17 de junio de 2011

Tario a pique

Pese al hecho de abundar en amores y en oficios, la vida de Francisco Peláez no ha conseguido eludir la austeridad de los resúmenes. Nacido en 1911, Peláez fue portero titular del club Asturias, pianista, viajero, astrónomo aficionado, propietario de un cine y —esto lo repetimos únicamente de oídas— místico del naturismo. Siendo muy joven, quizá entre los veinticinco y los veintinueve años de su edad, Peláez redactó (a la sombra de Dostoievski) una larga novela: Los Vernovov, que arrojó al fuego apenas hubo corregido la página final.


Se dice que Peláez cambió su nombre por el de Tario, o acaso llegó a ser él, que publicó La noche, su primer libro, en 1943. A diferencia de la biografía de Peláez, su gemelo antagónico, el expediente de Tario no cuenta escenas “vitales”. Con todo, una y otro suelen confundirse ante los ojos de la crítica: Tario es Peláez, y viceversa. Dispersa o agrupada en once libros —dos de los cuales fueron impresos muchos años después de la muerte de su autor—, la obra de Tario es festejada y codiciada a un tiempo. Festejada por el chispeante o melancólico, variable humor de su prosa magnífica; codiciada por su escasez, por su lejanía editorial. Peláez: la exuberancia; Tario: el ocultamiento.

En 1951 apareció un libro de difícil clasificación (y extrañamente difícil de conseguir, para los lectores de hoy, si pensamos en los siete mil ejemplares de su primer tiro). Su título: Acapulco en el sueño. Fotografías de Lola Álvarez Bravo hacían el par a textos —diálogos, meditaciones, aforismos, relatos, poemas, transcripciones, falsificaciones— de Francisco Tario. Una serigrafía de Carlos Mérida cubría su portada. Fotografías de Lola Álvarez Bravo que alguna vez tuvieron por modelo al propio Tario. En el Sexto Curso Nacional de Literatura, celebrado en la ciudad de Guanajuato del 27 de noviembre al 1º de diciembre de 1995 y dirigido por el poeta David Huerta, cierto escritor de Guadalajara evocó la historia de una de aquellas fotografías. Yo reproduzco el testimonio que el pintor Sergio Peláez, hijo simultáneo de Francisco Tario y de Francisco Peláez, rindió a Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo hacia 1989. Para el caso es lo mismo:

Estábamos mi hermano Julio y yo en la casa de la calle de Etla en la ciudad de México, y de pronto llegó una petición de mi padre desde Acapulco. Al conocer los artículos que nos pedía le enviáramos, mi madre y nosotros quedamos estupefactos. Mi padre acostumbraba en el furor solar de la costa acapulqueña vestir ligeras camisas de color turquesa, pantalones cortos y guaraches... o caminaba descalzo buscando la frescura de las calles [...] Y en ese contexto, su solicitud de un sombrero de ala ancha y un pesado traje gris de calle, con botonadura cruzada, nos pareció inconcebible. ¿Para qué necesitaba tal indumentaria? Tiempo más tarde nos mostró una de las fotografías de Acapulco en el sueño, en la cual así vestido, de anteojos oscuros, en la boca un puro y maleta en mano, posa en la proa de un barco que se hunde.


Pude hacerme una idea muy clara de la fotografía descrita. Tan clara, tanto, que un par de días después, bobeando ante un mostrador sin muchas ganas, desconfié al ver en la portada de un libro el retrato de un hombre casi familiar, extravagante: de sombrero, pantalón de pinzas, lentes ahumados, saco de botonadura cruzada y maleta en mano, miraba ¿qué? desde la cubierta de un velero en ruinas. Yo no tenía dinero para comprar ese libro (se trataba, para más señas, de una novela de Barry Gifford: Puerto Trópico) pero no tuve que hacer un gran esfuerzo para memorizar lo que verdaderamente me importaba.

* * *

Es un hombre alto.

Nada hay, a primera vista, que nos informe sobre su estatura. De acuerdo. Pero, examinada la imagen detenidamente, diríamos que la grandeza del paisaje, más que oprimir a este hombre, le concede una estatura increíble.

O, si somos exigentes, una estatura incómoda: ¿qué utilidades puede reportar el cuerpo —de fábrica divina, quién lo duda— de un héroe o semidiós en el exilio? ¿A qué servirá toda esa distancia entre la cabeza y los pies, cuando sobre la cabeza no hay más que un cielo extranjero y bajo los pies ningún terreno conocido? ¿A qué servirá el tamaño, por mitológico que sea?

Porque hablamos de un héroe: su puño izquierdo, relajado aunque un tanto nervioso, añora evidentemente la consistencia guerrera del escudo.

Porque hablamos de un exiliado: ahí están el traje y los anteojos, que buscan distraer de forma tímida, con un pudor ostentoso, la identidad de un hombre que al cabo será presa de gratuitos rencores y de suspicacias.

Porque hablamos, en fin, de un hechicero: de un mago que finge gravedad pero sabemos a punto de la risa.


El paisaje comporta una suave inclinación, que no apreciarían los desatentos. Al fondo, muy atrás, discreta pero sabiamente visible, hallamos lo que debería ser la eterna horizontal del agua, y es una diagonal. Y si aquello no fuera el mar, que no puede no serlo, queda la rara tendencia de la maleta. Aferrado al puño derecho de su dueño, este baúl niega cualquier Ley de la Gravitación y prolonga la tensa oblicuidad del sujeto que nos ocupa. He aquí su hechicería, su magia.

El barco náufrago envuelve de tristeza la imagen y reprime toda posible nimiedad. Un personaje de sombrero ladeado y cigarro entre los dientes puede carecer de importancia, pero ¿cómo sería banal o insípido un barco que se hunde? Y más aún: ¿cómo podríamos retirar, de un barco hundido, la tragedia? ¿Cómo lavar el llanto de una cubierta carcomida? Más que oponer su derechura al vértigo asesino de las tempestades, el mástil desciende como un heraldo celestial, como un rayo que se petrifica en la calcinación de sus víctimas.

Hay, lo recordamos, un hombre. Es alto, acaso muy alto, y no pasará mucho tiempo en estas playas.

* * *

Joaquín Díez-Canedo hizo en 1951 la primera edición de Acapulco en el sueño. Tuvieron que pasar cuatro décadas para que alguien patrocinara una reimpresión. El mérito correspondió a la Fundación Cultural Televisa: en junio de 1993, veinte mil facsímiles de Acapulco en el sueño fueron despachados por los talleres de Reproducciones Fotomecánicas, S. A. de C. V.

Veinte mil ejemplares, y Acapulco en el sueño (lo digo con un poco de tristeza y un poco de orgullo) es todavía un libro difícil de conseguir.


(Este año se cumplen cien del nacimiento de Francisco Tario, gran cuentista mexicano. "Tario a pique" apareció primero, si recuerdo bien, en el La Cultura en Occidente, suplemento literario (ya extinto, pese a las muchas y diferentes vidas que le tocó vivir) del periódico El Occidental. Después lo incluí en mi libro Signos vitales, que publicó la UNAM en 2005. Lo retomo ahora porque centenario rima con Tario.)

22 de mayo de 2011

Tres poemas en Crítica

DE LA NADA

Apareces,
te asomas de la nada,
y el sol, tras la tormenta,
parece respaldarte como un cómplice.

Yo pienso de inmediato en otros tiempos:
recuerdo con ternura
la mirada inicial de aquel otoño
y desempolvo aromas, paisajes, ocurrencias
y charlas animadas ―dijera el novelista.

Hoy, lo que son las cosas,
paso a tu lado sin mirarte,
cuidándome, ya que no el corazón,
sí ―no me culpes―
la bolsa del dinero.



JUST FOR THE RECORD

Nunca he debido preguntarme
cómo ―en la práctica― llegaron
los astronautas a la luna,
las vueltas a la tuerca,
Dios al octavo día.

Siempre mis dudas fueron otras.

Comenzando por hoy en la mañana,
siempre ―que significa casi siempre―
me han urgido cuestiones de otra índole,
como qué da sosiego a los imanes,
por qué nos duele que se rompa un vaso,
cuándo la noche se hace madrugada,
qué hay tan incómodo en los tres
pies del gato,
cuándo la madrugada
también es la mañana,
cómo ―en la práctica― llegaron
los pájaros al pico,
la serpiente al veneno,
el oro a la moneda fraccionaria,
las fortunas al índice de Forbes
y otras dudas acaso menos tontas
pero que, por pudor, mejor se olvidan.



A LA ESPERA

Por ahora
no estoy muriéndome.
No estoy cantando
ni despidiéndome de nadie
ni llorando por gracias o de nada
ni compartiendo el pan o el vino
por ahora.

Ya sé que no tengo razón,
que le pido al serrucho
que haga un árbol con trozos de madera
y al martillo, en silencio, que acaricie.
Pero en dónde, como no sea en la sombra,
puedo siquiera buscar luz
o nada más buscar
y encontrar, por ahora, lo que sea.

Estoy a la espera de señales
claras, explícitas, rotundas
en el tiempo, en el agua, en una nube
o en los asientos del café:
señales que desmientan
que, hasta la fecha, nada
quiere decir ni ha dicho nunca nada.


(Acabo de publicar estos poemas en el número 143 de Crítica.)

28 de abril de 2011

Xemaá-el-Fná

La relación de Juan Goytisolo con la plaza de Xemaá-el-Fná (es decir, la relación humana del ciudadano Juan Goytisolo Gay con la explanada céntrica de Marrakech, pero también la relación literaria de la obra de Juan Goytisolo con el universo antropológico y artístico de Xemaá-el-Fná) puede rastrearse a lo largo de cinco textos, en lo fundamental: el ensayo titulado “Medievalismo y modernidad: el Arcipreste de Hita entre nosotros”, recogido en Contracorrientes (1985); los dos artículos finales de un libro dedicado en su conjunto al mundo islámico, De la Ceca a La Meca (1997), llamados respectivamente “Los últimos juglares” y “Patrimonio oral de la humanidad”; el capítulo 8 de La cuarentena (1991) y, desde luego, la extraordinaria “Lectura del espacio en Xemaá-el-Fná”, pieza final de Makbara (1980). En otros libros y textos dispersos de Goytisolo (como, por ejemplo, en dos ensayos de Crónicas sarracinas, libro de 1981: “De Don Julián a Makbara: una posible lectura orientalista” y “Vicisitudes del mudejarismo: Juan Ruiz, Cervantes, Galdós”) figuran valiosas menciones a Xemaá-el-Fná, pero los artículos y partes de novela citados más arriba son acaso los que abordan con mayor detenimiento y pasión el tema referido.

En sí misma, la plaza de Xemaá-el-Fná parece un lugar trivial y, como afirma cierta guía francesa de turismo, assez quelconque. Y es que las virtudes mayores de la plaza no son del orden de lo urbanístico: ningún edificio de alto mérito arquitectónico la bordea ni está orientada, por sólo mencionar un punto de comparación ilustre, según las normas de la perspectiva parisiense. Los verdaderos atractivos de Xemaá-el-Fná pertenecen a la esfera de lo intangible, de lo fugitivo; tienen que ver con la cercanía del mercado principal del viejo Marrakech y con el incalculable flujo diurno de transeúntes que va marcando la explanada transitoriamente; se manifiestan, sin que haya manera de preverlos, entre los embustes de algún “encantador” de culebras mansas, las voces de los vendedores de jugo de naranja, el bullicio en torno a las mesas de comida popular y los ocasionales contadores de historias y vendedores de remedios punto menos que milagrosos.

El interés de Goytisolo por Xemaá-el-Fná está vinculado con su particular visión de las tradiciones literarias europeas. El universo de Juan Ruiz y su Libro de buen amor, hecho de polifonía y goce verbal, mestizaje lingüístico y desenfado en la combinación de registros estilísticos, late aún, para el novelista barcelonés, en la plaza de Marrakech. El mundo en que, según Bajtín, se desenvolvió François Rabelais, desde la óptica de Goytisolo no se distingue del que conoció el Arcipreste y es a la vez el mismo de Xemaá-el-Fná y de la novela moderna, de James Joyce a Guillermo Cabrera Infante y Julián Ríos.

En el octavo capítulo de La cuarentena, por lo demás, Xemaá-el-Fná se tiñe apocalípticamente —y, más aún, se inunda— de sangre vertida en Irak y Oriente Medio en la llamada Tormenta del Desierto, esto es: en la “petroguerra infame” (Carlos Fuentes dixit) emprendida por George Bush padre al comenzar la década de 1990 y proseguida por George Bush hijo al comenzar el siglo XXI. Xemaá-el-Fná es, por lo tanto, además de un símbolo de humanidad efervescente, moderno y arcaico, un enclave político en la imagen del mundo que arrojan las obras de Goytisolo. El poder evocador propio de la plaza resulta del contrapeso entre su vitalidad intrínseca y su vulnerabilidad ante las agresiones de la intolerancia, la voracidad inmobiliaria y las modas impuestas por el consumismo, que tratan de hacer preferibles los estacionamientos de coches por encima de los andadores públicos.

En el nombre de Xemaá-el-Fná está probablemente la palabra fana, que significa muerte o aniquilación y es empleada en el vocabulario sufí para designar el éxtasis místico al que aspira el derviche. Muerte y aniquilación, en suma, son conceptos relacionados con dicha plaza: nociones no por fuerza positivas ni negativas, pero sí en todo caso vinculadas al intercambio frenético y bullicioso de narradores, mercaderes y mercachifles, como un trasfondo implícito de la vida y el movimiento.


(Estas páginas conforman un capítulo, el correspondiente a la letra equis, de mi libro de 2005: La migración interior. Abecedario de Juan Goytisolo. Lo retomo ahora con motivo del atentado suicida que ha tenido lugar en la terraza del café Argana, en Marraquech, en plena Xemaá-el-Fná.)

13 de marzo de 2011

Empate

Murieron los capitanes de ambos bandos.
Los generales, por su parte, huyeron
al intuir un desenlace de catástrofe arcaica.

Los últimos en caer
lo hicieron sin heroísmo y sin angustia,
rozados apenas por un aire
que sólo de silbar envenenaba.

Ningún superviviente —que los hubo—
reclamó la victoria ni exigió más fama
que la del mutilado, la del paria, la del viudo.

Hoy, en los límites de la ciudad sitiada,
ya ni siquiera rondan buitres,
aunque sí un ruiseñor
silente a mediodía, pardo y gris en la tarde,
impar, solitario, ignorante de que vive.


(Acabo de publicar este poema en La Jornada Semanal.)

28 de febrero de 2011

La licenciatura en letras hispánicas de la Universidad de Guadalajara: crónica, teoría y mito

No es imposible que algún día se narre la historia, más que de la Universidad de Guadalajara (U. de G.), del concepto que, a lo largo del tiempo, se han formado a propósito del alma mater los diferentes actores de la sociedad local. Para decirlo de otro modo, llegará el día en que se narre no tanto qué ha sido la U. de G. a lo largo del tiempo sino cómo han llegado los jaliscienses a verla y comprenderla. En el caso de la idea o representación social de la otrora Facultad de Filosofía y Letras, la ignorancia y el prejuicio han jugado en contra suya desde siempre, a veces bajo la forma de la caricatura ociosa (el alumno de nuevo ingreso descrito como un púber desorientado, el estudiante más veterano como un “dinosaurio” sin horizonte alguno y el profesor como un hippy recalcitrante) y a veces, aún con mayor crueldad, bajo la forma del menosprecio y el desdén laboral.

Hoy más o menos dispersa o transformada en los departamentos de Sociología, de la División de Estudios de Estado y Sociedad, y en los de Letras, Historia y Filosofía, de la División de Estudios Históricos y Humanos, ambas del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades (CUCSH), la vieja Facultad es un asunto del pasado y, al mismo tiempo, un recuerdo todavía fresco, indispensable cuando se trata de comprender la noción que se tiene de la literatura, de las vocaciones artísticas y humanísticas y, en términos más amplios, de la transmisión del idioma y la enseñanza de la investigación lingüística y filológica en una sociedad como la jalisciense. Porque no era otra su vocación: en la Facultad se buscó desde un principio educar a los alumnos en la investigación y discusión de textos (literarios, filosóficos o históricos) así como en el entendimiento y la didáctica del idioma. De idéntica manera, el siempre arduo tejido social en que una lengua, un comportamiento antropológico, una tradición filosófica o una literatura cobran sentido formó parte integral de sus programas y planes educativos desde su fundación.

Aquí no me referiré a las carreras de filosofía, historia y sociología de la U. de G. ni a la muy fugaz, ya desaparecida, de biblioteconomía. El tema del presente artículo es la licenciatura en letras hispánicas ―o nada más letras, a secas, para los íntimos― desde su origen, en un contexto inusualmente literario, hace más de cincuenta febreros, hasta el día de hoy. Es de suponerse que mi propia experiencia como alumno, egresado y profesor de la carrera inclinará mis afirmaciones a favor o en contra de una institución que, al margen de organigramas, estatutos y denominaciones típicas de la burocracia contemporánea, se ha conservado por espacio de cinco décadas, ora prestando atención a los intereses y necesidades de aspirantes y alumnos, ora desatendiéndolos; ora modernizándose a empellones, ora de buena gana.

FUNDACIÓN MÍTICA, FUNDACIÓN LITERARIA

La enseñanza de la literatura en la universidad pública del Estado existe formalmente desde 1957. La noche del 5 de febrero de aquel año, Agustín Yáñez, a la sazón gobernador de Jalisco, pronunció en el paraninfo universitario el discurso inaugural de la Facultad de Filosofía y Letras, que llevó ese nombre hasta que, a mediados de los años 90, la reforma de la U. de G. desembocó en la reorganización de las antiguas escuelas y facultades en los nuevos departamentos, divisiones y centros universitarios. No está de más recordar que aquel 5 de febrero se conmemoró en todo el país el primer centenario de la Constitución de 1857.

Cinco meses atrás, el 14 de septiembre de 1956, El Informador se hizo eco de la sesión que celebrara un par de días antes el Consejo General Universitario. Bajo un título que no dejaba lugar a dudas, “Es ya un hecho la Facultad de Filosofía y Letras”, el diario anticipaba la fundación de la escuela en términos que valdría la pena reproducir in extenso. Ya se verá que las misiones que se le asignaron entonces a la naciente Facultad no han perdido ―no totalmente, al menos― vigencia:

Las finalidades concretas de la Facultad de Filosofía son:

1.- Conferir los grados académicos de Maestro y en su caso de Doctor, en las diferentes especialidades que en ella se estudien.

2.- La docencia de alta cultura que impartirá a través de sus clases.

3.- La formación de investigadores por medio de sus Seminarios, Centros de Estudios o Institutos.

4.- La preparación del profesorado para las Escuelas Preparatorias y Normales del país, así como para la misma Universidad.


Finalidades, las cuatro arriba enumeradas, que dejan intuir la realidad social y académica en la que vino a insertarse la facultad entonces fundada. Del primer punto se infiere que las carreras de aquella escuela no llevaron, en un principio, el nombre de licenciaturas (propiciando con ello un equívoco que, hasta cierto punto, se mantiene hasta nuestros días, ya que los egresados de la primera época de la facultad se titularon directamente como maestros, no como licenciados). Del segundo punto se deriva que la noción de “alta cultura” parecía naturalmente vinculada con la enseñanza de la historia, la filosofía y la literatura, presupuesto que hoy se juzgaría tan rebasado como la misma ilusión de “alta cultura”. Del tercer punto se deduce que la instauración de la facultad suponía o prefiguraba la posterior creación de áreas y entidades en que, por extensión y ramificación, la escuela de Filosofía y Letras pudiera extenderse. Del cuarto punto, en fin, se comprende que una de las prioridades de la facultad (y, a través de la misma, de la universidad toda) era la formación de pedagogos no sólo de nivel superior, sino elemental, medio y medio superior. Es evidente, pues, que ya se impartían entonces clases de literatura en otras escuelas y facultades de Jalisco, no sólo universitarias, como la Escuela Normal y la originalmente llamada Facultad de Jurisprudencia, y que Filosofía y Letras nacía con finalidades muy específicas del orden de la especialización, con lo cual se le apartaba de cualquier propósito recreativo en el campo de la “cultura general”.

En cuanto al primer punto, el referido a la titulación de maestros y doctores, huelga decir que, si bien las denominaciones actuales difieren poco de aquéllas, los contenidos asignados a esos dos rangos no tienen casi nada que ver con los de ahora. Entre los considerandos para la fundación de la facultad que debió tomar en cuenta el Consejo General Universitario, presidido por el entonces rector, Guillermo Ramírez Valadez, constaba uno que despeja cualquier duda contemporánea respecto al significado que las palabras maestro y doctor tenían en la U. de G. de 1956. Dice lo siguiente:

Que habiéndose organizado el grado de Bachiller, por acuerdo de ese H. Consejo Universitario, del 5 de septiembre de 1955, es indispensable estructurar el segundo grado universitario: de MAESTRO en los términos a que se refiere el Documento número UNO, dejando la puerta abierta […] para crear en el futuro nuevas Maestrías y en su oportunidad los DOCTORADOS, con las especialidades de Filosofía, Letras e Historia.


En este sentido, Filosofía y Letras nació como una escuela de grado, por así decirlo, que sólo a mediano plazo lo sería también de posgrado. En la medida que no se había previsto, como desembocadura específica para las carreras propias de la Facultad, el grado de licenciado, sino el de maestro, este último fue presentado a su vez como un escalón académico superior al que podían optar lo mismo quienes antes habían obtenido el de bachiller como aquellos que se habían formado en la Escuela Normal. Con el tiempo, la denominación de maestría fue juzgada incorrecta y en su lugar se instruyó que la carrera de letras fuera entendida y cursada como una licenciatura, con lo cual nació —rigurosamente hablando— la licenciatura en letras.


Yáñez, en su alocución de aquel 5 de febrero, se refirió a la facultad que fundaba como a un “santuario” que a la vez fuera un “taller”. El primer símil, de tipo religioso, presupone cierta noción de la literatura como actividad sagrada (el estudioso de las letras, al hacer propio el espacio de un santuario, es percibido como un clérigo, y en su perfil se recupera el sentido antiguo de la clerecía, de tan decisiva importancia en el nacimiento de las lenguas y literaturas románicas) mientras que al segundo símil, de orden laboral, corresponde la noción complementaria de la literatura entendida como un oficio. Del recogimiento en silencio al trabajo y al aprendizaje físico, Filosofía y Letras cumpliría, en la progresión de sus diferentes niveles, con dos funciones paralelas y complementarias: la de la preservación y la de la crítica o, si se prefiere, la de la lectura y la del debate.

Importa subrayar que Agustín Yáñez, el novelista, presidió aquella ceremonia en presencia de importantes agentes y promotores de la cultura mexicana posterior a la Revolución. Ahí estaban, por ejemplo, el político, intelectual y artista José Guadalupe Zuno y el escritor y jurista Salvador Azuela, director de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y, en años posteriores, director del Fondo de Cultura Económica. Desde luego, se contaba entre los asistentes el profesor Adalberto Navarro Sánchez, a quien algunos de sus discípulos, más por deducción que por confirmación documental, atribuyen la redacción del discurso que Yáñez leyera: Navarro Sánchez había sido, en todo caso, uno de los instigadores originales del proyecto, y fue durante décadas uno de los profesores más apreciados de la carrera de letras.

He aquí dos extractos especialmente significativos del discurso que Yáñez pronunciara esa noche. El primero es el íncipit mismo de su alocución; el segundo remite a los párrafos en que Yáñez asocia el concepto de universidad con el de revolución. Acaso el bucolismo de la primera cita ―el santuario, el campo de cultivo, el taller― no sea del todo incompatible con el progresismo de la segunda:

Ninguna especie de celebración conviene mejor con el espíritu de la Reforma y del Pensamiento Liberal Mexicano, cuyo centenario conmemora hoy la Patria, que abrir a la inteligencia una morada libre, a la par santuario para su culto ―cultivar es fructificar― y taller, donde conjuguen pensamiento con trabajo, según el blasón universitario de Jalisco.

Universidad y Revolución fueron y deben ser conceptos estrechamente afines. […] Si la Revolución es proceso, devenir inestancable, también la Universidad es latente inquietud que jamás se satisface, búsqueda incansable de nuevos principios, de rumbos desconocidos, de hombres y métodos; por esta inquietud que le es propia, la Universidad guarda una actitud alerta, a la expectativa de los mejores, de los más altos valores.


Resulta llamativa, por decir lo menos, la estrategia retórica de Yáñez: puesto que la Universidad es como una criatura y un reflejo de la Revolución, la primera debe mantenerse tan viva como la segunda. De igual forma, dado que la Reforma es (en este orden, más que de ideas, de creencias políticas) el mayor antecedente de la Revolución, luego la Universidad es, ya que hija de una, nieta de la otra. La tradición liberal mexicana, si ha de aceptarse la ecuación de Yáñez, presidía por lógica la fundación de la Facultad de Filosofía y Letras y la situaba en la vanguardia del movimiento revolucionario.

TIEMPO TRANSCURRIDO

La presencia en aquel acto solemne de Nabor Carrillo y del ya mencionado Salvador Azuela, rector de la UNAM y director de la Facultad de Filosofía y Letras de aquella institución, respectivamente, no era casual en modo alguno. Como bien recordara Juan José Doñán en 1997, al cumplirse cuatro decenios de la fundación de marras, la UNAM prestó el modelo de su propia facultad y alentó a muchos de sus profesores para que impartieran algunos de los primeros cursos de la nueva escuela. Importantes pensadores y renombradas figuras de la literatura nacional viajaron con este motivo a Guadalajara:

Con el patrocinio intelectual y la colaboración profesional de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, la flamante dependencia arrancaba con los mejores augurios; un brillante grupo de maestros huéspedes, proveniente de aquella institución (José Gaos, Luis Villoro, Rosario Castellanos, Sergio Fernández, Antonio Pompa y Pompa, entre otros), al lado de varios de los más notables humanistas tapatíos (José Ruiz Medrano, José Cornejo Franco, Arturo Rivas Sainz, Salvador Echavarría, Adalberto Navarro Sánchez…), constituyó su base magisterial.


Arrancó entonces, por así decirlo, la doble historia de la facultad. Por un lado, la historia de sus mejores docentes (de planta e invitados) y sus alumnos más notables; por el otro, la de los vicios, lagunas y desfallecimientos que fueron haciéndose visibles con el tiempo. Cuando, en 1959, Yáñez dejó el gobierno estatal, la presencia de los Gaos, Villoro y Castellanos ya se había confirmado como un don exterior apenas transitorio.

Al poco tiempo, “algunas de las eminencias locales se retiraron cuando ideólogos udegeístas las tildaron de mochos y reaccionarios”, en palabras de Doñán, quien sostiene que las “plagas” que debilitaron a la facultad fueron, en las décadas de 1960 y 1970, la supuesta vanguardia estudiantil e intelectual de un socialismo excluyente y, en las décadas de 1980 y 1990, los planes de la “reforma universitaria” y de la “red universitaria”, que propiciaron la “disolución [de Filosofía y Letras] en un laberinto de divisiones y departamentos”. Pero también es verdad que de la facultad han egresado investigadores, profesores, escritores y periodistas culturales que, como el propio Doñán, en cierta forma dan lustre a la escuela donde se formaron. Es el caso de universitarios como Ernesto Flores, Luz Elena Gutiérrez de Velasco, Sara Poot Herrera, Ricardo Yáñez, Arturo Suárez, Raúl Bañuelos, Arnulfo Eduardo Velasco, Dante Medina, Carmen Vidaurre, Silvia Quezada, Marco Aurelio Larios, Luis Medina Gutiérrez, Ángel Ortuño, Silvia Eugenia Castillero, Cecilia Eudave, Víctor Ortiz Partida, Teresa González Arce, José Israel Carranza, Felipe Ponce, Carlos López de Alba, Cristina Preciado, Hugo Plascencia y muchos otros, cuyo prestigio, lejos de agotarse, se intensifica fuera de la facultad, en ámbitos editoriales y académicos del país y del extranjero.


El primer director de Filosofía y Letras fue José María Díaz de León. También fueron directores de la facultad profesores como Manuel Rodríguez Lapuente y Carlos Fregoso Gennis. Rodríguez Lapuente dirigió Filosofía y Letras de 1982 a 1987, y diez años después, en 1997, declaró que de buena gana “le daría marcha atrás a la creación de departamentos y en todo caso, [se] pronunciaría por una verdadera selección de profesores, ya que desgraciadamente hay muchos maestros chafas”.

Por lo que se refiere a las instalaciones, Filosofía y Letras primero estuvo en Tolsá número 75, “en el edificio que a la postre sería la Escuela de Música de la U. de G.”, ulteriormente demolido. Posteriormente, de 1964 a 1985, estuvo en la calle de Guanajuato, donde hoy en día tiene sus dependencias el Departamento de Trabajo Social. En esa misma zona, pero en la esquina de Avenida de los Maestros y Mariano Bárcena, está la sede actual.

Hace tres años, el 6 de febrero de 2007, Álvaro González publicó en Mural un reportaje centrado en los festejos del cincuentenario de la Facultad (o, más precisamente, de la carrera de letras). En ese artículo se recogieron experiencias, datos y precisiones importantes para comprender el sitio del hoy Departamento de Letras en el mapa universitario y en el presente sociocultural de Guadalajara y de Jalisco. Por ejemplo, Guadalupe Sánchez Robles, jefa del departamento, afirmó entonces que “a la escuela le costó mucho tiempo darse cuenta de que no es una fábrica de escritores”, y el poeta y editor Felipe Ponce fue crítico al subrayar que la escuela “está aislada” y que, más allá de los límites de su propio edificio, no tiene “producción editorial, cursos, talleres, nada".

Hoy en día, la licenciatura en letras hispánicas consta en la oferta de un centro universitario temático (el Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades, CUCSH) y otro regional (el Centro Universitario del Sur, CUSUR) de la Universidad de Guadalajara. Es evidente que la carrera ofrecida en el CUCSH debe arreglárselas (a diferencia de la ofrecida en el CUSUR, todavía muy joven) con el prestigio y, al mismo tiempo, con la mala fama que, poca o mucha, tiene para extraños y propios. En todo caso, la situación de la licenciatura es muy distinta que hace quince o veinte años: ya no está confinada, como sí lo estuvo durante décadas, al solo turno vespertino, y ahora es una carrera con más demanda que oferta de vacantes, por lo que actualmente los alumnos que ingresan deben pasar por filtros de selección que antaño no cabía imaginar.

En cuanto a los posgrados literarios que ofrece la U. de G. al ser preparado este artículo, uno (la Maestría en Estudios de Literatura Mexicana, registrada en el Programa Nacional de Posgrados de Calidad, PNPC, del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, CONACYT) depende del Departamento de Letras y es, por lo tanto, una opción interesante para los licenciados en letras que se decantan por la investigación universitaria. Según el portal del CUCSH en internet, “el Departamento de Letras es una instancia académica constituida por cuarenta profesores de tiempo completo y uno de medio tiempo, agrupados en cinco academias: Academia de Filología, Academia de Metodología, Academia de Disciplinas Teórico Prácticas, Academia de Literatura Europea y Academia de Literatura Hispanoamericana”. Es igualmente, cabe añadir, un espacio vivo, donde la discusión, la controversia y el desacuerdo ya no son mal vistos, donde cada vez más profesores y alumnos han estado matriculados en instituciones foráneas (con la diferencia cualitativa que va implícita en ello) y, en particular, donde la lengua escrita y hablada sigue apasionando a los mejores elementos.


(Acabo de publicar este artículo en el núm. 83 de la revista Estudios Jaliscienses, del Colegio de Jalisco. El número en su totalidad, coordinado por Sofía Anaya Wittman, está dedicado a la historia de la educación artística en la Universidad de Guadalajara.)