6 de junio de 2005

Moral pirata

Desde hace algunos meses, quienes tenemos la costumbre o vicio de ir al cine debemos padecer, al menos en Multicinemas y Cinépolis, que se proyecten al comienzo de la función dos cortometrajes que no sé si clasificar entre los propagandísticos o entre los de publicidad comercial. En el primero que mi esposa y un servidor tuvimos la desdicha de tragarnos, un señor ve la televisión en compañía de una niña y tiene con ella, palabras más, palabras menos, este diálogo edificante:

—Papi, ¿por qué la película se ve tan mal?

—Porque la compré en la calle.

—¿Y por qué la compraste en la calle?

—Porque así es más barato.

—¿Y por qué así es más barato?

—Porque el señor que las vende las graba en su casa.

—¿Y por qué las graba en su casa?

—Porque no quiere que nadie lo vea.

—¿Y por qué no quiere que nadie lo vea?

El papá, que se ha ido poniendo cada vez más nerviosito con el inocente asedio judicial de la criatura, da por terminado el ping-pong con esta especie de aceptación de culpa que también es un dictamen y, en su caso, una toma de conciencia:

—Porque lo que hace está mal… y se ve mal.

—¿Como la película?

—Sí, como la película.

Lo mejor del bien es que, una vez que alguien se decide a practicarlo, todo a su alrededor se impregna de sensatez y de cordura. No me detendré por ahora en el otro corto sobre la piratería que, como ya he dicho, somos precisamente los asiduos al cine comercial quienes más hemos tenido que sufrir (y es que, por obra de una tenaz regla matemática, entre más alta sea la frecuencia de nuestras idas al cine, más alto será también el consumo que hagamos de tales pildoritas de moralina y sospechosa buena fe). Me quedo por ahora con este señor, moreno y con barba de candado, y con su hijita, rubia y desdentada, esto es: presa de la maldad, sucio el primero, y todavía pura, incontaminada, incapaz de morder la segunda, según el vocabulario universal de la imagen. Es más: me limito a formular apenas tres o cuatro preguntas quizá molestas, pero no impertinentes.

La primera ya fue insinuada párrafos atrás: ¿por qué los clientes de un cine comercial, es decir: las personas que salimos de nuestras casas para ir a ver películas y pagamos por hacerlo con todas las de la ley, tenemos que prestarle ojos y oídos a esos dos cortos audiovisuales en los que, digámoslo de una vez, los adultos aficionados al “séptimo arte” somos presentados como interesados promotores de la piratería? La segunda pregunta, en principio, se puede interpretar como una mera broma: ¿por qué, si el comerciante clandestino de películas tiene la precaución de grabarlas en su casa “para que nadie lo vea”, el señor del corto revela con tanta seguridad cómo se dan las cosas? Lo diré de otro modo: si hasta el señor del corto sabe dónde se venden las películas clonadas y quién las graba, ¿por qué los promotores de la campaña no concentran sus energías en denunciar el delito en sí en lugar de acosar al cinéfilo promedio que, lejos de comprar, digamos, el Episodio III de La guerra de las galaxias en el mercado de San Juan de Dios, paga cuarenta y tantos pesos por verla una sola vez en el cine?

Por lo demás, y en la medida que las campañas contra la piratería nos vienen de los Estados Unidos en línea directa, ya que allá es donde tienen sede las compañías que producen y distribuyen casi todos los filmes, incluso los mexicanos, ¿no serán culpables de traficar con una moral pirata los mismísimos enemigos mexicanos de la piratería, ya que no hacen más que repetir endebles patrones de conducta —interesados no en el bien común, sino en el beneficio financiero de unas pocas billeteras— irreflexivamente y sacándole provecho?



("Moral pirata" se publicó ayer, domingo 5 de junio, en Mural.)