6 de junio de 2006

Por nada

Tan vago es el concepto de cultura, tan vasta —o, si se prefiere, tan escasamente concreta— la realidad que se pretende representar con él, tan poco exitoso el empeño por asignarle contenidos al sustantivo en cuestión, que todo esfuerzo por hablar de política “desde la cultura” en vísperas de una jornada electoral como la del próximo 2 de julio se antoja inapropiado, no tanto porque valga o no la pena tocar el tema cuanto por la baja envergadura que tendría en este caso una intervención casi venida de ninguna parte. Y me apresuro a subrayarlo: no estoy exagerando al etiquetar por adelantado esta nota como expedida (o casi) desde ningún lugar. José Woldenberg ha declarado recientemente: “nadie piensa que a estas alturas todavía puedan producirse reformas profundas al régimen de gobierno (como hubiese sido deseable)”.

Nadie piensa… Si me atengo a la resolución de Woldenberg, mi nombre debe ser —como el de Ulises enfrentado al cíclope— Nadie. Vuelvo a leer la frase categórica y no llego a dilucidar ni el modo ni el tiempo ya no digamos verbal, sino moral del “como hubiese sido deseable”. Ignoro si la higiene del paréntesis baste para evitarme la previa condena de ser poquita cosa, porque yo sí creo (éste no es asunto de pensar, sino de creer: Woldenberg utiliza el verbo pensar como se usa por lo común el to think inglés: con el sentido de creer, o sea de tener algo por cierto) que precisamente “a estas alturas” el “régimen de gobierno” puede y tiene que ser transformado y modernizado, por no decir alterado y saboteado.

Costumbre generalizada es culpar al presidencialismo de todo y lo contrario, y en México la llamada “institución presidencial” está pasando en poco tiempo de ser la encarnación del máximo poder puesto al servicio de la máxima maldad a glorificarse como suprema y tentadora justificación de toda la candidez y de todas las incapacidades imaginables. Téngase bien presente que, gane quien gane las elecciones, no logrará verse respaldado por más del 35% de los votantes. Luego, está bien claro que nadie (como diría José Woldenberg) puede creerse la historia de que votando por este candidato o aquél conseguirá que sus nobles ideales lleguen a Palacio Nacional, habida cuenta de los obstáculos que por supuesto le interpondrán las dos principales minorías en el Poder Legislativo.

Por lo tanto, llegar a la Presidencia de la República equivale hoy por hoy a cobrar un buen sueldo sin responder por demasiadas obligaciones, todo ello procurándose una excelente oportunidad para trabar amistades perdurables (ya que nada es más triste que jubilarse de Presidente y no tener con quién ir al golf). ¿No sería mejor que la Presidencia de la República fuera una instancia plural, de jefatura mitigada y composición tan abierta como el propio Congreso de la Unión? Quizá con ello se ganaría, por lo menos, que artículos como éste (redactado desde la nada por alguien que anulará sus boletas de votación el 2 de julio) no tuvieran por qué ser concebidos.



("Por nada" se publicó en Mural el pasado 4 de junio.)

1 de junio de 2006

Muñoz Molina: el diálogo y el aprendizaje

Teresa González Arce, El aprendizaje de la mirada. La experiencia hermenéutica en la obra de Antonio Muñoz Molina, Guadalajara: Universidad de Guadalajara, 2005, 425 pp. (ISBN: 970-27-0702-1.)

A primera vista, es por lo menos curioso que la nueva literatura española, tan intensa y extensamente promovida (o, no sé si mejor o peor aún, promocionada) por agencias y consorcios editoriales, no haya encontrado a la fecha más que una tímida recepción crítica en los medios universitarios no peninsulares. Cuando menos en México, no me parece que los esfuerzos de algunos profesores —entre los que debo contarme— por estudiar y dar a estudiar la narrativa, la poesía, el ensayo y el teatro escritos en España tras la muerte de Francisco Franco en 1975, e incluso el periodismo, la canción popular y el cine, basten por el momento para considerar satisfecho el a veces evidente, a veces apenas presumible deseo de alumnos y lectores en general de acercarse y conocer a fondo a Soledad Puértolas, Eduardo Mendoza, José Sanchis Sinisterra, Olvido García Valdés, Javier Marías, Manuel Rivas, Rosa Montero, Álex de la Iglesia, Julio Medem o Santiago Auserón, por mencionar sólo unos cuantos nombres. En el caso de autores más jóvenes, como los narradores de la llamada generación del Kronen, el desamparo crítico de la mayoría de lectores y el desinterés de las universidades resultan más claros todavía.

En este contexto —y, de alguna forma, con miras a remediar en parte la situación que va implícita en él—, Teresa González Arce ha publicado en español su excepcional estudio sobre Antonio Muñoz Molina, El aprendizaje de la mirada. En junio de 2004, el CERS de Montpellier había editado ya la versión francesa del mismo libro (L’apprentissage du regard), que también es la versión original. González Arce, profesora en la Universidad de Guadalajara, se doctoró en 2001 en la Universidad Paul Valéry de Montpellier con esta investigación; suena lógico, entonces, que su doble filiación institucional esté representada hoy por hoy en los respectivos pies de imprenta de su obra en ambos idiomas.

Nacido en Úbeda, provincia de Jaén, en 1956, Antonio Muñoz Molina es autor de numerosos libros de artículos (El Robinson urbano, Diario del Nautilus, Las apariencias, La vida por delante), ensayos (La realidad de la ficción, Córdoba de los omeyas, Pura alegría), cuentos (Nada del otro mundo), memorias y libros de viaje (Ardor guerrero, Ventanas de Manhattan) y, sobre todo, novelas (Beatus ille, El invierno en Lisboa, Beltenebros, El jinete polaco, Los misterios de Madrid, El dueño del secreto, Plenilunio, Sefarad, Carlota Fainberg, En ausencia de Blanca). Es importante advertir que algunos especialistas, casi siempre con malos argumentos, ordenan en dos grupos distintos las novelas de Muñoz Molina: las más voluminosas y “serias” por una parte (Beatus ille, El jinete polaco, Plenilunio, Sefarad) y las más breves, teóricamente “menores” por el hecho de apegarse a la narrativa de género humorístico, policial o fantástico de manera más o menos explícita, por otra parte (El invierno en Lisboa, Beltenebros, Los misterios de Madrid, El dueño del secreto, Carlota Fainberg, En ausencia de Blanca). Teresa González Arce no convalida semejante manía divisoria y, en buena medida, va estructurando su discurso desde una perspectiva que le permite demostrar precisamente lo contrario: prosista elegante y apasionado, Muñoz Molina es, para ella, responsable de una obra coherente, sin adherencias ni sobrantes; una obra de la cual ningún elemento puede ser marginado sin perjuicio.

Desde la introducción, González Arce refiere los nombres y los trabajos de dos de sus precursoras en el estudio de la obra de Muñoz Molina: la francesa Christine Pérès y la española María Lourdes Cobo Navajas. Debe subrayarse, primero que nada, que la investigación de González Arce comparte con las de Cobo Navajas y Pérès un mismo corpus en cuanto a las novelas de Muñoz Molina se refiere: las tres autoras trabajan particularmente con Beatus ille (1986), El invierno en Lisboa (1987), Beltenebros (1989) y El jinete polaco (1991), esto es: con las primeras cuatro novelas del ubetense. Premio Planeta en 1991, El jinete polaco supuso de alguna forma la consagración de Muñoz Molina; por lo demás, en vista de sus temas principales (la ruptura emocional con respecto al pueblo natal y la reconciliación posterior, y el encuentro del protagonista consigo mismo tras un intencionado y largo escamoteo de su propia identidad) y de su forma de Bildungsroman, tiene sentido atribuir a esta novela funciones de parteaguas en el proceso de maduración de su autor. Luego, reconocer la congruencia de los libros publicados por Muñoz Molina entre 1984 y 1991 equivale a identificar, dans l’œuf, el desarrollo ulterior de su producción. En todo caso, ni González Arce ni Pérès ni Cobo Navajas reducen sus investigaciones a las cuatro novelas en cuestión: las tres, cada cual a su manera, y como hace también la mexicana Lourdes Franco Bagnouls en Los dones del espejo. La narrativa de Antonio Muñoz Molina (2001), manejan la suma de los artículos, ensayos, memoirs y demás novelas del escritor andaluz.

Es en el uso particular que hace González Arce del corpus fundamental y de las referencias complementarias donde reside gran parte del interés de su libro, desde luego. Sin embargo, sería un error limitar a tales peculiaridades la importancia del volumen. El aprendizaje de la mirada es un estudio profesoral en la mejor acepción del término, y puede ser consultado con verdadero provecho académico, pero también es un ensayo muy bien concebido y escrito, con personalidad y planteamientos propios al margen de su materia de análisis (o acaso no al margen, pero sí al parejo de su tema evidente: la obra de Muñoz Molina). Organizado en tres grandes partes, compuestas por cuatro capítulos la primera, cuatro la segunda y tres la tercera, El aprendizaje de la mirada se propone (y consigue) “presentar el trabajo de Antonio Muñoz Molina en toda su dimensión hermenéutica, esto es: como una práctica destinada a la comprensión y a la interpretación de un pasado vuelto visible gracias a la palabra” [p. 22]. Ello implica por lo menos un doble acercamiento a las novelas estudiadas (a sus procedimientos, a sus temas y a la caracterización de sus personajes, en la primera parte, y al trasfondo mítico de la contextura narrativa y simbólica de tales narraciones, en la segunda) y una sólida y profunda lectura de las conferencias, ensayos, artículos de opinión e incluso entrevistas de Muñoz Molina (en la tercera parte). El talante individual de González Arce queda expuesto desde la introducción y se manifiesta con plenitud en los primeros dos apartados del volumen, pero es en el tercero donde se vuelve definitivo y, por así decirlo, intransferible. Diferentes y decisivos episodios de la historia española, desde que Francisco Giner de los Ríos fundó la Institución Libre de Enseñanza en 1876 hasta que la España democrática se incorporó a la Unión Europea en 1986, pasando por la Segunda República y por la dictadura de Franco, se dan cita en la tercera parte no sólo para explicar la obra de Muñoz Molina en su contexto, sino para mostrar en qué medida los avances y retrocesos de las mentalidades e instituciones peninsulares han encontrado en el autor de Beatus ille a un interlocutor sensato y emocionado.

González Arce tiene de la novela —y, justo es decirlo, de la literatura en general— una idea compleja o, si se prefiere, comprensiva: la entiende como un espacio de permutaciones y entrecruzamientos, de vaivenes y transacciones permanentes entre lo subjetivo y lo colectivo, el mito y la historia, la invención personal y la tradición. Se trata, para mayor goce de sus lectores, de un concepto cuya densidad teórica está siempre verificándose, haciendo contacto con la obra de Muñoz Molina, volviéndose práctica. Aunque su libro está en diálogo constante con Gadamer y Ricœur, con Vernant y Eliade, con Brunel y Todorov, con Durand y Freud, González Arce nunca se demora en abstracciones. Casi no hay página en El aprendizaje de la mirada que no contenga el nombre de Antonio Muñoz Molina o el de alguno de sus libros o personajes. Gracias a ello el volumen tiene garantizado el interés continuo de quien se acerque a leerlo, por necesidad universitaria o por gusto: su verosimilitud, como si de un relato se tratara, le viene de su tenacidad interpretativa y de su honesta convicción en la importancia del asunto central.

“Obra nacida de la vivencia y destinada a devenir ella misma una vivencia” [p. 412], la de Muñoz Molina bien podría compartir esta definición con la de González Arce: la experiencia de una lectura escrupulosa y despierta, pero también afectiva y entusiasta, se puede casi tocar en El aprendizaje de la mirada, en sus premisas y en su desarrollo, en su efervescencia interna y en sus conclusiones.



(Esta reseña se publicó en el número 19, correspondiente al otoño de 2005, de la Revista de Humanidades del Tec de Monterrey.)