17 de junio de 2011

Tario a pique

Pese al hecho de abundar en amores y en oficios, la vida de Francisco Peláez no ha conseguido eludir la austeridad de los resúmenes. Nacido en 1911, Peláez fue portero titular del club Asturias, pianista, viajero, astrónomo aficionado, propietario de un cine y —esto lo repetimos únicamente de oídas— místico del naturismo. Siendo muy joven, quizá entre los veinticinco y los veintinueve años de su edad, Peláez redactó (a la sombra de Dostoievski) una larga novela: Los Vernovov, que arrojó al fuego apenas hubo corregido la página final.


Se dice que Peláez cambió su nombre por el de Tario, o acaso llegó a ser él, que publicó La noche, su primer libro, en 1943. A diferencia de la biografía de Peláez, su gemelo antagónico, el expediente de Tario no cuenta escenas “vitales”. Con todo, una y otro suelen confundirse ante los ojos de la crítica: Tario es Peláez, y viceversa. Dispersa o agrupada en once libros —dos de los cuales fueron impresos muchos años después de la muerte de su autor—, la obra de Tario es festejada y codiciada a un tiempo. Festejada por el chispeante o melancólico, variable humor de su prosa magnífica; codiciada por su escasez, por su lejanía editorial. Peláez: la exuberancia; Tario: el ocultamiento.

En 1951 apareció un libro de difícil clasificación (y extrañamente difícil de conseguir, para los lectores de hoy, si pensamos en los siete mil ejemplares de su primer tiro). Su título: Acapulco en el sueño. Fotografías de Lola Álvarez Bravo hacían el par a textos —diálogos, meditaciones, aforismos, relatos, poemas, transcripciones, falsificaciones— de Francisco Tario. Una serigrafía de Carlos Mérida cubría su portada. Fotografías de Lola Álvarez Bravo que alguna vez tuvieron por modelo al propio Tario. En el Sexto Curso Nacional de Literatura, celebrado en la ciudad de Guanajuato del 27 de noviembre al 1º de diciembre de 1995 y dirigido por el poeta David Huerta, cierto escritor de Guadalajara evocó la historia de una de aquellas fotografías. Yo reproduzco el testimonio que el pintor Sergio Peláez, hijo simultáneo de Francisco Tario y de Francisco Peláez, rindió a Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo hacia 1989. Para el caso es lo mismo:

Estábamos mi hermano Julio y yo en la casa de la calle de Etla en la ciudad de México, y de pronto llegó una petición de mi padre desde Acapulco. Al conocer los artículos que nos pedía le enviáramos, mi madre y nosotros quedamos estupefactos. Mi padre acostumbraba en el furor solar de la costa acapulqueña vestir ligeras camisas de color turquesa, pantalones cortos y guaraches... o caminaba descalzo buscando la frescura de las calles [...] Y en ese contexto, su solicitud de un sombrero de ala ancha y un pesado traje gris de calle, con botonadura cruzada, nos pareció inconcebible. ¿Para qué necesitaba tal indumentaria? Tiempo más tarde nos mostró una de las fotografías de Acapulco en el sueño, en la cual así vestido, de anteojos oscuros, en la boca un puro y maleta en mano, posa en la proa de un barco que se hunde.


Pude hacerme una idea muy clara de la fotografía descrita. Tan clara, tanto, que un par de días después, bobeando ante un mostrador sin muchas ganas, desconfié al ver en la portada de un libro el retrato de un hombre casi familiar, extravagante: de sombrero, pantalón de pinzas, lentes ahumados, saco de botonadura cruzada y maleta en mano, miraba ¿qué? desde la cubierta de un velero en ruinas. Yo no tenía dinero para comprar ese libro (se trataba, para más señas, de una novela de Barry Gifford: Puerto Trópico) pero no tuve que hacer un gran esfuerzo para memorizar lo que verdaderamente me importaba.

* * *

Es un hombre alto.

Nada hay, a primera vista, que nos informe sobre su estatura. De acuerdo. Pero, examinada la imagen detenidamente, diríamos que la grandeza del paisaje, más que oprimir a este hombre, le concede una estatura increíble.

O, si somos exigentes, una estatura incómoda: ¿qué utilidades puede reportar el cuerpo —de fábrica divina, quién lo duda— de un héroe o semidiós en el exilio? ¿A qué servirá toda esa distancia entre la cabeza y los pies, cuando sobre la cabeza no hay más que un cielo extranjero y bajo los pies ningún terreno conocido? ¿A qué servirá el tamaño, por mitológico que sea?

Porque hablamos de un héroe: su puño izquierdo, relajado aunque un tanto nervioso, añora evidentemente la consistencia guerrera del escudo.

Porque hablamos de un exiliado: ahí están el traje y los anteojos, que buscan distraer de forma tímida, con un pudor ostentoso, la identidad de un hombre que al cabo será presa de gratuitos rencores y de suspicacias.

Porque hablamos, en fin, de un hechicero: de un mago que finge gravedad pero sabemos a punto de la risa.


El paisaje comporta una suave inclinación, que no apreciarían los desatentos. Al fondo, muy atrás, discreta pero sabiamente visible, hallamos lo que debería ser la eterna horizontal del agua, y es una diagonal. Y si aquello no fuera el mar, que no puede no serlo, queda la rara tendencia de la maleta. Aferrado al puño derecho de su dueño, este baúl niega cualquier Ley de la Gravitación y prolonga la tensa oblicuidad del sujeto que nos ocupa. He aquí su hechicería, su magia.

El barco náufrago envuelve de tristeza la imagen y reprime toda posible nimiedad. Un personaje de sombrero ladeado y cigarro entre los dientes puede carecer de importancia, pero ¿cómo sería banal o insípido un barco que se hunde? Y más aún: ¿cómo podríamos retirar, de un barco hundido, la tragedia? ¿Cómo lavar el llanto de una cubierta carcomida? Más que oponer su derechura al vértigo asesino de las tempestades, el mástil desciende como un heraldo celestial, como un rayo que se petrifica en la calcinación de sus víctimas.

Hay, lo recordamos, un hombre. Es alto, acaso muy alto, y no pasará mucho tiempo en estas playas.

* * *

Joaquín Díez-Canedo hizo en 1951 la primera edición de Acapulco en el sueño. Tuvieron que pasar cuatro décadas para que alguien patrocinara una reimpresión. El mérito correspondió a la Fundación Cultural Televisa: en junio de 1993, veinte mil facsímiles de Acapulco en el sueño fueron despachados por los talleres de Reproducciones Fotomecánicas, S. A. de C. V.

Veinte mil ejemplares, y Acapulco en el sueño (lo digo con un poco de tristeza y un poco de orgullo) es todavía un libro difícil de conseguir.


(Este año se cumplen cien del nacimiento de Francisco Tario, gran cuentista mexicano. "Tario a pique" apareció primero, si recuerdo bien, en el La Cultura en Occidente, suplemento literario (ya extinto, pese a las muchas y diferentes vidas que le tocó vivir) del periódico El Occidental. Después lo incluí en mi libro Signos vitales, que publicó la UNAM en 2005. Lo retomo ahora porque centenario rima con Tario.)