19 de marzo de 2010

Nace la envidia

E ’l buon maestro: “Questo cinghio sferza
la colpa della invidia…”

PURGATORIO, XII, 37-38


En febrero de 1953, un poeta español de poco más de veinte años, nacido en Galicia pero avecindado en Madrid por motivos académicos, redactó para la revista Cuadernos Hispanoamericanos (núm. 38, pp. 241-243) una breve y elogiosa reseña de Confabulario, libro de cuentos que “Un joven escritor de México” ―así fue titulado el artículo― acababa de publicar en la colección Letras Mexicanas del Fondo de Cultura Económica. Ese poeta español, me apresuro a revelarlo, era José Ángel Valente, sin libros publicados en aquel entonces. El cuentista mexicano era, por supuesto, Juan José Arreola.

En el colofón de aquel primer Confabulario se indica esta fecha: 30 de agosto de 1952. Pocos meses antes, en febrero del mismo año, había muerto Enrique González Martínez, poeta de influencia mayor y extendida celebridad cuya sombra explica y, en cierta forma, preside uno de los cuentos de Arreola: “El condenado”. Esta narración, que Valente dejó testimonio de haber leído, me ha llevado a pensar en semejanzas más bien obvias y puntos de contacto ya menos evidentes entre una bella serie de sonetos de González Martínez, “El poema de los siete pecados”, y un pequeño e intenso libro del autor gallego: Siete representaciones.

Me referiré primero al cuento de Arreola, que apareció en la edición príncipe de Confabulario (como he dicho) y consta de un par de breves páginas. Gracias al epígrafe se puede inferir que su narrador y protagonista, un poeta de medio pelo y suerte pésima, se refiere invariablemente a Enrique González Martínez cuando habla de su “enemigo”, de su “contrincante” y “adversario”. Se trata de una frase autobiográfica, en verdad llamativa y sugerente, que Arreola extrajo del capítulo XVI del primer libro de memorias de González Martínez, El hombre del búho:

Durante varias semanas estuvieron llegando a mi casa revistas de provincia y diarios de México en que aparecieron sendos y largos artículos sobre mi fallecimiento.


González Martínez remite a un hecho auténtico, por extraño que parezca en un principio: el considerable malentendido que se originó tras la muerte de un homónimo suyo, circunstancia que sólo fue del conocimiento del poeta jalisciense por obra de la difusión de la “noticia” de su propio deceso. El protagonista del cuento de Arreola, por su parte, lee dicha noticia y reacciona con grandilocuencia, bosquejando “las tres primeras octavas” de un poema luctuoso que se titularía, según informa él mismo, El elegido de los dioses. “Al día siguiente”, rememora, “el poema en ciernes se me vino abajo, hueco de verdad”: el personaje que justificaría con su muerte la composición del poema, impulsando con ello la presumible fama del panegirista, no estaba muerto en realidad, y con los años el resentimiento del segundo no haría sino crecer ante la indiferencia del primero.


Como es bien sabido, el neologismo acuñado por Arreola para titular su segundo libro de prosas, Confabulario, le sirvió en diferentes y numerosas ocasiones para dar título a otros libros, al grado que no tiene la menor utilidad hablar del Confabulario de Juan José Arreola si al mismo tiempo no se da noticia de la edición a que se alude. Sólo existe una regla en materia de “confabularios”: ninguna edición repite la de 1952, como no sea la de 2002, ya póstuma, cuyo valor editorial no estriba sino en la reproducción del primer Confabulario de una larga serie. Así las cosas, quiero referirme brevemente al Confabulario de 1966, que apareció en la Colección Popular del Fondo de Cultura Económica y puede concebirse ahora, dado el orden de los textos y los títulos de los apartados, como el mayor antecedente de las Obras de J. J. Arreola que Joaquín Mortiz comenzó a publicar a partir de 1971: en el índice de aquel Confabulario, al cuento “El condenado” se le asigna la fecha de 1951.

El hecho de haber sido escrito en 1951 es crucial tratándose del cuento en que González Martínez aparece involucrado. El autor de Los senderos ocultos y El romero alucinado, octogenario, vivía y trabajaba entonces con admirable vigor: había publicado su poema Babel dos años antes y, ese mismo año, el segundo tomo de sus memorias, La apacible locura. Se trata, pues, de un cuento, el de Arreola, que prácticamente requería y hasta exigía la supervivencia de González Martínez como garantía de verosimilitud.

Tras leer el epígrafe del cuento, explícitamente atribuido a González Martínez, queda bastante claro que ya el título mismo de la narración era un guiño al poeta y a los conocedores de su obra. “El condenado”, en efecto, es antes que nada el título de un poema de González Martínez que apareció por vez primera en Ausencia y canto, libro de 1937. En este poema de González Martínez, como en “El condenado” de Arreola, toma la palabra un poeta en los alrededores de la muerte (poco antes del fin, en González Martínez; absurdo inquilino de la gloria celestial, en Arreola) y se dispone a proyectar “el rollo” de su “cinta muda”, o sea de su memoria y su conciencia:

Yo soy aquel que un día
pidió serenidad a las estrellas…
¡Y aquí estoy, esperando todavía!
[…]

Lancé mi pompa de jabón al ciego
giro del aire, y la precoz ventisca
rompió el cristal del irisado juego.
[…]

Y me lancé al azar, de rima en rima,
hasta que al fin la torre de mis sueños
crujió en su base y se me vino encima.
[…]

Busqué la gloria de mayor trofeo,
y persiguió mi carne, hambrienta loba,
al desbocado potro del deseo.
[…]

Me erijo en propio juez, y me sentencio,
réprobo y solo, a la mayor tortura:
a no pedir perdón de mi locura
y a morir en mazmorras de silencio.



Intranquilo y soberbio, resuelto “a no pedir perdón” y “a morir” en el olvido, voluble y veleidoso y ávido, en fin, de una “serenidad” que ni siquiera la noche le confía, el Enrique González Martínez del poema citado en algo hace recordar al Rubén Darío del primero de los Cantos de vida y esperanza, entre otras cosas por el inicio de sus respectivos monólogos: “Yo soy aquel”, en ambos casos. La semejanza es elocuente por dos razones: en primer lugar, porque Darío en cierta forma es el poeta exquisito de las joyas, princesas y demás vanidades que, apiñadas en torno al símbolo del cisne, González Martínez habría presuntamente superado a partir del más famoso de sus poemas; y, en segundo lugar, porque siempre hubo ―y nunca fue ningún secreto― un Darío más profundo y austero con el que González Martínez, por así decirlo, está emparentado. Pienso en el Darío de poemas como “Lo fatal”, que resuena en poemas como éste de González Martínez, penúltimo en la serie de siete sonetos a la que ya me referí páginas atrás, titulada “El poema de los siete pecados”:

Te envidio, blanca estrella que en el cenit prendida
ostentas a mis ojos lumínica prestancia,
y sabia en el silencio azul de la distancia,
te asomas al profundo misterio de la vida.

Y a ti, piedra sin alma, que yaces escondida
en húmeda caverna, inmóvil en tu estancia,
ausente de ti misma, dichosa en la ignorancia
de tu callar eterno, y en tu quietud dormida.

Estrella, tú que sabes la esencia de las cosas,
y tú, callada piedra que unánime reposas,
os libertáis del fiero castigo de la duda.

¡Por vuestro sino augusto trocara mi tormento
de ser, en los vaivenes de un loco pensamiento,
despavorida sombra frente a la esfinge muda!


El nicaragüense, por su parte, se refiere, ya que no a una “piedra sin alma”, sí a una “piedra dura”, dichosa “porque […] ya no siente”. Darío no echa mano del verbo envidiar ni del sustantivo envidia, pero es notorio que su poema es la expresión de un “dolor”, una “pesadumbre”, un “temor”, un “terror” y un “espanto” que vulneran al sujeto al punto de hacerlo envidiar al árbol (“que es apenas sensitivo”) y a la piedra. En este contexto, se diría que los conflictos morales planteados por González Martínez, comparados con la radical desazón rubeniana, incluso pecarían de cierto esquematismo didáctico: equilibrado hasta en sus peores impulsos, el poeta envidia lo mismo a la estrella, por sabia, que a la piedra, por ignorante.

Así pues, el diálogo necesario entre dos poetas, Darío y González Martínez, encuentra una especie de respuesta irónica en el desencuentro de otros dos en el cuento de Arreola: González Martínez y el anónimo protagonista y narrador. Ello refuerza, en mi opinión, cierta lectura intertextual, a saber: que Arreola, en “El condenado”, tenía muy presente su lectura se “Cecco Angiolieri, poeta rencoroso”, una de las Vidas imaginarias de su admirado Marcel Schwob. El sienés Cecco, un contemporáneo estricto de Dante Alighieri, adopta desde niño, en el cuento de Schwob, la peculiar misión de odiar, menospreciar y envidiar “a los grandes”, comenzando por su propio padre hasta desembocar en su ilustre compañero de generación, quien a su vez lo ignoró toda su vida.

Conociendo, así sea nada más en esbozo, la historia de Cecco y la proyección de su estructura y significado en el cuento de Arreola, resulta más fácil comprender los dos o tres renglones en que José Ángel Valente se refiriera específicamente a esta narración en particular, “El condenado”. En palabras de Valente, los “ojos agudos, observadores, casi crueles” de Arreola van “desnudando las cosas, el hombre, hasta ese extremo en que su caricaturesco desnudo nos hace sonreír de pena”. De pena y compasión, cabría decir, en la medida que Valente se compadece de cuatro personajes de Confabulario en forma directa, y uno de los cuatro es el poeta que pretendía compararse con González Martínez:

Pobre poeta el de “El condenado”, vencido, fracasado, negado, sin embargo, por toda la eternidad: la gloria de un poeta rival, mientras ángeles implacables le muestran cada mañana enemigos poemas.


Pobre poeta, conviene añadir, porque, si bien ya tiene un bosquejo de “las tres primeras octavas” de su poema, tan grandioso como imposible, no puede llevarlo más allá. Y no sólo porque su eventual objeto de homenaje no ha muerto aún, “condición indispensable” para la existencia de la oda luctuosa, sino también porque las letras del nombre de su enemigo (siete letras del nombre de pila, Enrique, antecedidas por la preposición A; ocho letras del primer apellido, González, y ocho más del segundo, Martínez) alcanzan únicamente para elaborar un acróstico de tres octavas. Esta última circunstancia, del orden de las letras tanto como de los números, no es enunciada en el cuento de Arreola: se insinúa, cuando mucho, a través de la recurrencia temática de las estrofas y las composiciones acrósticas, puesto que se alude a estrofas y acrósticos en todo el relato, y éste por su parte contiene, desde su comienzo, el nombre completo de González Martínez.


Cuarenta y seis años después de que González Martínez publicara “El poema de los siete pecados” en La palabra del viento, y quince después de que apareciera el primer Confabulario de Arreola, fue impreso en Barcelona un libro de Valente: Siete representaciones. El número siete del título coincide con el siete de González Martínez por obvios motivos: ambas obras remiten a los pecados capitales de la Edad Media cristiana. Los vacíos, las caídas, la carcoma y, en síntesis, el reverso de lo conocido, la retirada o ausencia del amor, son los territorios nocionales ―asombrosos y hasta inimaginables muchas veces― en que, según Valente, “nace la envidia”:

De la caída de la tarde,
de lo que se desliza ya desde la noche
y solapado alarga su sombra por los muros
como amarilla hiedra,
nace la envidia.
[…]

Como animal de lenta procedencia,
como ceniza o sierpe y humo pálido,
amarilla y opaca, fiel reflejo
de lo arriba radiante,
nace la envidia.
[…]

Nace como la noche
de inagotable ausencia,
de muros arañados,
de vacíos espacios,
perpetua y giratoria,
sobre el rastro lunar del que más ama.


El imaginario del poema de Valente, primera representación del conjunto que informa el citado volumen, es evidentemente cosmológico y hasta climatológico. De “la caída de la tarde” a “la noche”, de “lo arriba radiante” a la “sombra” que se “alarga” o va extendiéndose “como amarilla hiedra”, de los “vacíos espacios” a la envidia misma, “perpetua y giratoria”, semejante a un astro parasitario del “rastro lunar” ajeno, el texto parece trazar un mapa estelar como los que se pueden admirar en ciertos libros de horas de la Europa medieval y renacentista (como, por ejemplo, el de Las muy ricas horas del duque de Berry, en algunas de cuyas páginas el cuerpo humano es comparado, en tanto imagen, con la bóveda celeste, ordenada ésta en función de los emblemas del zodiaco). Tales mapas y libros, a decir verdad, no están lejos ―en lo iconológico― de los frescos de Giotto en la capilla Scrovegni o Los pecados capitales del Bosco, con sus violentas figuraciones lenguaraces de la envidia.

Un verso y medio de Valente, por lo demás, explota la vieja relación cultural de la envidia con Leviatán, demonio tradicionalmente concebido en forma de serpiente marina: “Como animal de lenta procedencia, / como ceniza o sierpe…” Reflejo inverso de las criaturas divinas, la serpiente de la envidia es representada en pinturas y grabados con el hocico abierto y la lengua enhiesta, y diferentes idiomas reservan idéntico significado a expresiones como “lenguas viperinas”, langue de vipère o língua viperina, esto es: lenguas envidiosas, como en la balada de François Villon. Vale la pena reflexionar, en este sentido, a propósito del “silencio azul” de la estrella y del “callar eterno” de la piedra en el soneto de González Martínez: envidioso del silencio, el poeta se concibe a sí mismo como un ser de palabra, incluso parlanchín, que hace mal uso de la lengua, como la víbora que simboliza el pecado en que incurre.

La palabra yo condensa, desde mi perspectiva, las principales diferencias entre los poemas de González Martínez y Valente: mientras el mexicano dice confesar un vicio propio, el español apunta en dirección de un monstruo naciente y objetivo; mientras uno se vale de su confesión para lamentar “el fiero castigo de la duda”, el otro se retrae como individuo y rinde una suerte de testimonio alucinado, sin llanto ni celebración. El crítico Miguel García Posada, en 1979, resaltó en la poesía de Valente cuatro características: “vigor verbal, potencia imaginativa, capacidad de sarcasmo y tono profético”. Sin saberlo, García Posada estaba ofreciendo una especie de negativo fotográfico del estilo de González Martínez, que los críticos han limitado por lo regular a la palabra moderada y la templanza moral.

En todo caso, ni el epicúreo González Martínez ni el severo Valente se inclinan por la fustigación humorística de la envidia, típica en el epigrama latino y en abundantes moralistas e ilustrados. El “sino augusto” de la piedra y la estrella, según lo califica González Martínez, parece también atraer a Valente. Ambos poetas, en el fondo, presentan con vestiduras de observación ética una disyuntiva estética: desatar la palabra, o sea la lengua, como la sierpe de la envidia, por una parte, o escuchar callando y sólo hablar en sintonía con la justicia, por la otra.

Repaso, para concluir, “El condenado” de Juan José Arreola. Su protagonista, en el último párrafo, se refiere al “modesto ataúd” en que descansan sus propios restos: “La humedad, la carcoma y la envidia lo destruyen”, afirma. La enumeración es elocuente: la envidia, de orden moral, parece no pertenecer al mismo universo que la humedad y la carcoma, de orden físico, pero es en verdad incontenible y corrosiva, y su realidad conviene a cierta clase de pesimismo materialista que poetas como Valente y González Martínez, e incluso Rubén Darío, han asentado en sus poemas.


(Este artículo apareció a fines del año pasado en Moenia, el anuario de linguística y literatura de la Universidad de Santiago de Compostela, y en particular del campus de Lugo.)