10 de julio de 2007

Todo a partir de un grano: Voluntad de la luz

“La poesía no narra: sueña”, según recientes declaraciones de Luis Armenta Malpica. Lacónica profesión de fe que, sin embargo, debe comprenderse como el planteamiento de un verdadero problema tratándose del poeta nacido en 1961. Y es que Voluntad de la luz, poemario inicial de un grupo de al menos diez que Armenta publicara en otros tantos años —los diez que transcurrieron entre la primera edición del referido poemario, en 1996, con el sello de Mantis, y la tercera, en 2006, en la colección La Centena—, aparentemente puede ser leído como un libro de poesía narrativa.

Tal apariencia encuentra su razón de ser, ya que no su justificación, en el hecho de que Armenta, en Voluntad de la luz, emite y ordena sus palabras acogiéndose desde un principio a un modelo arcaico, en el sentido más noble de la expresión: el poema cosmogónico. Éste, por su parte, figura —en el imaginario de la especie humana— tan lejos o, si se prefiere, tan cerca del relato como del cantar lírico, equidistante de la ficción y la canción. En este orden de cosas, lo más normal parecería dar por sentado que, al acogerse al poema cosmogónico, el poeta contemporáneo se acoge también al ritmo y a la estructura sucesiva de la narración. Por ello, de buenas a primeras, resulta conflictivo que Armenta declare que la poesía, más que narrar, sueña.

Dado lo anterior, vale la pena remitirse al poema cosmogónico por excelencia de la tradición judeocristiana. Me refiero, naturalmente, a los once capítulos iniciales del Génesis, que constituyen la parte liminar de dicho libro. Del “principio” mencionado en el primer versículo, el de la Creación en sentido estricto, a la emigración rumbo a Palestina de Abram (el posterior Abraham) desde su tierra natal, Ur, el Génesis va presentando por etapas la disipación del nebuloso vacío primigenio, la separación del cielo y las aguas y la tierra, el brote de la hierba y los árboles frutales, la invención del hombre y la mujer, la vida en el Paraíso terrenal, la Caída y la expulsión subsiguiente, la rivalidad entre los hermanos, el asentamiento en ciudades, el Diluvio y, tras la inundación, el “pacto con la tierra” o alianza de Dios con los hombres, la confusión de las lenguas y, en síntesis, el origen del Cosmos, la gestación del humano y las primeras hazañas de sus patriarcas y héroes. Presentado lo cual, a partir del duodécimo capítulo, el Génesis ya no es cosmogónico ni es, en rigor, poético: es la memoria de un pueblo y la crónica de apenas el comienzo de sus vicisitudes.

Cabe decir, entonces, que al interior del Génesis —en su principio— hay un poema cosmogónico, pero también que dicho poema es irreductible al resto del relato. Tal pareciera que la envergadura de los hechos presentados y de sus protagonistas, de cuya naturaleza divina o ancestral se desprende que no pueden existir auténticos testigos de visu ni narradores inmediatos de sus actos, exige del poema cosmogónico un tono categórico y absoluto, una especie de ritmo verbal originario, una fascinación o encanto de lenguaje naciente por obra del cual no hay forma de separar al sustantivo común de la metáfora. Es ahí donde comienza Voluntad de la luz: en el punto donde se percibe con toda claridad cómo la poesía cosmogónica, más que narración, es creación de lo narrable, de lo que luego podrá ser narrado; en el punto donde la dicción poética, comprensiblemente, sienta las bases del relato y lo precede.

Para entender mejor lo anterior, conviene sin duda repetir los versos iniciales de “Confirmación del grano”:
Grano.
Todo a partir de un grano.
Espiga lenta
el corazón del pez se preñó de raíces
y de insectos.
Se desgranaba el alba.

En poco más de veinte palabras, por lo menos diez figuras, emblemas o símbolos fundamentales del discurso bíblico —el grano, la espiga, las raíces, el pez, el insecto, el corazón, el amanecer, la fecundación, la totalidad, el origen— parecen convocarse unos a otros, condensarse y, al hacerlo, conformar seis versos que impulsan, por su parte, la composición del poema propiamente dicho. El poema es lo que se desgrana tras la estrofa citada: el “alba”, sí, pero también el sueño al que Armenta Malpica se habría referido desde un principio: “La poesía no narra: sueña”. O bien, en otro de los poemas de Voluntad de la luz, el que se titula “Fundaciones del pez”, cuando el hablante asume su identidad no por el expediente de revelar su nombre, sino por el de revelar su actividad, y afirma, casi en un exabrupto: “Esto es un sueño”.

Esto, en efecto, es un sueño. Voluntad de la luz es un sueño, pero no en el sentido fisiológico ni en el sentido psicoanalítico de la palabra. Esto es un sueño en la medida que se apega, desde los códigos y libertades que afianzan el estilo de su autor, al Primero sueño de Sor Juana y a su principal respuesta o complemento en la poesía del México moderno: Muerte sin fin, de José Gorostiza, que son “sueños” en el sentido que la poética y la retórica clásicas daban a esta palabra, es decir: meditaciones en primera persona en torno a la naturaleza de lo no visible, del vértigo interior del cuerpo, del fondo del mar y del fondo de la conciencia, de la realidad mineral de la tierra y de la proximidad alucinante de la muerte, del infierno y del cielo y, en suma, de aquellos componentes del universo que, si fueran expuestos a la mera vigilia, morirían o se volverían triviales. Como en Gorostiza y en Sor Juana, en Voluntad de la luz hay alusiones esporádicas —en este caso, a los Evangelios y al Credo en dos de los cuatro poemas en prosa que hay en el volumen, y a la poesía de Claudio Rodríguez y del propio Gorostiza en otras páginas— que refuerzan, como si fueran guiños de complicidad, la contextura referencial y hasta doctrinal del ensamblaje.

Ahora bien, cabe recordar qué pasa en el “sueño” de Luis Armenta Malpica. Excepto en el epílogo, donde la experiencia urbana y los recuerdos de adolescencia del poeta son asumidos como el verdadero sustrato del volumen, el pez y la migala son, por así decirlo, sus protagonistas. Un mundo esencialmente acuático gobierna, en principio, lo que Max Bilen llamaría el “comportamiento mítico-poético” de Armenta. El pez, aunque de género masculino en tanto sustantivo, se presenta como el componente femenino arcaico (“la mujer era / el pez. / Siempre lo ha sido”) del universo que poco a poco se ordena sobre la página. Se trata, sin embargo, de un espacio acuático en el que poco a poco asoma la tierra firme y, en ella, la tarántula (“Mas los hombres esperan / porque habrá de llegar de algún sitio / del hombre / la migala”). Ésta, por su parte, aunque de género femenino, encarna el componente masculino del esquema. Diferentes escenas de un pasado sin fechas, de un tiempo remoto y delirante, van conjugándose después en poemas de respiración amplia y asombros constantes: poemas en los que, a la larga, importa más la profecía que la crónica, más la visión que la rememoración, más el instante que los presumibles milenios a los que se va dando tratamiento.

Pero no es a través del mito ni del sueño como se puede aspirar a comprender este libro, ya que ni uno ni otro condicionan su belleza. La invención estrictamente discursiva de Armenta Malpica es original e interesante y su prosodia es, en general, flexible y seria. Pero cuando las frases de Voluntad de la luz conmueven y sorprenden —como sucede por lo regular con la buena poesía lírica— es cuando parecen torpes y pobres, esto es: cuando la contemplación de un misterio y cuando la revelación de una verdad palmaria vuelven inútil toda elocuencia. En este sentido, son frecuentes en Voluntad de la luz afirmaciones breves y ajustadas que mucho tienen de aforismo y casi de koan: “El pez no teme ahogarse”, “Casi nunca se pasa por la ceiba”, “la luz del sol inicia / donde nacen los hombres”, “El cuerpo abierto en dos es vulnerable” o “son las cosas sin nombre las que dañan”.

Sin que se trate de un libro particularmente largo, Voluntad de la luz va inculcando en su lector una sensación de amplitud. A través de un prólogo, tres apartados y un epílogo, los dieciocho poemas que forman el volumen saben tomarse su tiempo, al grado de aparentar incluso alguna ocasional prolijidad. Lo cierto es que la extensión considerable de casi todos los poemas convive a la perfección con brevedades concluyentes que se dejan entresacar y subrayar con gusto:
Los peces van sedientos
con su carga de sal
en la memoria.
Traen un olor a tierra descompuesta
de abajo del océano.

Con todo, es importante subrayar que tampoco la dimensión aforística o de sabiduría condensada resume la genuina seducción que Voluntad de la luz ejerce sobre sus lectores. “Volvía el invierno / como vuelven las cosas / a su origen”: versos como éstos, en los que la melancolía es abrazada sin aflicción y el tópico del retorno aparece como anudado al ciclo biológico del hombre, y éste al ciclo de las estaciones, y éste al ciclo general de lo viviente, confirman el interés prioritariamente lírico del poemario y fortalecen la fe sin la cual sería imposible desbrozar sus estrofas. Hablo, sin más, de la poesía como fe laica, como fe del entendimiento del otro con el uno y de uno consigo mismo. Para decirlo sin retruécanos, hablo de la poesía como fe de la identidad personal confirmada en los ritmos de la palabra:
El pez no sabe hablar la lengua de los hombres.
Poco entiende la suya.
Pero si escucha al viento, al mar
cuando se agita
en la piedra callada
se comprende mejor.
Y le es común entonces el zureo de un ave mensajera
el agudo siseo de la serpiente
y el himno del cardumen.
Esto le basta para saber que existe.

En los últimos años de su vida, Luis Cernuda escribió —con furia, con precisión y con ternura, como no podía ser de otro modo tratándose del autor de La realidad y el deseo— su indispensable “Historial de un libro”. En él relataba y esclarecía Cernuda los ritmos, los modos y la cronología del proceso que lo llevo a componer un solo y mismo libro a lo largo de su madurez. Acaso a Voluntad de la luz le vendría bien que su autor, Luis Armenta Malpica, escribiera sin excesos ni medias palabras el historial de su gestación, de sus primeros y segundos pasos en el mundo de los lectores —entre concursos literarios afortunados o desafortunados, ediciones varias y traducciones— y, en suma, de sus encuentros y desencuentros con la poesía mexicana de los años 90 y del nuevo siglo, en cuya pequeña o gran historia sin duda tiene sitio y a cuya configuración mitológica seguramente ha contribuido.



("Todo a partir de un grano: Voluntad de la luz" acaba de aparecer en el número 122 de la revista Crítica, correspondiente a los meses de julio y agosto del año en curso.)