12 de diciembre de 2005

Dos retratos de grupo

Tedi López Mills y Luis Felipe Fabre (selección), Anuario de poesía mexicana 2004, prólogo de Tedi López Mills, México: Fondo de Cultura Económica, col. Tezontle, 2005, 237 pp.

Francisco Hernández y Mario Bojórquez (selección), Los mejores poemas mexicanos (edición 2004), prólogo de Francisco Hernández, epílogo de Mario Bojórquez, México: Joaquín Mortiz / Fundación para las Letras Mexicanas, 2005, 183 pp.

Tal pareciera que a los poemas, a todos los poemas, les ha tocado por destino empezar a existir antes de lo previsto y luego tener que ajustarse a los ordenamientos y acomodos del tiempo. Sin ir muy lejos, el año 2005 figura en el subtítulo de Los mejores poemas mexicanos (edición 2005), pero lo cierto es que los textos agrupados en el volumen aparecieron en suplementos literarios y revistas a lo largo de 2004. Patrocinado por la Fundación para las Letras Mexicanas y editado por Joaquín Mortiz, el compendio —mitad antología, mitad anuario— fue preparado por Francisco Hernández con la colaboración de Mario Bojórquez, esto es: por un “poeta de reconocida trayectoria” (como suele decirse, aunque nunca se aclare si se trata de una trayectoria de bala o de arma blanca) en mancuerna con un poeta joven.

Antes y después de los ochenta poemas de otros tantos autores que se pueden leer en Los mejores poemas mexicanos, Hernández y Bojórquez han agregado un prólogo (del primero) y un epílogo (del segundo) que, junto con breves fichas curriculares de los poetas incluidos, un directorio de las publicaciones consultadas y la descripción hemerográfica de cada uno de los textos, redondean el conjunto y, en cierta forma, lo explican. Y es que, por estrategias comerciales más que presumibles, hay en este libro algo que automáticamente hace pedir explicaciones: el título en sí mismo. No debe creerse, pues, que al interior de Los mejores poemas mexicanos (por más que se le añada: edición 2005) figuren de verdad las grandes joyas que la cubierta promete. Lo que sí hay, qué duda cabe, son buenos poemas, excelentes algunos, que cumplen con la característica enunciada en el párrafo anterior: la de haber sido publicados en medios impresos periódicos (no en libros) en 2004.

El pie de imprenta de Los mejores poemas mexicanos es de septiembre de 2005. De agosto, según el colofón, es otro libro que se le asemeja profundamente. Me refiero al Anuario de poesía mexicana 2004 que ha publicado el Fondo de Cultura Económica. Lo importante, más que lo meramente curioso, es que dos libros con casi el mismo perfil hayan aparecido en forma simultánea: sin duda el Fondo de Cultura Económica, en sus diferentes colecciones, concede a la poesía mayor importancia que Joaquín Mortiz, pero ninguna de las dos editoriales había impreso (hasta la publicación del Anuario y de Los mejores poemas mexicanos) antologías más o menos actualizadas y estrictas del género en México, de modo que la coincidencia es digna de festejo. Ahora bien, como es obvio, el hecho de restringirse a un corpus anual despoja de perspectiva y condiciona, en cuanto a su eventual profundidad, tanto al Anuario como al volumen de Joaquín Mortiz. Es indispensable tener en cuenta dichos condicionamientos: la perspectiva histórica y la profundidad historiográfica son acaso los dos valores más destacables de las antologías poéticas, y en este caso ambas han sido sacrificadas en aras de una mayor inmediatez de los contenidos.

La selección del Anuario de poesía mexicana 2004 fue realizada por Tedi López Mills y Luis Felipe Fabre. Al igual que Los mejores poemas mexicanos, este Anuario contiene breves fichas curriculares de los poetas incluidos e informaciones prácticas a propósito de las revistas en las que aparecieron, a lo largo del año mencionado, los poemas. López Mills, a solas, firma un prólogo muy interesante de cuyas ambiciones acaso valga decir que rebasan con mucho las fronteras más bien frías y esquemáticas del volumen: si en libros como éste (como éstos, vale rectificar) los poemas recogidos hacen por fuerza un papel de muestra, ya que no pueden sino representar la obra de un poeta y la escritura de una época —o, mejor dicho, el transcurso editorial de un año—, también es justo advertir que la selección de los materiales empleados y la reconstrucción del contexto que los acogió en su origen es mérito de quien respalda el trabajo con su nombre, auténtico autor del discurso resultante, menos fragmentario de lo que se pensaría en un principio.

Acerca del título del Anuario de poesía mexicana 2004, cuando menos dos anotaciones pueden hacerse. La primera es que aquí, a diferencia de lo que ocurre con Los mejores poemas mexicanos, el verdadero carácter de la muestra se anuncia desde la cubierta, sin ambigüedades. La segunda es que, por el solo hecho de haber utilizado el sustantivo "anuario", López Mills y Fabre han sabido reconocer los antecedentes de su proyecto, aquellos anuarios de poesía mexicana que publicó el INBA en los años 80 y 90 del pasado siglo, a instancias de Víctor Sandoval.

Hay noventa y dos poemas en el Anuario, y por lo menos once le han parecido sobresalientes a quien esto escribe: los de Coral Bracho, Jorge Esquinca, Luis Ignacio Helguera, David Huerta, Eduardo Lizalde, Santiago Matías, Jorge Ortega, Víctor Ortiz Partida, Daniel Téllez, Fernando Toriz y Sergio Valero. Complementariamente, de los poemas que aparecen en Los mejores poemas mexicanos y no están al mismo tiempo en el Anuario, conviene destacar los de Luigi Amara, Jorge Fernández Granados, Alicia García Bergua, Mario Santiago Papasquiaro (si bien se trata de un poema escrito en 1975 y publicado ya en 1977), Ámbar Past, Blanca Luz Pulido y Víctor Sandoval. No se trata de incurrir en la manía de tarima olímpica o Billboard que rige por desdicha en la cabeza de tantos ejercitadores no de la crítica ni del pensamiento, sino del mandarinismo cultural contemporáneo. Más útil será derivar de aquí, por muy provisional que sea la muestra, una reflexión sobre la poesía mexicana de los últimos tiempos. Y es que, a contrapelo de lo que suele pensarse, no resulta claro que a la poesía mexicana de las últimas décadas la domine ora la tentación del estilo sublime, ora su presunta contraparte, la mal llamada “poesía de la experiencia” (o sea el avatar actual de las poéticas coloquiales del siglo XX). Si alguna dominante hubiera, lo adecuado sería buscarla entre la vocación de apertura —más que de ruptura estética— y el propósito de redondear las obras, de acabarlas en el sentido artesanal de la palabra.

Son muchas las interrogantes que suscitan ambas antologías o retratos de grupo, y no es menester ponerlas todas de manifiesto ni hallarles maniáticamente respuesta por ahora. Mejor es terminar con la doble recomendación de acercarse a los dos libros y buscar, en aquellos puntos donde ambos llegan a cruzarse, que no son pocos, una imagen vívida y presente de la poesía mexicana —escrita ya por mexicanos en México, ya por mexicanos en el extranjero, ya por extranjeros radicados en México, ya en castellano, ya en lenguas indígenas e incluso, gracias a Ramón Xirau, en catalán—, imagen que se hace inteligible gracias a sus limitaciones y que se nos aparece atravesada, más que sólo rodeada, por huecos y por carencias estimulantes. Leer poesía, después de todo, es un constante aprender a orientarse a oscuras, como en la noche de San Juan de la Cruz.




("Dos retratos de grupo" se publicó en Mural, en versión reducida, el 3 de diciembre de 2005. Aquí se publica el artículo en su integridad.)

5 de diciembre de 2005

Luz de Alatorre

Durante una conferencia dictada en junio de 1972, Antonio Alatorre declaró, entre otras cosas, lo siguiente: “Yo diría que un crítico es tanto mejor cuanto más comprensiva o abarcadora es su lectura, cuanto menos unilineal y predeterminada es la dirección de su juicio”. Acaso no esté de más apuntar que ya desde comienzos de la década del 50, y no sólo en México, Alatorre contaba con el respeto de los entendidos en el campo de la filología y los estudios literarios: campo en modo alguno endogámico, habida cuenta de las variadas influencias (de la estilística, de la lingüística estructural, del psicoanálisis, de la fenomenología, del existencialismo, del marxismo) que lo ensancharon a todo lo largo del siglo XX, y en cuya permeabilidad a los aportes de otras disciplinas cabe hallar sin duda un punto a favor del reconocimiento concedido al entonces joven estudioso, autor hoy de Los 1,001 años de la lengua española (1979) y El sueño erótico en la poesía española de los siglos de oro (2003), entre otros libros. Y es que Alatorre, podría decirse, llegó al medio académico para recordarle a críticos y filólogos cuán valioso era lo que ya sabían —o sea los haberes con los que ya contaban, organizados principalmente alrededor de la poética y la retórica clásicas— y hasta qué punto era importante pensárselo dos veces antes de malbaratar el conocimiento literario a los ofrecimientos de la sociología, la psicología o la semiología, en lugar de negociar con ellas en planos de igualdad.

Hoy he vuelto a leer aquella conferencia, “¿Qué es la crítica literaria?”, editada entre sus indispensables Ensayos sobre crítica literaria (1993), y he subrayado tres o cuatro frases que me parecen excepcionalmente valiosas. Alatorre opina, por ejemplo, en un primer esfuerzo de claridad expositiva, que “así como el cuento, el poema, la novela, han convertido en lenguaje la experiencia del autor, así la crítica de ese cuento, de ese poema, de esa novela, convierte en lenguaje la experiencia dejada por su lectura”. Ahora bien, a pesar de su nitidez, el paralelo trazado entre la “experiencia” del autor y la “experiencia” de sus lectores deja sobre la mesa la cuestión de qué podrá ser o a qué deberá llamársele así, experiencia. Será el mismo Alatorre quien, páginas adelante, haga frente al problema: “el crítico está aprendiendo siempre. […] El verdadero crítico habla desde su experiencia; y, como es natural, la experiencia de las obras literarias […] no tiene límite. Hay siempre cosas nuevas que leer, hay siempre nuevas lecturas posibles de obras ya leídas. El que considera la experiencia como una etapa que se concluye […] se está condenando a la fosilización y a la muerte”.

Si la “experiencia de las obras literarias” es una experiencia ilimitada, y si se trata por añadidura de una experiencia mixta o mestiza, de un espacio en el que se cruzan o convergen autores y lectores, bien puede razonarse que no es fácil determinar en dónde se acaba el aporte del poeta y empieza la contribución de su auditorio. Y es ahí, en esa fecunda indistinción entre lectura y escritura, entre creación y recepción, entre recepción y recreación, donde la crítica se vuelve no sólo posible, sino indispensable. “La crítica literaria tiene esto de curioso, esto que la distingue, por ejemplo, de la investigación científica: que en ella (en la crítica literaria) se identifican sujeto y objeto, mientras que en la investigación científica sujeto y objeto están separados”, dice igualmente Alatorre. Y añade a renglón seguido: “El hombre de ciencia puede apresar en sus redes una cosa obviamente distinta de lo que es él como persona; trabaja con lo que no es su yo; puede plantarse frente a ese objeto, rodearlo por todos lados, reconocerlo y delimitarlo. El crítico literario, en cambio, se enfrenta a sí mismo, trabaja con su propia experiencia, con su propio yo”.

Hay veces que no hace falta leer más: basta con distinguir la luz en donde brilla. Luz de la comprensión. Luz del ser comprensivo. Y luz, en particular, del apetito de saber y de saberse otro para el otro. Si tal es el poder de la literatura, tal es también el de la crítica.



("Luz de Alatorre" se publicó ayer, domingo 4 de diciembre de 2005, en Mural.)