27 de mayo de 2005

Árbol

En octubre de 1997, Alfaguara publicó un libro que ya desde su cubierta resultaba excepcional, cuando no decididamente anómalo. Del autor, singular o plural, no se declaraba el nombre. Su título reproducía el de aquella narración que Cervantes no llegó a terminar, pero que sí anunció al final de su vida: Las semanas del jardín. Los derechos de autor, así como los créditos de la portada y la portadilla, eran propiedad colectiva de “un círculo de lectores” que tuvo la ocurrencia de inventar a un novelista que, de forma literal, daría la cara por todos y cada uno de sus miembros.

La cubierta de Las semanas del jardín, en efecto, presenta la imagen fotográfica de una cigüeña en primer plano y, un poco atrás, acuclillado en la sombra, un personaje —la denominación es justa y no debe suponer denigración alguna— que muchos lectores habrán identificado con Juan Goytisolo. El texto de la primera solapa, dando apenas la vuelta, es (con ligerísimas variantes) el del penúltimo capítulo de la novela, de admitirse que se trata de una novela. El relato de Las semanas del jardín, variado y fragmentario, da cuenta de una búsqueda y una reconstrucción: los veintiocho narradores y lectores del “círculo” andan en pos de un poeta desaparecido, acaso quimérico, del que se tienen sólo unas cuantas informaciones que parecen más bien rumores. La solapa de la novela, por su parte, implica otra invención, o la invención de otra persona, pero deja entender aquel mismo procedimiento multiforme:
El Círculo de Lectores del Poeta, antes de dispersarse, inventó un autor. Después de prolongadas discusiones en las que sus miembros lucieron vastos conocimientos etimológicos, históricos y lingüísticos, forjaron un apellido ibero-eusquera un tanto estrambótico, Goitisolo, Goitizolo, Goytisolo —finalmente se impuso el último—, le antepusieron un Juan —¿Lanas, Sin Tierra, Bautista, Evangelista?—, le concedieron fecha y lugar de nacimiento —1931, año de la República, y Barcelona, la ciudad elegida por sorteo—, escribieron una biografía apócrifa y le achacaron la autoría —¿o fechoría?— de una treintena de libros. En el momento de la despedida, cuando estaban ya hartos de la ficción de aquellas semanas en el jardín y suspiraban por volver a sus hogares y familias, le compusieron un rostro con distintas imágenes en un astuto montaje en sobreimpresión y lo pegaron, para rizar el rizo, como un monigote, en esta solapa.

Ya se ve que los datos, aunque sucintos, repiten o reorganizan los de cualquier solapa editorial. Trasladarlos al espacio de la ficción, con todo, es tanto como transformarlos o imaginarlos enteramente. Un simple Juan puede ser muchos: el Bautista o Juan Lanas. Un apellido, Goytisolo, es —por así decirlo— desestabilizado por el solo contacto de sus posibilidades ortográficas o etimológicas: Goitisolo, Goitizolo… Una fecha natal es también un símbolo (en 1931 fue constituida la Segunda República española) y el nombre de una ciudad lo es de modo complementario (la derrota de Barcelona en 1939 significó el término de la Guerra Civil, colapso de aquel florecimiento republicano).

La biografía “verdadera” del “auténtico” Juan Goytisolo es la misma de su gemelo novelesco y es quizá diferente. Nacido en Barcelona en 1931, Juan Goytisolo es autor de “una treintena de libros”, algunos de los cuales figuran —muchas veces contra la voluntad arcaica y miserable de críticos y profesores— entre los mejores de una literatura y, mejor aún, de una lengua: la castellana. Se trata, para decirlo en pocas líneas, de libros ora críticos, ora narrativos, ora críticos y narrativos a un tiempo. Las novelas que Juan Goytisolo ha escrito desde 1970, pasada una primera época de vocación realista y literariamente convencional, son ejercicios de relectura penetrante (de Góngora en Reivindicación del conde don Julián, del Arcipreste de Hita en Makbara, de San Juan de la Cruz y la mística sufí en Las virtudes del pájaro solitario y siempre de Cervantes) y amalgamas de humor, introspección e investigación verbal. Sus textos autobiográficos, Coto vedado y En los reinos de taifa, combinan de modo apasionante la genealogía, la formación artística, la experiencia familiar y las diferentes condiciones de una perspectiva sexual, política y estética disidente. Por último, sus libros de artículos y conferencias, de crónicas y ensayos, documentan la imagen de un lector, un polemista y un viajero infatigable, preciso, agresivo y original.

Entre novelas, textos autobiográficos, editoriales políticos, crónicas de viaje y ensayos literarios, la obra de Goytisolo se ramifica y se hace una: se ramifica en dirección ascendente, al diversificarse, y se hace una en dirección descendente, al provenir toda de una misma raíz honda y provechosa. Existe un libro de 1995 al que Goytisolo tituló El bosque de las letras; se trata de un compendio de artículos y ensayos en cuya introducción el autor formuló con acierto la metáfora de la literatura como árbol. Conviene releer algunos de aquellos renglones:
El escritor aferrado al valor de la palabra, consciente de ser una rama, prolongación o injerto del árbol de la literatura, debe defender con uñas y dientes el derecho inalienable de la escritura a ser escritura. La busca del tronco y las raíces del árbol —de lo que el poeta José Ángel Valente denomina palabras sustanciales— es un combate de supervivencia: como el de esas plantas del desierto cuyos rizomas saben abrirse paso en el suelo ingrato en el que las superficiales mueren hasta calar en las zonas más hondas y dar con la veta que las alimenta. En medio de la brevedad ruidosa y existencia efímera de la producción editorial de consumo instantáneo, el escritor fiel al árbol aceptará con modestia, pero también con orgullo, el reto de la dificultad e incluso del hermetismo como una opción personal de resistencia.

Aferrarse, tomar conciencia, defender, buscar, combatir, abrirse paso en un suelo inhóspito, calar, aceptar el reto de la dificultad, resistir: ¿aptitudes del árbol y sus ramas o deberes del escritor y su trabajo? En la concepción particular de Goytisolo, el escritor debe comprenderse a sí mismo como una de las tantas ramas de un árbol —el árbol de la literatura como tradición viva— que sólo podrá robustecerse, florecer y dar frutos en la medida que renueve y ahonde sus vínculos con la raíz que lo sostiene y con el aire y la luz que lo rodean. La misión de la rama, entonces, consistirá en recoger a través de sus hojas los componentes químicos del entorno (componentes que pueden ser, como el bióxido de carbono, perjudiciales e incluso mortíferos para otras especies) y en devolverlos, ya transformados, al medio ambiente. Así, el escritor absorberá las palabras, los lenguajes, los discursos del mundo, y se los restituirá luego, tras un arduo proceso, con modificaciones y mejoras.

Eso no es todo, sin embargo. También la rama es un canal para la transmisión de la savia, es decir: una vertiente del tronco en la distribución del agua y de los minerales. La rama es mucho más que una derivación del tronco, y es imprescindible —cuando es fuerte, cuando no está seca— en los delicados procesos biológicos del vegetal. Aquí es donde la metáfora del árbol entra en conflicto: mientras los árboles nunca repudian a sus ramas vivas, ciertos medios culturales parecen decididos a erradicar la obra de algunos escritores o detener su implantación. El medio cultural, sin embargo, no es la literatura en sí misma, la literatura como árbol, y cuando una sociedad ignora o niega las obras de su literatura está igualmente negando el árbol al que pertenecen.

Las malas relaciones de la España más conservadora con los árboles —relaciones agrícolas, no metafóricas— tienen su historia larga y triste. Juan Goytisolo no ha sido insensible a este fenómeno y, acaso sin darse cuenta, le ha dado una dimensión simbólica muy elocuente. Por ejemplo, en Campos de Níjar (en pleno franquismo, pues, y en la región más deprimida de la Península en aquel tiempo) narra lo siguiente:
Cruzamos una serranía desierta. La carretera serpentea a trechos, pero está bien peraltada. En mitad de la paramera, los muros derruidos de una casucha recogen —y es un aldabonazo en todas las conciencias— la dramática invocación del paisaje: MÁS ÁRBOLES, MÁS AGUA. Consigna, asimismo, del Instituto Nacional de Colonización, la veré escrita, a lo largo de trochas y caminos, en pajares, casas, barracones y balates. Los árboles que atraerán la lluvia necesitan, para crecer, el concurso del agua. En Almería no hay arbolado porque no llueve y no llueve porque no hay arbolado. Sólo el esfuerzo tenaz de ingenieros y técnicos y la generosa aportación de capitales podrán romper un día el círculo vicioso y ofrendar a esa tierra desmerecida un futuro con agua y con árboles.

Después, hacia el final de La Chanca, prácticamente al concluir el relato de una discusión tabernaria sobre política, sobre la situación de aquel barrio de Almería y sobre la situación de toda España, Goytisolo refiere que uno de sus interlocutores —Luciano— repite nomás que faltan árboles: “Faltan árboles, ¿oís? Faltan árboles…”

Campos de Níjar lleva fecha de 1959; La Chanca, de 1962. Pocos años después, en 1969, Goytisolo dedicó un párrafo más al asunto de los árboles en su país en España y los españoles:
En realidad, el amor de Unamuno por las planicies desnudas de Castilla responde a una vieja tradición peninsular. Los ilustrados habían advertido ya la hostilidad hereditaria de los campesinos españoles hacia el árbol. En su Viaje por la Península, publicado en 1787, Antonio Ponz escribe: “Es increíble la aversión que hay en las más partes de España al cultivo de los árboles”. Desdevises du Dézert refiere el caso del corregidor de un pueblo que, deseando plantar arboledas, tropezó con la tenaz oposición de sus paisanos, quienes argüían que “los árboles atraen la humedad y empañan la pureza del aire”. […] De este modo, se comprende que los inmensos bosques a que hacen referencia los historiadores antiguos fueran talados unos tras otros, sin que nadie elevara la voz para protestar. Jovellanos, como siempre, se había esforzado en combatir la ignorancia de sus compatriotas, y en sus Diarios se lamentaba a cada paso de la falta de arbolado y describía minuciosamente el aún existente en las comarcas más ricas para subrayar su decisiva influencia en la pobreza o prosperidad de un país. Pero el resultado, según confesión propia, era negativo: “Años ha que está ofrecido medio real por cada árbol plantado, y años que no parece un alma a cobrar un real”.

En síntesis, la relación que Goytisolo metafóricamente plantea entre las letras y el bosque, la literatura y los árboles, los escritores y las ramas y las obras y los frutos, por un lado, y los conflictos reales entre cierta mentalidad española y la mera existencia de los árboles, por otro lado, esclarecen —por una especie de triangulación semántica— el vínculo difícil entre Goytisolo y los guardianes conservadores de una tradición literaria de la cual se ha intentado marginar al novelista y crítico barcelonés. Pero el jardín que Goytisolo reconoce como propio, el que figura en el título de Las semanas del jardín, es un huerto de árboles frutales vigorosos pero no aislados, autónomos a la vez que interdependientes. Dicho jardín, bosque o huerto es una versión alternativa de la tradición artística española y mundial y en él conviven especies de variados follajes y frutos ora dulces, ora muy ácidos y agresivos, pero aferradas todas ellas —con saludables raíces— en un mismo suelo feraz y consistente.



("Árbol" es el primer artículo de La migración interior. Abecedario de Juan Goytisolo, libro mío al que un jurado compuesto por Hernán Lara Zavala, Evodio Escalante y Alejandro Toledo le acaba de otorgar el Premio Nacional de Ensayo Joven "José Vasconcelos" 2005, patrocinado por la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca y el Programa Cultural Tierra Adentro.)

4 de mayo de 2005

Historia, historias

Como la historia de una civilización, como la historia de una sociedad, la historia de una literatura siempre, por fuerza, será una doble historia. Narrar la historia de un país, de un arte, de una era —o, por qué no, la historia de un arte preciso durante cierta era en un país determinado— equivale, técnicamente hablando, a elaborar por una parte una crónica o relato de los fenómenos y hechos que se juzguen significativos e influyentes y, por otra parte, a proyectar esa crónica sobre un modelo ideal que la estructure y justifique. La historia no es una fuerza de la naturaleza cuyas presuntas leyes operarían incluso al margen de la voluntad humana, como todavía piensan los materialistas de la vieja guardia. No es tampoco un mero ejercicio de selección de acontecimientos y montaje cinematográfico de secuencias, como han dado a entender algunos teóricos de última hora. La historia es ambas cosas: el acontecimiento y su impacto en la conciencia, o al revés: la conciencia y el poder que tiene de “atraer” a los hechos y reconocer en ellos algún valor, enfatizándolo.

Hace apenas tres años, José Olivio Jiménez y Carlos Javier Morales publicaron un valioso libro titulado Antonio Machado en la poesía española. En mi opinión, el subtítulo del estudio (La evolución interna de la poesía española, 1939-2000) deja presentir ya el porqué de su importancia. Lo que se propusieron Jiménez y Morales fue contar la historia de la poesía española contemporánea, tomar el fin de la Guerra Civil como punto de partida, enderezar la exposición a partir de un solo indicio (la presencia de Antonio Machado, su obra y su ejemplo, en el trabajo de los poetas que vinieron tras él) y hacer magistralmente como si el resultado no fuera “una historia” de la poesía española contemporánea, sino apenas una específica y modesta contribución al estudio general de la materia. Con todo, lo cierto es que dichos hispanistas consiguieron escribir más que una buena historia de la poesía española: escribieron, a mi ver, el mejor de cuantos libros de historia literaria se hayan publicado en los últimos años, y ello porque lograron valerse de una triple limitante (la del área de conocimiento, la de la época y la del tema concreto del estudio) para ganar en congruencia lo que sacrificaban en extensión o, si se prefiere, para ganar en carácter y dinamismo lo que sacrificaban en impersonalidad e indiferenciación.

Tal vez la “evolución interna” de la poesía mexicana, tema interesante por distintos motivos, podría entenderse mejor si en la crónica o narración de su historia se le diera sitio a factores tan aparentemente microscópicos y especializados como el que Jiménez y Morales privilegiaron en su libro. Puede ser que la palabra “evolución” tenga demasiadas resonancias de mejora y progreso darwiniano; más valdrá, entonces, hablar no tanto de la evolución interna de una literatura como de su movimiento interno, si no es que de su movilidad. En todo caso, lo que se lograría es actualizar (o sea desinhibir) el acercamiento historiográfico a las obras y las épocas literarias, acercamiento que muchos consideran ya inoperante y desfasado en sus formas actuales, ajustándolo a su verdadero campo de interés: no el territorio de las obras en su intimidad, aisladas de su entorno, sino el espacio en que las obras tienden a relacionarse con sus lectores, con sus críticos, con quienes no habrán de leerlas nunca y, desde luego, con sus propios autores, es decir: con la suma de las experiencias que los autores han puesto a girar en la órbita de sus propias obras.

La historia de la poesía mexicana se podría narrar entonces de varias formas. Hay quienes creen que todavía es posible contarla desde la castidad más elevada, como si se tratara de poemas compuestos y publicados en Saturno, remitiéndose —o fingiendo hacerlo— a las puras pruebas estéticas. Hay quienes prefieren la nota de sociales o, cuando es mucha su audacia crítica, la nota roja. Como es evidente, detrás de ambas prácticas hay otras tantas creencias: que se puede comprender un poema comprendiendo solamente las palabras que lo componen, por un lado, y que se puede hacer abstracción de los textos para centrarse a gusto en la vida y miseria de los poetas, por el otro. Yo pienso que todavía es posible narrar la historia de la poesía mexicana poniendo por delante la crónica de sus poemas y poetas, desde luego, pero también escribiendo la de sus traducciones, la de sus revistas, la de sus editoriales, la de sus antologías, la de sus polémicas, la de sus premios.



("Historia, historias" fue publicado en Mural el domingo 1º de mayo.)