18 de julio de 2005

¿A qué se arriesgan las poéticas de riesgo?

para Daniel Téllez


Es hábito común de nuestros días —por lo menos en México y, todavía mejor, en ciertos medios literarios— ensalzar o denostar las denominadas poéticas de riesgo. Yo soy de la opinión que las ideas y prácticas estéticas de la modernidad consienten que se hable de los riesgos, no así de las poéticas. No, por lo menos, en el sentido voraz, programático y a fin de cuentas pandillero del poeta que, ante la vergüenza o pudor de proclamarse a sí mismo, proclama su poética: voraz, porque todo poeta que manifiesta su poética no hace más que salivar ante un bocado que no conseguirá tragarse, por mucho que lo intente; programático, porque la triste acepción en boga de la palabra poética encubre apenas la noción de programa, y es un hecho que ninguno de los mayores textos líricos de nuestra era debe su calidad al programa o convicción o presupuesto ideológico que lo haya respaldado; pandillero, en fin, porque las poéticas, en la práctica, no tienen tanta cabida en el espacio de las argumentaciones literarias como en el de las banderas, camisetas y pequeños uniformes (con sus correspondientes rivalidades y enemistades) de la llamada república de las letras, y esto porque sirven para trazar con énfasis aquellas fronteras, afinidades y repudios que los poemas no añoran establecer por cuenta propia.

Sin embargo, lo que intento con estos párrafos no es presentar únicamente mi opinión —que podrá ser ignorada o rebatida o respaldada por quien así lo decida— sino reflexionar acerca de las ya mencionadas poéticas de riesgo y, con tal de no incurrir en vaguedades, acerca de la poesía experimental y de los usos y abusos conceptuales que han podido conducir a la unión del sustantivo poesía con el adjetivo experimental. No equiparo las poéticas de riesgo, sean lo que sean, con la poesía experimental; entiendo que no todas las poéticas de riesgo ponen a la obra métodos o maneras experimentales de composición; conjeturo, por último, que la poesía experimental es una de tantas poéticas de riesgo. Creo que al exponerme a que me desmientan desde un principio estoy incurriendo yo mismo en un riesgo que me aparta de toda sospecha: no avalo ni rechazo a priori tales poéticas, como no aplaudo ni repruebo por adelantado a los poetas que las encarnan o promueven.

Para empezar, admito que nunca he llegado a saber, cuando se habla de poesía experimental, de qué se habla en la práctica. ¿Se trata de poemas compuestos, por así decirlo, en laboratorios? ¿Se trata, sin más, de poesía no convencional, aventurera y aventurada? ¿Se trata de poesía “nueva”, esto es: de avanzada o vanguardia? ¿Se trata de poesía compuesta en la estela o eco del simbolismo, el futurismo, el surrealismo, el ultraísmo, la poesía caligráfica, la poesía concreta, la poesía sonora o el objetivismo, esto es: tras la huella de las vanguardias históricas europeas, estadounidenses o latinoamericanas? Dejo por ahora estas preguntas en su mera formulación.

Alguna vez leí que Marcel Proust, cuando apenas trataba de plantearse y dejar sentadas las bases de lo que sería con los años la Recherche, declaró más o menos lo siguiente (cito, pues, de memoria): “Intento hacer una demostración; cuál será el género literario que me servirá para conseguirlo es algo que todavía no se me revela”. Creo que la declaración de Proust basta para explicar a qué hago referencia cuando pregunto si la poesía experimental es una especie de literatura de laboratorio: literatura demostrativa, no apoyada en el tradicional deber impuesto al escritor de “cantar” o de “contar una historia”, sino en las intuiciones previas del artista y en la obligación consigo mismo de mostrar y demostrar —mostrándoselo y demostrándoselo— a dónde llevan dichas intuiciones y por qué la visión del mundo que las fundamenta es preferible a otras eventuales cosmovisiones.

Desde luego, el propósito así descrito de Proust lo desmarca de otros muchos escritores no sólo de su época, sino de cualquier época: lo distingue, sin ir demasiado lejos, de novelistas en la línea de Forster, partidarios de ajustarse —o de fingir, casi siempre a posteriori, que se ajustan— a códigos, decálogos y demás regulaciones deontológicas encaminadas a garantizar que las novelas no sean otra cosa que novelas y, por extensión, que los poemas no sean otra cosa que poemas, los cuentos no sean otra cosa que cuentos y las recetas de cocina sean eso, recetas de cocina. Pero no es tanto en la intención o propósito de Proust donde se hallan elementos para sostener que la Recherche, después de todo, es una novela (y una de las mayores jamás escritas); no es tanto ahí, digo, como en la recepción de su obra y, en general, en la percepción de sus lectores, quienes por fuerza deben comparar la obra innovadora —para entender mejor sus alcances— con obras anteriores que se le parezcan o la prefiguren, de tal suerte que la novela de Proust acaba siendo eso, una novela, por mucho que supere a las novelas previas de su tradición.

En la concepción esquemática y pobre que yo —no sufro al admitirlo— puedo tener del trabajo científico de laboratorio, la restricción de las normas y la introducción de variables, esto es: la observancia de los protocolos de investigación y la calculada modificación de los factores que vertebran los experimentos, amén de la repetición obligatoria de los procesos en que haya consistido la operación y la corroboración del resultado, son componentes fundamentales. No es difícil mostrar, dado lo anterior, que la poesía experimental puede ser cualquier cosa excepto poesía de laboratorio, y que si acaso pudiera calificarse de “aventurera y aventurada” (como en la segunda de mis preguntas) estaría precisamente ajustándose a procedimientos contrarios a los de la investigación científica. En efecto, el procedimiento científico puede contener un punto de aventura en la formulación de las hipótesis pero no en la ejecución y ratificación de las pruebas. La sospecha o intuición primordial de Proust, con ello, puede asemejarse a las hipótesis todavía sin demostrar de una investigación científica, pero la demostración del escritor —nada más por el hecho de ser, en sentido estricto, irrepetible— no es afín a los experimentos de la química, la física o la biología. En todo caso, valdría la pena sospechar que un poema, lejos de ser la investigación de un fenómeno y más lejos aún de parecerse a la ratificación de un protocolo exitoso, es algo así como la formulación de una hipótesis indemostrable y autosuficiente al mismo tiempo, una pregunta que no exige ser contestada porque las formas en que ha sido dicha le bastan para conocerse y asumirse como pregunta, no como simple aspiración a una respuesta satisfactoria.

¿Se habla de poesía experimental para no tener que decirle poesía revolucionaria o poesía innovadora? La expresión “poesía experimental”, ese sustantivo junto a ese adjetivo, ¿es nada más un sinónimo de “poesía de vanguardia”? Hoy en día es un hecho que tanto la teoría de la literatura como la propia literatura se han valido muchas veces de un lenguaje con sonoridades técnicas o científicas (en el imaginario no especializado, como en la lucha libre, lo científico es apenas el nombre opulento de lo técnico) al ir en busca de novedad y, sobre todo, de credibilidad. El adjetivo experimental, en este sentido, es una huella, un rastro inocente: la marca de un propósito innovador que, al intentar separarse de ciertos repertorios verbales despreciados, ha desembocado a la larga en un mero voluntarismo pseudocientífico, es decir: en un anhelo de renovación teñido de cientificismo a distancia.

No es menos contradictoria la situación de las vanguardias históricas, esto es: de los movimientos literarios que históricamente se llamaron vanguardias. En cierta forma, el adjetivo históricas niega el peso del sustantivo vanguardias, dado que subrayar la condición que una circunstancia o un acontecimiento tienen de históricos implica subrayar también que, si no forman ya parte del pasado, en todo caso lo harán de un momento a otro. Por esta razón, la llamada poesía experimental debe apostar (si aspira de verdad a ser consciente de sí misma) por una de dos posibilidades: o bien es poesía de ruptura y de avanzada, o bien es poesía compuesta en la tradición de las vanguardias históricas, esto es: poesía tradicional stricto sensu. Hoy por hoy, me parece imposible —no lo escondo— lograr que ambas posibilidades congenien.

Importantes poemas latinoamericanos de las últimas décadas —pienso en Carroña última forma de Leónidas Lamborghini, en Galaxias de Haroldo de Campos, en Purgatorio de Raúl Zurita— se dejarían leer no sé si perfecta o superficialmente como piezas de poesía experimental. Perfecta o superficialmente, digo, porque al tiempo que son obras de incuestionable afán renovador, atentas al vacío que van abriéndose delante por energía y esfuerzo propios, también son obras convencionales, así sea en proporciones microscópicas. Y es obvio que apegarse a determinadas convenciones mitiga en dichos poemas la dimensión experimental, entendida esta última como apuesta por la innovación y la búsqueda. No es imposible ni es inútil postular vínculos entre César Vallejo y Lamborghini, por ejemplo. Tampoco estaría de más leer en paralelo Galaxias (1984) y un libro muy anterior: Never ever (1935), de Salvador Novo. La irrupción de Zurita en el universo poético de lengua española bien se podría leer dentro de un contexto en el que habían ya “sucedido” libros como Así se fundó Carnaby Street (1970), de Leopoldo Maria Panero, y Mortaja (1970), de José-Miguel Ullán.

En síntesis, creo que al hablar de poesía experimental no está de más recordar que la palabra experimental no debe pesar en la expresión más que la palabra poesía. Decidir, pues, que un texto dado es obra de poesía experimental implica ver en él cualidades de poema. Y ver en un texto cualidades de poema es lo mismo que verlo dentro de una tradición y, por lo tanto, reconocer en él ciertos parecidos —notorios o minúsculos— con algunos de los poemas que lo han precedido. Es en esta medida como incluso el más revolucionario de los poemas tiene componentes de normalidad o, si se prefiere, un lado convencional, un borde que le impide hacerse definitivamente inasible.

De suponer en verdad algún riesgo, las poéticas o declaraciones de fe más bien arrogantes que uno debe llamar neovanguardistas o postvanguardistas o transmodernas o transvanguardistas, dependiendo del humor de sus teóricos, deberían ser capaces de mostrar qué riesgos corren quienes las representan y publicitan. Suele ocurrir, sin embargo, que la existencia y razón de ser de tales poéticas aparezca, en antologías y ensayos de teoría, como una evidencia incuestionable que ya no hace falta demostrar o como un hecho del que toda persona con sentido común puede rendir testimonio. Pero es difícil tolerar que los datos del sentido común, que son eso: informaciones comunes, legitimen algo que de suyo aspira no a ser común, sino peculiar. Ese “algo” es el presunto riesgo de las poéticas así apellidadas: de riesgo. Con lo que resulta que, si algún riesgo corren las poéticas de riesgo (y, entre todas ellas, la poesía experimental), ese riesgo es el de no distinguirse ni descollar entre la odiada masa de las poéticas que no han corrido nunca riesgo alguno.



("¿A qué se arriesgan las poéticas de riesgo?" acaba de ser publicado en el número de julio-agosto de la revista virtual México Volitivo. El señor de la foto, por otro lado, es el poeta y narrador argentino Leónidas Lamborghini.)

11 de julio de 2005

¿Quién dijo crítica?

Si escribir poesía en los tiempos que corren es algo impopular y anacrónico, escribir crítica de poesía es incurrir de lleno en la extravagancia y el despropósito. Yo casi diría que hacer crítica en general, y no sólo crítica de poesía, es atentar contra la normalidad psicológica motu proprio en el mejor de los casos y blasfemar contra el Universo en el peor de todos ellos. Etimológicamente, criticar algo es ponerlo en crisis. Analizar un texto, por otro lado, es despedazarlo, desmenuzarlo, disolverlo. Analizar y criticar, dado lo anterior, son comportamientos antisociales, ya que no hay manera de separar sus respectivas esencias de la disgregación y el desorden que les resultan intrínsecos. El que analiza y critica lo hace porque sospecha que tras el acomodo “natural” de los versos, las frases, las estrofas, los párrafos, los poemas, los cuentos, las novelas o los ensayos que ha leído se oculta una significación mucho más amplia que la significación revelada en su primera lectura. Ejercer el arte de la crítica literaria, en efecto, es desordenar y disgregar los elementos de un texto (desordenar y disgregar el texto mismo, en suma) para congregarlos y ordenarlos después, volviéndolos objeto y razón de ser de un segundo texto que deberá exponerlos y juzgarlos. Dicho “segundo texto” es el texto crítico, desde luego.

Ahora bien, ¿cómo defender el ejercicio de la crítica sabiendo que se trata de una disciplina más bien destructiva (o desestabilizadora, en todo caso)? Recuérdese que la palabra Satán quiere decir Adversario. Obsérvese después que, si bien el crítico respeta en principio el orden y fijeza original de los textos literarios, no tarda nada en desconfiar de tales fijeza y orden y procede por consiguiente a interrogarlos y desmontarlos, esto es: a interrogarlos desmontándolos y a desmontarlos interrogándolos. Razónese, por último, que desmontar pieza por pieza un texto cuya escritura lo había conducido precisamente a un orden es tanto como desarmar un aparato de radio en busca de las personas cuyas voces pueden oírse al encenderlo. Y el que desarma el radio es, a primera vista, su enemigo. Con lo cual, desintegrar un texto literario en busca de sus más altos y más profundos contenidos es, también a primera vista, obrar en perjuicio del texto en cuestión y delatarse como enemigo suyo. Desintegrar un texto literario es actuar como el temido Satán, y defender una especie de crítica disolvente que sólo exista como destrucción de las obras criticadas vale tanto como ser el famoso abogado del Diablo.

Creo que nadie negaría que desarmar a tontas y a locas un aparato de radio es ir en contra de su naturaleza y, por lo tanto, en contra de las funciones que dicho aparato debe cumplir en la mayoría de los casos. Por el contrario, desarmarlo para entender mejor su funcionamiento es una forma de honrarlo. Estudiar bien un texto literario, criticarlo bien, es a fin de cuentas devolverlo a su forma original habiéndolo estimulado por dentro, es decir: habiéndolo despertado sin otro expediente que fomentar la operación de cada una de sus glándulas interiores. He aquí el punto en que se vuelve meritorio defender a la crítica literaria: el que desarma un radio es, a primera vista, enemigo del aparato y de su funcionamiento. Pero sólo a primera vista. El que desarma un radio para entenderlo sabe que no está desactivando el arquetipo: sabe que no está poniendo en riesgo los demás radios ni el oficio de quienes los fabrican, y que si al término de sus pesquisas no ha conseguido armar de nuevo el aparato, alguien con más experiencia lo podrá guiar en un segundo esfuerzo por devolver el receptor a su armonía perdida. El que analiza y el que desarma, como el que duda y el que critica, son héroes modestos de la curiosidad y el deseo de saber: héroes con escasísimas probabilidades de ser aplaudidos como tales.

Para ciertas gentes, hablar de crítica literaria es referirse a una de las muchas formas del periodismo, cuando no de la publicidad. Yo no soy enemigo de la publicidad y es obvio que tampoco lo soy del periodismo. Pero la crítica literaria, que no se reduce a la investigación académica especializada, tampoco debe limitarse a la producción de reseñas en serie ni al voceo de novedades editoriales. Si la crítica tiene algún futuro, lo tiene —como todas las artes— más allá de las modas y los aspavientos.



("¿Quién dijo crítica?" se publicó el 2 de julio pasado en Mural. Por otro lado, la ilustración de la que me sirvo aquí es un cuadro de Emanuela Ligal titulado "Crítico de arte".)