9 de septiembre de 2004

El visitante

1

¿Esperas, y esperas, esperas al
patriarca? Toma

esta piedra: tállala. Construye
para su barba un rostro
gris, o
una rodilla, o unos pechos
cupularmente blandos y exteriores.
Tócalo en tu sueño y sueña
sus palabras. Sácale
filo a sus palabras: raya
su mirada parabólica, raya
el ojo suyo que medita—
mancha
su sudario. ¿Esperas

al patriarca? Una
piedra to-
ma.
Mátalo; vendrá
si no lo haces.


2

(Si fuera un hombre, él,
y si viniera. Si caminara el mundo
sin tocarlo, si destocara el agua
caminándola: si fuera un
hombre, cuerpo, si viniera, ¿cómo traer el cuerpo
a donde ya no hay cuerpos, deje a la roca
derretirse, al
pez ser ave, tenga su cuerpo y lléve
se su cuerpo, cómo, cómo acercar
al suelo su palabra, si
fuera un hombre, a qué
venir si ya no hay nadie, sí,
no hay nadie? Mejor, me

jor, s
i

fuera un hombre, ¿qué
decirle? —que
se aleje, tome el camino
del regreso, mejor, y
de regreso
tome una piedra y tállela, sudario
el suyo, desértico y de arenas
afiladas, una
piedra y en ella
busque, in
vente nuestra imagen,
nuestro, el
nuestro balbuceo. Si fuera
un hombre, si fué
ramos nosotros, cuerpo, algo, si fuera
usted un hombre
no vendría, no iría, no vendría a
donde nadie, ni nada,
lo ha llamado. Mejor

váyase, y tome una piedra, y tape

con piedra sus oídos, mejor, no sea que venga
yo y dé la tierra toda al anatema.)


3

Ido y
venido,
está en
la puerta: espera. ¿Para

irse de nuevo, y
de viejo y barbado
para irse
espera? Con su

barba de claridad
¿quién puede
verlo? Ni
de noche, brillando,

sería visto. Vá-
yase ya; es un aire
de fuego el que respira.
Pero entra. Vuelve. Allana

el pórtico, allana la ciudad
cancelada
y es un buitre. Vencidos
los cerrojos.
Ven-

drá el patriarca.
Viene.
Ya

ha llegado: Él rómpete
los dientes, quiébrate
sonoro el hueso
que te pone de pie y acuesta
en ti los yunques
de la muerte. El púdrete. Es-

cúpete a la cara.



("El visitante" forma parte de Cien tus ojos, libro publicado en 2003 por Ediciones Sin Nombre y la Universidad de Guadalajara.)

1 de septiembre de 2004

Versiones de noviembre

No escribo siempre desde el mismo lugar.
DAVID HUERTA

El título que doy a las presentes líneas, como habrán sospechado quienes tengan la sensatez de leer a David Huerta, es una cruza de Versión, Cuaderno de noviembre y Lluvias de noviembre: libros, títulos de libros de un autor en torno de cuya obra he preparado los dos artículos que retomo aquí, volviéndolos uno. El primero es una crónica más o menos desenfadada que publiqué, si no recuerdo mal, en 1995. El segundo, por su parte, fue leído en el homenaje que le fue rendido a Huerta el 29 de noviembre de 2002.

Como ya puede verse, la fecha que recién he mencionado está en sintonía con dos títulos de la poesía de Huerta. El azar me había deparado, en 1992, otro mes de noviembre para entrar en contacto personal con el poeta. Creo que no hacen falta más razones para elegir aquí el título de “Versiones de noviembre”.



1. ¿UN TAL DAVID HUERTA?

Para llegar a David Huerta he viajado como viajan los peregrinos. (Bueno, casi...) De la ciudad al desierto, del valle a la montaña. Algo épico, me imagino, habrá en ese fatigar la geografía. Pero es mejor que comencemos por el principio.

No puedo precisar en qué libro leí a David Huerta la primera vez. Hay dos posibilidades: una es la antología que se llama República de poetas; la otra es una carpeta de grabados que se titula Lluvias de noviembre. Ya explicaré las condiciones “objetivas” de ambas lecturas. Por ahora, supongamos que la primera vez que leí a David Huerta fue en Lluvias de noviembre.

En 1987 mi papá vivía en Puerto Vallarta (era socio de una galería) y yo fui a pasar con él unas semanas. Al contrario de lo que pudiera pensarse, mis días y mis noches veraniegas no transcurrían en la playa ni en la disco. Me la pasaba yendo a enmarcar pinturas, comprar clavos de concreto y surtir la despensa; en los ratos libres, hojeaba revistas, ponía música y redactaba unos poemas ingeniosos, cultos, profundos y del todo insignificantes. Como los de ahora, los jóvenes de 1985 eran tímidos; trataban, como ahora, de ocultar los fervores del cuerpo bajo inocentes aprendizajes metafísicos. Cierta noche, mi papá inauguró en la galería una exhibición impresionante: Vicente Rojo, México bajo la lluvia. En vez de manosear un vasito de vino blanco y fingir que me interesaba la charla de los connaisseurs, preferí sentarme al pie de un mango y mirar las páginas de un libro que tenía que ver con ese Vicente y ese México.

No se dice libro, sino carpeta. Era, ya lo dije, una carpeta de grabados de Vicente Rojo. Con poemas de David Huerta:
Voy a ponerte un cuchillo en la mano
para que desentierres a la lluvia
y examines la locura de sus transformaciones.
La lluvia es un diamante sucio: míralo.
Escucha sus organismos tenues y toca
sus fragores vegetativos. Te daré oscuridad
para que de la lluvia saques al día, inventes
las toscas nubes y deshagas el cielo...

Sentí, en el momento de leer esto, algo parecido a lo que deben sentir quienes acceden a una sociedad secreta. O más bien sentí, para ser exacto, algo como lo que sienten o deben sentir los que por una rendija espían un rito exclusivo, prohibido. Me sentí, pues, un poco aturdido, alarmado, avergonzado; pero también orgulloso, maravillado, iluminado. Y la lluvia, con ecos previos de un soneto de Pellicer que no me había sido revelado aún, seguía:
Cómo da vueltas en la sombra y cae
y deslumbra: magnética, incesante.
Cómo el tajado brillo de su furia
desentierra los nombres y las máscaras.
Vívida, misteriosa, diminutivamente
sus murmullos avanzan, se detienen.
Óvalo y muchedumbre,
soledad,
agua vacía. Ardiente, numerosa.
Pálida de esplendores, vindicativa, ciega,
domina el mundo, sola —deshaciéndose.

No mucho tiempo después, de vuelta en Guadalajara, encontré un ejemplar de República de poetas. Es una antología que preparó Sergio Mondragón y editó Martín Casillas en 1985. El nombre de un poeta que yo no desconocía, David Huerta, podía leerse (con muchos otros) en la portada. El mismo nombre del mismo poeta suscribía la cuarta de forros, que reseñaba la naturaleza del volumen: “La poesía de esta República ha sido leída por sus autores ante públicos de una diversidad infrecuente en los programas de difusión literaria de nuestro país: vecinos de multifamiliares; internos de los modernos reclusorios; enfermos convalecientes en hospitales; niños de escuelas primarias; estudiantes de educación media y superior; empleados de oficinas gubernamentales; gente de barrios populares”. Así que uno podía imaginarse a la señora del 109, al Chucho el Roto del siglo XX, a un niño visitado por el sarampión y a un Gutierritos cualquiera interpretando epigramas como éste:
Manejas con pulcritud
la prosa castellana.
Tu verso es grave y ceñido.
Tu prosodia es exacta.
Tienes porte académico
y un pensamiento digno.
El ministro leerá —qué duda cabe—
espléndidos discursos.

¿Epigramas de quién? De Huerta, por supuesto. Porque —ya lo he dicho— en República de poetas venían algunos poemas suyos: el pictórico “Amanecer”, el agudo “Graffiti”, los meditativos fragmentos de Cuaderno de noviembre, el reflexivo “Index”... No recorrí las cuatrocientas páginas de aquella República, pero habité con gusto una de sus ciudades interiores. La fresca y laberíntica ciudad que lleva el nombre de David Huerta.

La obra —o, como algunos dicen, el trabajo— de David Huerta fue resultándome cada vez más familiar. Di con ella, con él, en artículos, en prólogos, en traducciones de poesía extranjera, en guías bibliográficas, en libros raros pero fundamentales (como El surco y la brasa, de Marco Antonio Montes de Oca, que se pretendía un mero índice de traductores mexicanos y terminó siendo una muestra insustituible de poetas de muchas épocas y muchos tradiciones), en revistas, en compilaciones. Por eso dije que sí, raudo y veloz, cuando Flor Barboza y Jorge Esquinca me invitaron a inscribirme en un curso que en Hermosillo y con la obra de Borges como tema dirigiría David Huerta.

Ángel Ortuño y yo salimos para Hermosillo el 14 de noviembre de 1992, pero al llegar pensábamos que ya era 15 de noviembre de 1993. El chofer del camión (...el triste...) se fue todo el camino (...todos dicen que soy...) escuchando a José José, y Ortuño llegó a sentirse real y kafkianamente “preso entre las redes de un poema”. Yo me puse jamaicón y escribí unas cartas largas y melancólicas para mi novia y mi familia, como si llevara seis meses trabajando en California. Antes de llegar a Tepic, Ángel se metió al baño y la puerta se trabó y no pudimos liberar al cautivo sino hasta que pasamos por Mazatlán.

Si el director Stanley Kubrick hubiera conocido el hotel Calinda Hermosillo, la historia del cine sería otra. Los monstruos de El resplandor, en vez de jovencitas que en realidad son ancianas, serían meseros que tardan hora y media en servir la sopa y afanadoras cleptómanas. Un escritor poblano, si he de contarlo todo, acaparó durante cuatro noches la máquina de escribir del Instituto Sonorense de Cultura (la única, se entiende) y después de ciento veintidós cuartillas su nervioso compañero de cuarto pudo comprobar que el mecanógrafo no había hecho más que repetir una frase: “el bosque es nuestro amigo”.

He aquí el programa de actividades del curso mentado: desayunar, subir a la sala de conferencias, atiborrarse de café y galletitas, preparar la sesión de mañana, cenar tacos dorados, señalar el día transcurrido con una muesca en el muro, tratar de dormir, desayunar de nuevo. Durante las comidas, Huerta nos decía:

—¿Ya vieron? Están pasando un concierto de Black Sabbath en la televisión.

Ángel y yo, con ilusión adolescente, subíamos al cuarto, prendíamos la televisión y no encontrábamos ningún concierto. Cuando mucho, un documental sobre la colección de yates de Frank Sinatra. Y al día siguiente:

—¡Córranle! ¡Está la película de los Sex Pistols!

Y le corríamos. Y nada.

Lo bueno era que Huerta no dejaba de sonreír. Lo bueno era que podíamos charlar con un poeta francamente admirado. Lo bueno era que las conversaciones sobre Borges nos reanimaban, nos traían de regreso a la felicidad.

Nuevas versiones de aquel curso se sucedieron en 1993 y en 1994. Los temas fueron otros y la sede, bendito sea Dios, fue también otra: el hotel Real de Minas, en Guanajuato. También mi compañero de viajes fue otro: José Israel Carranza, que vació mi caja de Panadol y aplaudió hasta las lágrimas la película que nos pasaron en el ETN (se trataba, la película, de unos muchachos que escarban en el jardín de su casa y encuentran un hielote que trae adentro a un cavernícola; los muchachos ganan popularidad entre las chicas de su prepa y el descongelado se hace rocanrolero). Huerta coordinó, enciclopédico y paciente, una estupenda serie de aproximaciones a Paz, Cortázar y Lezama Lima. Por si esto fuera poco, David consintió que algunas tardes fueran libres, y esas tardes las dedicamos a jugar billar y tenis de mesa. Un poeta guanajuatense nos consiguió un balón de futbol y organizamos una cascarita.

Algún lector de este artículo podrá preguntarse: bueno, ¿y qué tiene que ver todo esto con David Huerta? Pues déjeme responder que mucho. Esto, dirá otro, debería llamarse “Autorretrato con David al fondo”. Permítame explicarle. Huerta no se conforma con ser un excelente poeta. Es, como he intentado exponer, un buen maestro y un amigo divertido. Sabe (aunque lo niegue) todo lo que hay que saber en materia de literatura, pero no le quita disponibilidad para saber igualmente que hay pocas cosas en el mundo más satisfactorias que un gol del Atlante (en su departamento de la ciudad de México, entre libros y cuadros y fotografías, descubrí un gozoso ejemplar del video ¡Atlante campeón!). Es un hombre atento, inquisitivo, curioso (“sentimental, sensible, sensitivo”). Todo esto, creo, se refleja y se hace más bello en sus poemas, de El jardín de la luz (1972) a Lápices de antes (1994).

Dice Augusto Monterroso que lo mejor que podemos hacer con un escritor que admiramos es no conocerlo en persona. Pues bien: yo conocí a David Huerta himself hace unos años, y todavía no me arrepiento.



2. DAVID HUERTA EN ZAPOPAN

Nunca he sabido bien a bien para qué sirven las generaciones en literatura —sus límites, demarcaciones o jerarquías— ni qué necesidad haya de caracterizarlas. Me refiero aquí, por supuesto, a las generaciones en tanto herramientas de la sociología y la historia de la literatura, que a veces privilegian más a la herramienta precisamente que al objeto que las define. Pero estoy hablando también de los modales, del comportamiento, de la etiqueta en el mundo literario, que a fuerza de requerir su propia justificación ha comenzado por buscarse un orden, ha encontrado un curioso acomodo por fechas de nacimiento y luego ha remachado el trabajo con décadas infranqueables, efemérides no siempre concluyentes y exaltadas antologías, desorientadas por lo regular. Tiene razón Juan Goytisolo en hacer ver que a nadie se le ocurriría considerar a San Juan de la Cruz como un poeta eminente de la generación de 1575: si generación hay, no será en todo caso tan importante como el artista que la distinga, y éste a menudo parecerá muy próximo de otros que nada compartirán con él en edad ni en fechas memorables.

Todo esto viene a cuento, en la manera que yo tengo de ver las cosas, por el homenaje que hoy mismo se le rinde al poeta David Huerta en la Presidencia Municipal de Zapopan. Huerta nació en 1949 y publicó su primer libro, El jardín de la luz, en 1972: fecha —esta última— por la que habrían de nacer, poco más o menos, los colegas que festejan hoy su presencia. En la escueta lógica de los diagramas y de las cronologías, la generación de Huerta precedería inmediata y exactamente a la de sus amigos y admiradores treintañeros. Pero en México se ha llegado al extremo de postular (sin la menor lógica, por escueta que fuera) la existencia de una generación de los años 40, una más de la década del 50, una del 60 y otra del previsible 70, con sus diez años de ordenada inspiración. De observarse la regla, un poeta de la generación del 40 sería ya no el equivalente del padre ni del tío, sino del bisabuelo (nada menos) de otro de la generación del 70. Y yo mismo, que me considero amigo del homenajeado, tendría que reservarle un trato de ancestro, de antepasado ilustrísimo al que ya ni el usted ni el don le bastarían.

La realidad es diferente, desde luego. Si algunos poetas que hoy rondan la treintena, trágica o no, se agrupan en torno a David Huerta; si una editorial de Guadalajara, Filo de Caballos, le publica su libro más reciente, Hacia la superficie; si las revistas independientes, los colectivos de acción cultural y más de un lector anónimo y heroico solicitan su colaboración, procuran su consejo y buscan su estimulante cercanía, tan elocuente como puede serlo nomás la letra impresa, y tan cálida o maleable como la palabra dicha, tiene que haber una razón que no se ajuste al mero padrinazgo. Al final de su vida, Jorge Luis Borges declaró famosamente que no le dedicaba tiempo a la lectura de sus contemporáneos —o, de permitírsele una ligera corrección, que sus contemporáneos efectivos eran los griegos del siglo de Pericles. En el fondo, todos elegimos a nuestros contemporáneos, o al menos intentamos merecerlos. Trátese, pues, de contemporáneos literales o antiguos, reales o simbólicos, lo importante radica en la proximidad que logremos cultivar y alimentar con ellos.

Al mismo tiempo delicada y abundante, abundante y precisa, precisa y descontrolada —en el mejor sentido: aquel de no ejercer un control externo sobre la palabra en el entendido que, por el contrario, es la palabra la que debe tenderse como una red sobre las cosas, dándoles forma—, la poesía de David Huerta ya tiene para mí la vivacidad y la consistencia de los cuerpos autónomos, que son con los que puedo genuinamente dialogar y entender la sencilla impureza del mundo. Un verso de Cuaderno de noviembre (1976),
La identidad es una mancha hundida en el frío de las propagaciones,

me remite al comienzo de Incurable (1987) y, por lo tanto, al arranque de sus 389 páginas formidables y desconcertantes:
El mundo es una mancha en el espejo.

Y un verso más de Incurable, que ya cité al empezar estos párrafos (“No escribo siempre desde el mismo lugar”), me lleva de regreso a Cuaderno de noviembre y a su “penumbra de no moverse”, su “muelle de no moverse”, su “artesanía poca de no moverse”, su “cerámica de no moverse”, su “película de no moverse”, su “reino extendido de no moverse”, su “fiera de no moverse” y, por qué no, su “sequía de no moverse”, que al parecer contradicen la movilidad extrema de Incurable.

Puedo seguir así. Cuando en Versión (1978) el sujeto de un poema se coloca “en los intersticios, en lo que pasa”, está prefigurando entre muchas cosas el título de La música de lo que pasa (1997), donde se pueden leer estas líneas: “eso, lo otro, nos rodea, nos nutre, / estamos hechos de carencia, / nos faltamos a nosotros mismos”. Historia (1990) contiene la siguiente declaración: “Te digo que somos más grandes que la noche”; pero Cuaderno de noviembre, de nuevo, hace la réplica: “el día sabe más que nosotros”. Hay un altar en Lápices de antes (1993): el “altar / instantáneo de la conversación”, y en dicho instante parecen haberse congregado el “reconocer” y el “sentir” de un poema que recién leí en El azul en la flama (2002): “la numerosa / aventura de reconocer y sentir, debajo de un rumor / de disminuciones y larga, fugitiva, oscura conciencia de la muerte”. Ese instante, también, es “el Asia / De un milímetro” que subrayé una vez en mi ejemplar de Los objetos están más cerca de lo que aparentan (1990).

“La boca de la bruma / está llenándose / de navajas.” No se diga más: uno quisiera, sin modestia y de seguro sin probabilidades, compartir la edad y las genealogías con alguien capaz de comenzar así uno de sus poemas. Qué importa que las fechas digan lo que digan.



("Versiones de noviembre" aparece con otros ensayos en Lámpara de mano. Sobre poemas y poetas, libro mío de muy reciente publicación bajo el doble sello de la Universidad de Guadalajara y las Ediciones Arlequín dentro de la colección Bajo Tantos Párpados.)