la fábula en beneficio de una posterior verdad —una verdad última o revelada, se diría— en lugar de vanagloriarse con verdades apenas aparentes y al final resultar un impostor.

Porque, después de todo, Ginés resulta en efecto un impostor. Ya en la segunda parte, habiéndosele achacado el misterioso robo del asno de Sancho, Ginés reaparece bajo el disfraz de maese Pedro y, sin que ninguno de los personajes llegue a reconocerlo en su verdadera identidad, impresiona con dolo a don Quijote haciéndole creer que su mono amaestrado es capaz de adivinar los acontecimientos pasados y presentes de las vidas del caballero y de su acompañante. Lo cierto es que maese Pedro no hace más que aprovechar los conocimientos adquiridos bajo su auténtica personalidad (la de Ginés) manipulándolos a cubierto de su nueva y falsa caracterización. En síntesis, Ginés oculta que sabe la verdad a propósito del Quijote y alimenta con ello la ficción encarnada en maese Pedro, presunto adivino. Su castigo, para decirlo de alguna manera, le llegará poco después, cuando represente con marionetas la historia de Melisendra y Gaiferos y termine sufriendo las consecuencias de narrar semejantes ficciones en presencia de don Quijote, quien destruirá las figurillas con todo y escenario, anteponiendo su vocación de caballero al más elemental sentido de la realidad. En efecto, si Melisendra y Gaiferos (así sea en forma de marionetas) corren peligro de ser atrapados y maltratados por el rey moro de Zaragoza, don Quijote debe cumplir con su obligación de protegerlos. Por lo demás, habiendo antes caído en las trampas del presunto mono adivino, el de la Triste Figura tiene una coartada para desconfiar de las apariencias, creer incluso en lo inverosímil y, por muy desequilibrado que parezca, conducirse al interior de la ficción como si se tratara de la más firme realidad: “a mí me pareció todo lo que aquí ha pasado que pasaba al pie de la letra”, dirá ya más apaciguado.

Yo entiendo el arte del ensayo dentro de las coordenadas que, sin proponérselo, Ginés de Pasamonte va marcando con sus acciones. Defensor en principio de las formas autobiográficas por encima de las novelescas, y convencido por ello mismo de su propia veracidad, Ginés acaba disfrazándose de titiritero, esto es: de narrador, y echa mano de lo verdadero al representar hechos ficticios. En cierta forma, el mono parlante de Ginés puede compararse con los personajes de los novelistas, que saben hacer como que hablan para que su adiestrador ponga en ellos las palabras, los conocimientos y las intuiciones que ha ido atesorando con la experiencia. Siglos antes de que las editoriales y los publicistas del orbe anglosajón dividieran los libros entre los que son de fiction y los que son de non fiction, ya Miguel de Cervantes había criticado ese presunto divorcio. Y es que la introspección, así como el discernimiento, la inducción y la deducción, la demostración, la observación del mundo hasta en sus menores detalles (o empezando por ellos) y, en suma, las características que rutinariamente se atribuyen al arte del ensayo, como si nada más al ensayo pudieran corresponder, en el fondo son características también de la buena ficción y de la buena poesía, géneros que a su vez no aceptan definirse con arreglo a la supuesta separación entre lo acontecido y lo imaginario, lo verdadero y lo falso, lo real y lo irreal.

Al disuadir a sus lectores de leer su libro, Montaigne les guiña en realidad un ojo. Los instrumentos de la ficción comienzan entonces a colaborar sin remordimientos en el examen de la verdad.



("Ginés de Pasamonte y el arte del ensayo" se publicó en la revista Luna Zeta, núm. 21, diciembre de 2005-enero de 2006. Lo publico ahora en mi blog porque apenas la semana pasada recibí ejemplares de la revista mencionada. Más vale tarde... Este post, además, viene a ser el número 100 del blog, que debe andar en su cuarto año de vida. La ilustración es obra del pintor español Eleazar.)