28 de mayo de 2004

Cercanía de Roberto Juarroz

Es del todo común que los poetas, al igual que los artistas de cualquier otra disciplina, se formen ideas con respecto a su propio trabajo y las manifiesten y defiendan más o menos abiertamente. Común es también que dichas ideas no coincidan siempre, o coincidan sólo en parte, con las que lectores aficionados, maestros de literatura o críticos profesionales tengan acerca del mismo trabajo, esto es: de los mismos poemas. La figura moderna del “poeta crítico” es, por estos motivos, más rica y variable de lo que a primera vista pareciera. El poeta crítico, en principio, se distingue de los poetas convencionales en cuanto es capaz de representarse las constantes y las excepciones de la tradición que lo acoge y, sobre todo, en cuanto su palabra se orienta según los ejes paralelos de la inspiración y del pensamiento. Conviene agregar, en segunda instancia, que poeta crítico es aquél destinado —vale decir, tal vez, condenado— a la permanente lucidez y a la rigurosa obstinación de la que hablaba Leonardo: puesto que no puede limitarse a repetir los mecánicos patrones formales de cierta concepción caduca de la poesía, y en la medida que puede contar sólo con su propia formación y con su propia manera de vincularse con sus predecesores, el poeta crítico debe conocer y encarar mejor que nadie las debilidades de su obra y, desde luego, también sus virtudes y hallazgos. Esta razón, desde mi punto de vista, explica las nada infrecuentes divergencias entre la imagen que los poetas van formándose a propósito de sus poemas y la opinión que sus demás lectores van concibiendo por su parte.

En las tradiciones modernas de lengua española, y cada vez más en el conjunto de las tradiciones líricas de cualesquier idiomas y tiempos y latitudes, el argentino Roberto Juarroz ha encarnado con particular intensidad la figura del poeta crítico y ha padecido —sin hacer la menor ostentación de su padecimiento, por supuesto— la divergencia o el malentendido arriba descrito. La poesía de Juarroz, ordenada en quince volúmenes de Poesía vertical, dos de los cuales han aparecido tras la muerte de su autor, es (mucho se ha repetido) una poesía del pensamiento. En lo que sin duda no se ha insistido lo suficiente, sin embargo, es en lo que Juarroz entendía por pensamiento: una experiencia de global espiritualidad, suma de inteligencia y emoción, cruce de intuición relampagueante y paciencia especulativa. En realidad, incluso las nociones de inteligencia y emoción, de intuición y especulación, eran para Juarroz nociones complementarias —ya que no intercambiables ni difusas— y es de lo más fácil encontrar momentos de sus libros en que unas desembocan en las otras. “Hablo no sólo de la intuición como un fulgor o un relámpago, sino como una capacidad que va madurando como un fruto, una forma de la atención que se va haciendo cada vez más honda y poco a poco define las palabras, el modo de combinarlas”, declaró, por ejemplo, en conversación con Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo. Y agregó enseguida: “El uso del lenguaje por la poesía es un arte combinatorio infinito, que por otro lado responde al arte combinatorio infinito de la realidad en sí”.

Esta clase de convicciones, y la manera que tuvo de tratarlas por escrito y en formidables entrevistas, hicieron de Juarroz un poeta de famosa dificultad, árido y hasta monótono en la inepta opinión de algunos presuntos conocedores. Cerebral en exceso, Juarroz lo ha sido solamente para los que niegan la integridad humana de la poesía, que no tiene por qué reducirse a la pura emotividad —al puro sentimiento, signifique lo que signifique— ni a la mera exposición del ánimo y las anécdotas individuales. Nacido en 1925 y fallecido en 1995, Juarroz fue siempre discreto acerca de su cronología personal y al mismo tiempo habló siempre de su vida, es decir: de la “vida continua” (la expresión, que aquí descontextualizo, es de Javier Sologuren) y de sus aventuras modestas y reveladoras. He dicho arriba que, de sus quince libros de Poesía vertical, dos aparecieron luego de su muerte. El importante volumen de la Decimocuarta poesía vertical (ciento diez poemas y un “Tríptico vertical”) fue publicado en 1997; la Decimoquinta poesía vertical, más breve, apareció en 2002. Yo he conocido ambos títulos —dada la insensata rareza de las ediciones argentinas— en las entrañables y austeras publicaciones francesas de José Corti, bilingües para mi fortuna. Sin excepción, en todos esos libros encuentra su lugar un hombre, lo que suele llamarse una voz, un tejido riquísimo de sorpresas y angustias, de sobresaltos y meditaciones, de búsquedas mentales y exploraciones del cuerpo, la materia y la realidad más inmediata: “El humo es nuestra imagen. / Somos el resto de algo que se quema, / una evanescencia dificultosamente visible / que se disgrega en esta hipótesis del tiempo / como una promesa incumplida / que tal vez se formuló en otro tiempo...”

Es verdad que los poemas de Juarroz, como sus escasos e indispensables textos en prosa, vuelven con exacta naturalidad circular a unos pocos temas y lo hacen con la misma serenidad, con idéntica perplejidad minuciosa y reflexiva. Juarroz, acaso más que ningún otro poeta de su tiempo, del tiempo que seguirá llamándose presente, tiene vínculos evidentes con las formas intemporales de cierta sabiduría, de cierta filosofía transparente y concisa (no por accesible menos profunda y severa) que podemos hallar en la mística del Islam y en el Tao, en el budismo japonés y en determinados pensadores cristianos, en el jasidismo y en las religiones autóctonas de América. Movimientos religiosos en la mayoría de los casos: Juarroz, con todo, afirmaba que sólo profesaba la fe de la poesía, de la poesía —ya lo he dicho— como pensamiento. Dios, en la poesía de Juarroz, era un asunto de letra minúscula y supremo deseo: “Dios ha perdido su nombre. / No importa: / el sueño mayor no necesita nombre. / […] / Para nombrar a dios / basta con el hueco de los nombres”. Decir lo que no es, lo que no hay, se resuelve al cabo en la expresión de aquello que, sin existir, anuncia lo que somos y lo que puede colmarnos: “Sólo con el vacío / se puede llamar al vacío. / Y recibir una respuesta”.




(Este artículo apareció el 2 de noviembre de 2003 en el diario Mural de mi ciudad, Guadalajara. Fue una de las veinticuatro entregas de mi columna "Reloj en vela". Hoy quiero reproducirlo aquí por una razón editorial: en aquella publicación, el texto fue sensiblemente recortado. La versión que aquí puede leerse, por lo tanto, corresponde signo por signo con el artículo tal y como yo hubiera deseado que se publicara entonces.)

27 de mayo de 2004

Como adentro del agua

Vivo a tanta distancia de mis manos
que no alcanzo a atisbar
las palabras que escribo.

JUAN VICENTE PIQUERAS

Veo segundos por todas partes,
que sobran y que faltan. Que son piedras
arrojadas a un cielo, dadas a un mar por el que todavía
no pasan cuervos ni soldados.
Alejándose,
la lluvia gana los países vecinos: recupera

el vacío que no fue, la plenitud
que no será tampoco. El tiempo
es llegar tarde o es morirse
en la víspera. Estar es llegar siempre
a una ciudad que rostros anulados,
que sequías uniforman.

Las voces, los jardines,
los motores, las bocas, los ejércitos:
lengua que ignoro, ciencia
de ordenados misterios.
Todo está
cerca,

donde no lo alcanzo. Oigo
como adentro del agua.
Vivo tan lejos de mis manos
que no alcanzo a escribir
las palabras que miro.



(Poema de Reducido a polvo, libro ganador del Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 2004.)