25 de agosto de 2010

Paseo Dahlmann-Quijano

...don Quijote quiere darnos música, y no será mala, siendo suya.
CERVANTES, Don Quijote, II, 46


Jorge Luis Borges declaró alguna vez que las novedades le importaban menos que la verdad. “He cumplido sesenta y tantos años”, dijo literalmente hacia 1965; “a mi edad, las coincidencias o novedades importan menos que lo que uno cree verdadero.” Tiempo atrás, Borges había comenzado sus “Magias parciales del Quijote” (artículo de 1949 recogido en Otras inquisiciones, libro de 1952) por el mismo rumbo: “Es verosímil que estas observaciones hayan sido enunciadas alguna vez y, quizá, muchas veces; la discusión de su novedad me interesa menos que la de su posible verdad”. Ambos dichos, con la ironía propia de tales cosas, implicaron sin embargo —eran años, aquéllos, que anunciaban ya el boom de la narrativa experimental— una estricta y profunda novedad en su momento. Preferir la verdad, por vieja o manoseada que parezca, en lugar de la innovación formal, que puede no trasponer una lucidora superficie o apenas engrosar el inventario de los errores humanos, resulta para empezar una toma valiente de partido y viene a ser, en los mejores casos, el distintivo más genuino de la mejor creación artística. Imaginar o inventar porque no queda otro remedio, poniendo la invención y la imaginación al servicio del aprendizaje y de los esfuerzos que lleva implícitos, tiene que ser por fuerza diferente que imaginar o inventar porque sí, al margen de la necesidad. Y en la buena literatura se inventa porque no queda otro remedio, porque hace falta conocer o entender algo y porque nada más la ficción vale ahí como herramienta, como asidero, como salvación.

A propósito de uno de sus cuentos, “El Sur”, Borges afirmó en el prólogo a la segunda parte de Ficciones (edición de 1956): “es acaso mi mejor cuento”. Acto seguido esbozó, de modo no menos escueto, una misteriosa interpretación del texto: “básteme prevenir que es posible leerlo como directa narración de hechos novelescos y también de otro modo”. Todo esto es bien sabido por lectores abundantes de Borges, de manera que recordarlo no es por supuesto inventar nada. La historia que se narra en “El Sur” es la de Juan Dahlmann, “secretario de una biblioteca municipal” atenazado por “los años, el desgano y la soledad” y condenado estúpida, brutalmente a morir por un accidente doméstico.

He dicho: condenado a morir. Lo cierto es que Dahlmann sobrevive al accidente, o sueña que no muere. Dahlmann, al salir del hospital, decide convalecer en el campo, en la llanura: en el Sur del título. Antes de llegar a su finca de provincia, Dahlmann se detiene a comer en un “almacén”, esto es: en una fonda o cantina popular. Unos borrachos le buscan pleito, y la circunstancia lo empuja por último a no rechazar ese combate de navajas que tal vez lo matará definitivamente. Leves detalles de la escena (como el hecho de que lo llame por su nombre un aparente desconocido) marcan al sesgo el entendimiento que, sin formarse del todo, tiene Dahlmann de su propia experiencia. El “otro modo” en que puede leerse la narración —ya se adivina— es heroico y fantástico: el protagonista corrige, al agonizar, la muerte hospitalaria y chapucera que le reservó un mero accidente, y procede a morir en cambio por su arrojo y con plena conciencia. “La segunda lectura”, como habrá comentado Emir Rodríguez Monegal, “puede ser fantástica: en vez de morir peleando un duelo a cuchillo en el Sur, Juan Dahlmann muere antes, y realmente, en la sala de operaciones, mientras delira con el imposible retorno a sus raíces.” Quedaba por decir, en efecto, que Dahlmann es un apasionado lector de relatos costumbristas, habitados por cuchilleros tremendos y valerosos.

No mencioné al azar, líneas arriba, el ensayo de Borges titulado “Magias parciales del Quijote”. Por mucho que lo desdeñara en charlas intempestivas, Borges amaba el Quijote de Cervantes y lo criticaba en ese tono que muchos han juzgado poco menos que irrespetuoso y en exceso impaciente, cuando no avasallador, pero que no es en el fondo más que pura interrogación, deseo de conocimiento —sincero al cabo, aunque descortés— y, en consecuencia, verdadero impulso de conciliación. La sola historia de Juan Dahlmann, como yo quiero demostrarlo, prueba con elementos conmovedores la necesidad que Borges tuvo de comprender y, mejor aún, de acercarse a la novela mayor de Cervantes y de la entera modernidad occidental. En muchas ocasiones (la práctica del juego infantil, sin ir más lejos, apunta en esta dirección) lo mejor no es tanto analizar un objeto como reproducirlo a escala y de manera sintética para entonces aproximársele con propiedad. Y así como hace falta ver contra un fondo negro una taza de café para entender, por el humo, que todavía está caliente, así también el modelo sintético es entendido por su contraste y su proximidad con el original que representa. El esfuerzo que Borges emprendió para comprender el Quijote acaso llegó a su punto más hondo cuando el argentino escribió “El Sur”.

Hablo, sin más, de leer el Quijote como si fuera “El Sur”. Hablo también de leer “El Sur” como si fuera un modelo comprensivo del Quijote. Un hidalgo más o menos entrado en años, llamado probablemente Alonso Quijano, Quijana, Quesada o Quijada, que añora la valentía de ciertos caballeros novelescos y resuelve, aconsejado por el delirio, salir al campo en busca de aventuras, acaba teniendo mucho de Juan Dahlmann. Al comenzar el Quijote, apenas en el capítulo IV de la primera parte, Quijano es apaleado hasta el cansancio por un mozo de mulas “que no debía de ser muy bien intencionado” y que, justo es decirlo, no hace más que aprovechar un tropezón de Rocinante, caballo del hidalgo. De aceptar el “otro modo” en que puede interpretarse la historia de Juan Dahlmann, y convenido el paralelo Dahlmann-Quijano, valdría conjeturar que don Quijote muere (por culpa, ya se ha dicho, de un accidente) al empezar la novela que lleva su nombre. Y que, al agonizar, es dado al personaje reanudar su aventura en una especie de prórroga, una suerte de vida extraordinaria, si bien ha de vivirla en presencia de gente vulgar y de negocios triviales que su fantasía transformará en personas eminentes y deberes insoslayables. También le será dado el privilegio de hallar un formidable amigo, Sancho, que asistirá por fin a su muerte de héroe.

Deseoso de leer “un ejemplar descabalado de las Mil y una noches” que recién ha conseguido, Juan Dahlmann descuida el paso y sufre un accidente quizás mortal. Su pasión de lector, como a don Quijote, lo habrá condenado trágicamente. Pero las invenciones y los delirios de su lecho de muerte, y el intenso deseo de no morir sin gloria, y la imaginación en suma, lo habrán salvado como salvaron a su insospechado ancestro manchego.


(Publiqué hace más de siete años, en enero de 2003, este artículo en Mural. Hoy lo retomo con el pretexto de los 111 años del nacimiento de Borges, festejados ayer.)