5 de diciembre de 2009

Dos poemas en Conspiratio

PRONÓSTICO DEL TIEMPO

Algo sé de las cosas.
No se me han revelado las claves de la muerte
ni converso con ángeles o estatuas,
pero entiendo que al agua de los charcos
y al reflejo de un rostro en esas aguas
no se les llame de la misma forma,
pues no han de mitigar la misma sed.

Las ramas del naranjo
son manecillas de un reloj de frutos.

Aunque, a decir verdad, todo lo ignoro
tratándose de charcos y reflejos.
El tiempo es lo que pasa por delante
sin verme de reojo, sin frenar:
por delante del agua y de las piedras.
Yo apenas averiguo qué hay debajo,
qué hay detrás, qué hay adentro.
Algo sé de las cosas, como he dicho:
sé que van a perderse,
como las llaves y el pasado.

El reloj, como un árbol de minutos,
deja caer los más redondos
y conserva los tenues e inasibles.
Después de todo, el ángel y la estatua
conversan entre sí, miran al cielo
y pronostican, por su cuenta,
lluvias o tolvaneras o bonanzas.


LA PELEA DEL SIGLO

Oye, no te molestes, calavera.
Conmigo no te apures.
Yo te alcanzo en un rato,
sin trampas ni acarreos.

Nada más dame chance
de aprender un idioma,
de guisar un arroz al menos admisible,
de pagarme un seguro
y cobrarlo en moneda fraccionaria

para insultarte de otro modo,
con palabras mal dichas y frases macarrónicas,
con sintaxis de idiota o de turista,

para engordar delante de tu hambre,

para soñar ―fracciones de segundo―
que te compro y te mancho y te soborno.


(He aquí dos de los tres poemas que acabo de publicar en el número 2 de Conspiratio, la revista que dirige mi admirado Javier Sicilia.)

27 de noviembre de 2009

David Huerta en la esfera de los interlocutores

NAVAGERO

En la Capilla Real de Granada existen dos retablos del siglo XVI, obra del escultor Alonso de Mena, en los que se atesoran muchas de las reliquias que diferentes parejas reales fueron acumulando en más de un siglo. En las portezuelas inferiores de cada uno de los retablos hay efigies en altorrelieve de Isabel y Fernando de Castilla, de Juana la Loca y Felipe I, de Carlos I e Isabel de Portugal y de Felipe IV e Isabel de Borbón. El doble retrato de Isabel de Portugal y Carlos I (retrato póstumo, desde luego, en la medida que los emperadores habían fallecido largas décadas antes de la erección del mausoleo) en algo recuerda, quiero creer, al que Tiziano pintara de ambos, cuadro que luego desapareciera y del que se conserva una copia en la colección madrileña de la Casa de Alba: la misma reserva, idéntica gravedad sin pompa y serenidad sin relajación, igual indiferencia recíproca entre la reina y el rey.

Muy distinto en el fondo, aunque similar en la forma, es el doble retrato de Andrea Navagero y Agostino Beazzano que pintó Rafael Sanzio en 1516. Colocados frente a frente ―o, mejor aún, pecho a pecho―, ambos modelos miran hacia el pintor según el perfil que corresponde a cada cual: Navagero, por encima del hombro derecho; Beazzano, por encima del izquierdo. Beazzano, barbilampiño y de globos oculares prominentes, da la impresión de ser un hombre apacible y hasta melancólico; Navagero, en cambio, de barba indómita, espaldas anchas, oreja considerable, rostro atezado y mirada inquisitiva, parece un hermano bronco del Baltasar de Castiglione que retratara el mismo Rafael en fecha desconocida (pero en todo caso anterior a la publicación del Cortesano, que apareció en 1528, cuando Rafael había muerto en 1520).

Navagero es, por decir lo menos, el agent provocateur de la poesía castellana del Siglo de Oro: su charla con Juan Boscán en Granada, en 1526, en la tornaboda de Carlos I con Isabel de Portugal, es el auténtico “kilómetro cero” de la lírica española del siglo XVI y, por ello mismo, de prácticamente toda la modernidad literaria ibérica e iberoamericana. Gracias a Rafael, es fácil imaginarse a Navagero charlando con Beazzano y, por extensión, con Boscán, aunque ignoro si en latín o en romance. En realidad, lo sencillo es imaginarlo conversando, en la circunstancia y con el interlocutor que sea, puesto que siempre lo hacía, en sentido llano y en sentido figurado, como se infiere del retrato en el Palazzo Doria-Pamphili, de cierta epístola de Boscán y del hecho mismo de que Navagero fuese impresor, traductor, bibliotecario y embajador.



GARCILASO

Así como hay diálogos inimaginables ―por ejemplo, el de Carlos I con Isabel de Portugal en su adusto silencio― los hay desde luego evidentes e ineludibles. Monstruoso y anormal sería creer que Boscán y Garcilaso de la Vega nunca charlaron. De la misma forma, existen relatos y poemas que inician con un “Fue así como…”, un “Pensándolo bien…” o un simple “Y…”, asegurándose con ello un diálogo, una conexión ineludible con materiales precedentes que se vuelve urgente identificar o por lo menos conjeturar.

Entonces Garcilaso de la Vega
movió la mano y en la página
apareció la Flor de Gnido.


Con estos versos comienza “El otro ejército”, poema de David Huerta incluido en la segunda sección (“Pavanas para sonámbulos”) de La música de lo que pasa, libro de 1997. Si aquí el sonámbulo es Garcilaso, el sueño del que despierta sin despertar es la escritura misma de la “Ode ad florem Gnidi” o “Canción V”, que da nombre y sirve de modelo a la lira castellana. La “flor de Gnido” es una escultura ―una Venus― de Praxiteles, o más exactamente una copia romana de dicha escultura, y es Violante Sanseverino, dama napolitana contemporánea de Garcilaso: a instancias del poeta, la mujer de carne y hueso dialoga con la pieza grecorromana y se refleja en ella.

El poeta caballero levantó luego la pluma,
entrecerró los ojos y pensó en un amigo
que le había rogado escribir
algunos versos amatorios. Reflexionó:

“Ella leerá. Ella, acaso, sentirá
el hondo fuego que late
en los versos, en las estrofas
que parecen dibujar un instrumento músico”.



Garcilaso, igualmente, dialoga consigo mismo. Para sí mismo dice las palabras entre comillas, como persuadiéndose del efecto que tendrá su poema. El poeta reflexiona tras pensar en un amigo que a su vez le ha rogado escribir ese poema, y es un hecho que reflexionar y pensar, lo mismo que rogar, son actos que no sólo presuponen un objeto, sino que implican a un interlocutor (a quien se le ruega) y dan por sentado que uno mismo ―el agente propiamente dicho del pensamiento y la reflexión― puede fungir a la vez como sujeto y complemento de tales operaciones.

Garcilaso volvió a la escritura,
al arroyo del canto. Puso las últimas
palabras del poema. Vio Nápoles,
vio caballos indómitos, vio
las aves de cetrería, vio el rostro
de una mujer distante. Vio
su propia muerte en el asalto y vio
el otro ejército, los poetas
que seguirán su huella, el brillo
de la prosodia castellana ―y se distrajo
con su propia sonrisa,
mientras la tarde mediterránea
se disolvía con ardiente dulzura.


Ya concluido, el poema ―el de Garcilaso― resulta ser una especie de Aleph, una prótesis óptica, un artefacto merced al cual su autor ve lo que antes no veía. La escritura es un “arroyo”, un fluir espacial y temporal: el mundo y la vida, en sus respectivas amplitudes y duraciones, tienen cabida en ella. En el ademán mismo de poner sobre la página ciertas palabras, Garcilaso, “poeta caballero”, tiene simultáneamente acceso a su muerte y a su posteridad en la visión de dos ejércitos: uno es el enemigo en el asalto militar que habrá de costarle la vida; otro, el ejército de los poetas que, a imagen suya, materializarán el futuro, que acaso durará lo que dura una tarde frente al Mediterráneo.

“Entonces”: la palabra con que da inicio el texto de Huerta significa poco antes de dar por terminado su poema y se refiere naturalmente a Garcilaso, el protagonista. En el ritmo, en las alternancias que van de sentarse a escribir a dejar de hacerlo por un momento y volver a la tarea en seguida, el poeta-escritor conversa o se confronta con el poeta-lector. Se diría que uno es el durante y otro el después de la escritura, pero en realidad los tiempos que conviven dentro del poema son distintos: el pasado irrepetible de una experiencia ya consumada y el porvenir incalculable de sus ramificaciones.

BORGES

En la compilación de 1953 de sus Poemas, Jorge Luis Borges incluyó algunos que no figuraban en libros anteriormente publicados. Es el caso de “Mateo, XXV, 30”, que desde una perspectiva no exenta de polémica es uno de tantos poemas de Borges que servirían para refutar en el acto a quienes afirman que no fue un buen poeta. Refiriéndose a “Mateo, XXV, 30”, que luego fue recogido en El otro, el mismo (1964), Rodríguez Monegal afirma que “Borges resume en este poema su vida entera y llega a la conclusión de que ha sido un fracaso: la vida de un servidor indigno, para glosar las palabras de Mateo aludidas en el título”.


El poema de Borges consiste, por así decirlo, en la irrupción o hallazgo involuntario de un Aleph auditivo, no visual. Asomado a las vías del tren desde un puente, considerando suicidarse acaso, el enunciador de la primera voz del poema (primera no tanto por su relevancia como por el momento en que aparece) refiere la manifestación de “una voz infinita” que pronuncia, más que palabras, “cosas”, y que le reprocha, en última instancia, no haber escrito aún “el poema”. Esa voz, la segunda, que no es otra que la voz de Dios ―la voz del amo atento a la fructificación de las monedas que dejó en custodia, si se vuelve a la parábola evangélica de los talentos, a la que remiten las indicaciones del título del poema―, procede a un tiempo de dos fuentes: “Desde el invisible horizonte / y desde el centro de mi ser, una voz infinita / dijo estas cosas…”

En su libro de 2008, Canciones de la vida común, David Huerta recrea el poema de Borges y, al hacerlo, interpreta el evangelio a través de un referente literario. Me refiero, en particular, al poema titulado “Una sombra”, diálogo él mismo en su composición interna y diálogo también, como ya se ha visto, en su vinculación con textos de Borges y de San Mateo. La sombra parlante del poema es a la vez la muchedumbre de los otros y el tejido íntimo de la experiencia personal:

Iba yo envuelto en el ardor de la calle,
asediado por el miasma, jadeante,
alejado y lento de mil turbulencias,
y una sombra me habló entre la multitud:
“Hemos estado juntos en hospitales
y en medio de la sombra acezante del alcohol,
exaltados, confusos, y locamente esperanzados,
no sabiendo cómo llegamos ahí, exhaustos
de tantos versos dichos y repetidos. ¿Y no puedes
comenzar el poema? Eres incapaz de atrapar
esas palabras que nos rodearon tantos días
como ahora te envuelve este calor deletéreo…”


Todavía en este punto, la forma del poema reproduce la forma de su modelo. Como en el poema de Borges, en éste la voz oída reprende y amonesta sin aguardar ninguna reacción. Pero es apenas el comienzo: a partir de la segunda estrofa, el poema se vuelve conversación, incluso confesión, y el interlocutor, sensible a la respuesta del yo que anima el poema, es auténticamente su sombra, proyectada en el suelo:

Bajé la mirada y le respondí a la sombra:
“No sé cómo he llegado hasta aquí. Estuve perdido
en los caminos más tortuosos, contigo. Tú
me sacaste de aquel pozo y me devolviste
al tráfago de los días: vivo. Ahora
no sé cómo puedo regresar
a donde siempre he estado
y comenzar el poema”.

“Recuerda ―dijo la sombra― el mediodía
en que te llevé por estas mismas calles
y hablamos de cierta serenidad,
de ciertas oscuridades. En esa certeza múltiple
debes encontrar el poema”.

Le dije entonces: “Hay una oscuridad que no puedo
entender. Es la confusión de las palabras, la imposibilidad
de que digan lo que quiero decir”.


Debe comprenderse, pues, que hay de oscuridades a oscuridades, y que sobre todo es una la que se resiste al entendimiento: la opacidad, impenetrabilidad o “confusión de las palabras”. La sombra es un guía, sin duda un Virgilio en el “ardor” estival de una calle inhóspita, y su rol es por lo tanto pedagógico (no punitivo, como en el poema de Borges). Otras oscuridades, como la de la propia sombra, son variantes de la “serenidad” que se ansía recobrar.

Y la sombra me dijo: “Busca en todos lados
de cada palabra y aun detrás de ellas. Obedécelas.
Corta cada experiencia con el filo de cada una
y desata, como si fuera niebla, con tu mano escribiente,
las voces ocultas, los misterios
del ritmo, de la conversación y de los libros”.

Luego la sombra se desvaneció y en el eco
de su murmullo al desaparecer
pude mirar con ojos frescos y sentir con otros sentidos
el ardor de la calle y cada una de sus palabras.


Es evidente que ambos poemas, tanto el de Borges como el de Huerta, son artes poéticas. Conviene observar cómo en el penúltimo verso de los arriba citados (“pude mirar con ojos frescos y sentir con otros sentidos”) resuena el “demorado, inmenso y razonado desarreglo de los sentidos” de Rimbaud. Sentidos que, tras el diálogo con la sombra, trastornados y dislocados, ya son “otros” en el poema de Huerta.

Basta con parafrasear algunos versos para destilar, más que una idea, una visión práctica de la poesía según David Huerta. Escribir es desatar, con la mano que blande la pluma, ciertas voces escondidas, “misterios / del ritmo, de la conversación y de los libros”. Más que tres fuentes, tres presencias incontrovertibles, acaso las mayores en la poesía del autor de Versión y Cuaderno de noviembre: la lectura, el diálogo amistoso y la exaltación del ritmo como tal, ajeno muchas veces al significado en su acepción más discursiva.

♦ ♦ ♦

Es realmente sencillo, para un lector de David Huerta, entresacar de sus libros determinados giros lingüísticos, nombres propios o imágenes que remitan al Renacimiento europeo, en particular al italiano, al francés y al ibérico. No son elementos decorativos: robustecen el flujo de los poemas en los que se leen y aparecen mezclados en ocasiones con figuras de órdenes diversos. He aquí una muestra rápida: en Lápices de antes (1993) consta la descripción de “una muchacha tan blanca que Florencia, allá abajo, / era una forma de la ceguera”; se habla “de Sanzio, de Simone Martini y de la Maestà de Duccio” en El azul en la flama (2002); cruzan La calle blanca (2006) menciones a Pisanello y a “cajas de Cornell y Tizianos”; y un poema en prosa de Hacia la superficie (2002) termina con este párrafo que yo no dudaría en calificar de poliédrico:

Ríos de lodo se fugan por un ángulo invisible de la pintura renacentista, mecates sombríos se anudan erráticamente sobre cerámicas, equivocaciones toman la forma de esta mano o daga y actos y actos que ocurren bajo techos anónimos, actos hay de diferente significado y diversa textura cuyo sentido se ha borrado en la ebriedad del tiempo.


Ahora bien, ¿de qué Renacimiento se trata, más allá de Florencia, Roma y la pintura del Trescientos, el Cuatrocientos y el Quinientos? Pues bien: se trata de un Renacimiento no desprovisto de resonancias poéticas y artísticas modernas, de un Renacimiento en que Cervantes procede de Borges y Shakespeare de Peter Greenaway, de un Renacimiento en el que Garcilaso compone sus odas al tiempo que se representa ―sonriendo― el porvenir de la prosodia castellana. Se trata, en fin, de un ideal de Renacimiento: no tanto de una edad como de una disposición del espíritu: ese Renacimiento claramente dialógico encarnado por Andrea Navagero, cronista y político, erudito y traductor, editor y viajero, naturalista y poeta.

Semejante “juntura de sintagma y sueño”, semejante híbrido de construcción verbal y trance inconsciente, vertebra muchos de los poemas de Huerta y los conduce hasta sus últimas consecuencias. La mezcla es de alta densidad y, de tan espesa, intimida. En su verdad ―que casi nunca es referencial, sino inmanente― casi siempre hay lugar para cierta proliferación, incluso para cierta palabrería: lugar para el “cachivache” y los “cacharros”, que protagonizan “el fecundo sonambulismo / de la realidad”.


(Este artículo acaba de aparecer en el número 135 de Crítica, revista que dedica un dossier a David Huerta. Mañana, sábado 28 de noviembre, a las 18:00 horas, tendré la fortuna de acompañar a David Huerta en el Salón de la Poesía de la FIL 2009.)

9 de noviembre de 2009

La corbata

En el zoológico hay siempre un chimpancé, una pantera, un par de cebras, incluso pingüinos y osos pandas, pero nunca una mísera corbata. La razón es evidente, aunque irracional a primera vista: corbatas van, corbatas vienen, lisas, rayadas o de fantasía, pero ninguna es verdaderamente inofensiva. Tener una en cautiverio es arriesgarse a condescender, a negociar con ella: en cuestión de semanas la corbata lograría que se le asignara una camisa, y luego un saco a juego, y en pocos meses ya contaría con una garganta y unos hombros a su entera disposición.

A todo el mundo le sorprende y simpatiza enterarse de que Nerval se paseaba con un crustáceo —si langosta o cangrejo, las versiones varían— atado al cabo de un listón, pero informa Benjamin que hacia 1840 la moda era dejarse ver por galerías y bulevares de París en compañía de una tortuga. Y es que no había entonces, como no hay ahora, mayor lujo que la lentitud. Nerval, dicho de otro modo, no estaba innovando gran cosa: la verdadera transgresión hubiera sido que la mascota lo siguiera trotando, con paso deportivo, atada no a un cordón, sino a cualquiera de las corbatas de su dueño.

Volvamos al zoológico. Es de notarse que nadie lo recorre de gala ni en andrajos. Importa que los visitantes, no demasiado “bien vestidos” ni francamente harapientos, profesen votos de no pactar con la corbata de antemano, pero también de no provocarla ni desafiarla, siempre con tal de no suscitar la reacción solidaria del resto de las fieras.



(En el contexto de los festejos por octogésimo cumpleaños del gran poeta Eduardo Lizalde, Tierra Adentro acaba de publicar, en su número 160, un dossier de textos en su honor, entre los cuales está éste.)

2 de noviembre de 2009

Guadalajara: tiempo muerto

SAN PEDRO TLAQUEPAQUE
Lunes

La culta modernidad
se apoderó del “pueblito”:
su cadáver exquisito
ya es la cruda realidad.
Con toda solemnidad
le aplicó la extremaunción
el cardenal; su pasión
y muerte los mariacheros
cantaron, prietos y güeros.
¡Qué perfecta ejecución!



PARQUE MORELOS
Martes

Costumbre añeja es temer
que se nos muera este parque,
que la Huesuda lo embarque
al compás de Adiós, mujer
¡Sorpresa! Lo que hay que ver:
sin aires de gran señor,
el parque hoy huele mejor
que los destrozos de junto.
Vive (y está, mal asunto,
muerto lo de alrededor).



PLAZA TAPATÍA
Miércoles

Ni metro ni macrobús:
la Muerte viaja en traxcavo.
Cobra por tanda un centavo,
no gasta diesel ni luz
y le sonsaca un “¡Jesús!”
al valiente que se ría.
Su clientela, noche y día,
es legión (sin ser misterio):
las almas del cementerio
de la Plaza Tapatía.



CABAÑAS GRILL
Jueves

Nauseabunda, la Catrina
sufre mareos y dolores:
andar con gobernadores
la tiene hasta la madrina.
Del fondo de la cocina
le llega un olor a entrañas:
comilonas del Cabañas
medio echadas a perder,
merienda que fue anteayer
de un gran Festival de Mañas.



CHAPULTEPEC Y LAS COLONIAS
Viernes

Campeones del estilacho
y adictos a la varilla
―de tal palo, tal polilla―
decidieron actuar gacho.
Disimulando el penacho,
aferrados al bistec
y al grito de “¡Amo Star Treck!”
al cielo abrieron las alas,
y a ritmo de pico y palas
molieron Chapultepec.



(Escribí estas décimas para Señales de Humo, el programa matutino de Radio Universidad de Guadalajara. Hoy fueron emitidas en grupo, y a partir de mañana lo serán de una en una. Prefiero ilustrarlas con calaveras de Posada y figuritas afines; poner fotos de Guadalajara en su estado actual me haría llorar como en el más deprimente de los velorios.)

19 de octubre de 2009

Palabra de lector

¿Cómo te enteras de las noticias?

Oigo los noticieros de Radio Universidad y leo periódicos en línea. Ciertos días de la semana también leo periódicos impresos.

¿A qué hora lees el periódico?

Lo leo sobre todo en la mañana. Es cuando tengo tiempo y fuerzas.

¿Por dónde empiezas la lectura?

Samuel Beckett observaba el mejor de los métodos: primero la sección deportiva, detalladamente, y después el resto de páginas, por encimita. Yo no llego a tanto: leo por encimita incluso la sección deportiva.

¿Lo lees completo?

¿Completo? ¡Dios no lo quiera! Para mí, casi nada vale la pena en los periódicos. Casi todos los columnistas y articulistas de opinión, por ejemplo, se merecen el peor de los destinos. La prosa en que suelen redactarse los periódicos, además, me irrita profundamente. Y la costumbre de obtener la mayoría de las “notas” en ruedas de prensa convocadas ex profeso por los interesados me parece una irresponsabilidad informativa de los medios.

¿Qué es lo que nunca dejas de leer?

Los encabezados, particularmente los deportivos y los culturales.

¿Qué es lo que nunca lees?

La sección financiera.

¿Qué te gustó del periódico esta semana?

Las malas tripas de Maradona, que conminó a los “anti-argentinos” a “que la sigan mamando”, si no recuerdo mal. Un gran ejemplo de cómo el deporte de “alto nivel” perjudica la salud física y mental.

¿Qué no te gustó?

Como siempre, la precariedad intelectual de nuestros gobernantes... y la correspondiente indigencia de los reporteros y “analistas”, que viven de apenas acercarles el micrófono y traducirlos absurdamente.

Si tú fueras director, ¿qué cambiarías?

Prohibiría que los reporteros asistieran a ruedas de prensa, especialmente a las protagonizadas por políticos en ejercicio. Prohibiría que se publicaran fotografías de gobernantes o aspirantes a tales. Permitiría e incluso alentaría que políticos, especuladores de cualquier especie, líderes religiosos y guías de conciencia fueran insultados gratuitamente con los peores calificativos. Y, por supuesto, prohibiría que los redactores calificaran algo de “inquietante” o que hablaran del “recurso”, el “instrumento” y demás fantasías verbales de la burocracia, y castigaría el empleo de la palabra “desapercibido”, porque lo correcto es “inadvertido”.

¿Cuál fue la noticia de la semana?

La del trasero enfermo de Alejandra Guzmán. En esa noticia queda perfectamente reflejado el espíritu de los medios.



(Ayer en Público apareció esta pequeña entrevista que me hicieron para la sección "Palabra de lector". Ésta es la versión completa del cuestionario y de mis respuestas.)

16 de octubre de 2009

A destiempo

(SEGUNDA TANDA)


Naranjas, trinos,
canciones de muchachas:
luz de verano.



El niño. El pan.
Y nunca una paloma,
sino cuarenta.



Pausas de agosto:
la estatua y el mendigo
duermen la siesta.



La fecha exacta:
golondrinas en fuga,
moscas violetas.



Larga es la sombra
de tu brazo apoyado
sobre la hierba.



De noche, a solas,
¿reconoces, de pronto,
mi voz, tu nombre?



(Ya en otro post había publicado siete poemillas de una serie, "A destiempo", cuya versión más completa y ordenada puede leerse ahora en la revista digital Dédalus.)

18 de septiembre de 2009

Una mañana en el zoológico

con Teresa y Matías


1

Asuntos de cosmética: el jaguar,
encaramado en una jacaranda,
no es amarillo y negro
sino violeta y verde.


2

Nada es más negro que una viuda negra.
Su picadura, sin embargo,
sólo es mortal para cinco por ciento
de las víctimas. A diferencia de la mamba
negra: no sobrevive
ninguna de sus víctimas,
pero su escama es cuando mucho
de un gris descolorido.


3

En el parque de rehenes ilustres
los ratones, los pájaros vulgares,
las cucarachas y las moscas
andan libres.


("Una mañana en el zoológico" acaba de aparecer en el número 134 de la revista Crítica.)

7 de septiembre de 2009

Quince preguntas, quince respuestas

¿Qué piensas de la ciudad en la que vives?

Barbaridades. La ciudad en la que vivo me desagrada, me decepciona, me fastidia y me ofende al grado que resulta idiota confesarlo, porque todo aquel que me oiga quejarme no tendrá más que decirme: “Pues lárgate”. Al mismo tiempo, en mi ciudad hay tramos dispersos de tres o cuatro metros, o a veces de cuarenta o cincuenta centímetros, árboles aislados, patios imprevistos, esquinas mugrientas o dignísimas fachadas que me conmueven y me reaniman con bastante frecuencia.

¿Cómo eliges los temas de los cuales escribes?

No los elijo. Nunca sé sobre qué asuntos voy a escribir la próxima vez. Tampoco voy a repetir aquella tontería de que son los temas los que vienen a buscarme a mí, pero algo hay de cierto en que a uno se le impone decir esto, aquello y/o lo de más allá.

¿Qué aliento, ritmo, melodía, armonía o herramientas utilizas en tu trabajo poético?

Los que me parezca necesario emplear, sin mayor discriminación. O eso creo… Últimamente tiendo mucho, eso sí, a emplear el verso blanco ―medido, pero sin rima― con tanta variedad acentual y combinación de consonantes como me sea posible.

¿Qué decir?

Nada. De preferencia, nada.

¿Has escrito un arte poética? ¿Podrías mostrarla?

Para mi desgracia, sí. Está publicada en las últimas páginas de mi libro Lámpara de mano bajo el título de “La mano abierta”. Con las explicaciones de rigor, desde luego.

El momento histórico en tu trabajo literario.

No puedo saberlo. En poesía, desde mi perspectiva, eso que suele llamarse un “momento histórico” no corresponde tanto a un tema como a un tono, una tendencia en la elección del vocabulario, un ritmo. Pero es importante observar que, si pudiéramos detener el mundo en este instante, sorprenderíamos a cada ser humano en un momento histórico distinto, propio, intransferible.

Lo universal en tu trabajo literario.

Lo universal no existe para mí. Creo en la complicidad, en la compatibilidad entre un autor y un lector, o sea entre dos creadores de sentido.

¿Tienes un plan de trabajo en tu quehacer poético?

No. Ninguno.

¿Cómo revisas tus poemas antes de publicarlos?


Trato de pronunciarlos en voz alta, como cuando estoy escribiéndolos, o en todo caso intento imaginármelos así, en forma de palabra oral, sonora y audible. Trato de oírlos como sucesiones de frases, no de palabras aisladas. Y conste que no estoy hablando de oraciones: estoy hablando de frases. Las oraciones comunes y corrientes no sirven para nada. Tampoco las palabras aisladas.

¿Existen algunas circunstancias recurrentes a la hora de escribir?

Sí, una: siempre suena el maldito teléfono.

¿Qué puedes comentar de la unidad de un poema?

Que tiene más que ver con la progresión y con las resonancias de cierta prosodia que con el desarrollo de tal o cual “idea” o “pensamiento”.

¿Qué puedes comentar de la unidad de un libro?

Que no es obligatoria, pero sí bastante deseable de vez en cuando. La famosa “unidad temática y formal” que tanto se festeja en los dictámenes de los concursos literarios me parece, por sí sola, una tontería. Pero cuando esa unidad es una manifestación de la coherencia estética de una obra, sólo queda bajar la cabeza y acatarla.

¿Qué libros, ensayos, poemas o textos consideras vitales para comprender el fenómeno poético?

Ninguno. El “fenómeno poético” es incomprensible como tal. Pero, si la prosa es buena, muchos textos divierten y enseñan bastante, como Poesía y realidad de Roberto Juarroz, La otra voz de Octavio Paz o Las palabras de la tribu de José Ángel Valente. Aun así, debe recordarse que sólo se comprende por analogías y derivaciones. No es otra cosa lo que suele llamarse “pensamiento”: un sistema de analogías, derivaciones, énfasis y hasta omisiones necesarias. Dicho lo cual, a veces resulta más fácil comprender la poesía viendo Café y cigarrillos de Jim Jarmusch, oyendo a Lightnin’ Hopkins o mirando una fotografía de Don McCullin (yo prefiero su retrato del vagabundo irlandés) que leyendo cientos o miles de páginas de teoría literaria.

¿Existe un método que utilices para analizar poemas?

Ninguno. Me limito a escuchar lo mejor que puedo y a escribir sobre lo que resuena en mí, nunca sobre lo que me deja frío.

¿Tienes alguna posición o postura ideológica?

No lo sé. Creo que soy una especie de anarco-ecolo-pacifista. Lo que se dice, a estas alturas, una persona normal.


(Marco Antonio Gabriel, de la revista Prisma Volante, me lanzó hace poco este frisbee de quince preguntas insinuándome que debía responder a bote pronto. Confieso que me tardé algunos días. Aun así, mis respuestas llegaron a tiempo para figurar en el número más reciente del Prisma referido. En cuanto a la foto, el señor es el vagabundo irlandés de Don McCullin, retrato al que aludo en una de mis respuestas.)

31 de agosto de 2009

Silencio de los límites

El área nocional de la palabra límite, o sea la suma de las palabras y conceptos que pueden asociársele, parece inabarcable a primera vista. Si me dejara tentar por la paradoja o, peor aún, por el mal chiste, diría que la noción de límite responde a una realidad ilimitada. No es otra, sin embargo, la observación liminar que debe formularse: todo límite pone de relieve, ya que no siempre la conciencia, sí por lo menos la intuición o el presentimiento de lo ilimitado.

Conviene advertir que las investigaciones literarias acotan su objeto —el corpus indiscriminado y masivo de las producciones verbales artísticas— imponiendo límites del orden de lo temporal, de lo genérico y hasta de lo geográfico. Diferentes perspectivas académicas, ora historiográficas, ora estilísticas, obligan al estudioso a tomar en cuenta las divisiones temporales de la comunidad en que las obras fueron compuestas, las de los géneros convencionalmente admitidos en que tales obras pueden agruparse y, por último, casi en el territorio de lo absurdo, las del mero país en que los poemas, reflexiones, dramas o relatos hayan sido escritos. Por otro lado, el hecho mismo de aludir o referirse a las “producciones verbales artísticas” implica nada menos que tres acotaciones, una por cada palabra utilizada: que se trate de producciones, que sean verbales y que puedan calificarse de artísticas.

Desde luego, muchos de los textos que dan cuerpo a las innumerables tradiciones literarias existieron antes que tales divisiones fueran trazadas. Ello no impide, como es natural, que las diferentes recepciones de los mismos textos en circunstancias variadas (al margen de la recepción inmediata que, por ejemplo, reservaron los hipotéticos oyentes del poema de Gilgamesh a sus miles de versos al tiempo que iban siendo cantados por vez primera) modelen y, por consiguiente, modifiquen ese material en la medida que lo ajusten a renovados contextos de interpretación. Líneas arriba, en este párrafo, he calificado a las tradiciones literarias de “innumerables” porque las divisiones habituales, tanto las histórico-geográficas como las propiamente lingüísticas, resultan del todo insuficientes para describir los nexos entre dos o más obras y porque dicha insuficiencia trata por lo general de resolverse añadiendo nuevos dispositivos de lectura y compartimentación. Pedro Páramo —cito de nuevo un ejemplo— se deja clasificar entre las novelas mexicanas del siglo XX, sí, pero cabe también entre las novelas mexicanas de cualquier época, entre las novelas de lengua española del siglo XX y de cualquier siglo, entre las novelas del mundo y la modernidad en general, entre los textos escritos directamente por su autor a diferencia de las creaciones orales transcritas con posterioridad a su composición, entre las obras de los escritores que sólo escribieron una novela, etcétera. No hace falta un esfuerzo irracional para convertir a cada una de tales clasificaciones en una tradición peculiar. Tampoco hace falta demostrar que los atributos externos de un texto no son menos decisivos en y para la configuración de un linaje que sus atributos internos. La sintaxis, los tropos, el imaginario y los determinantes ideológicos valen para definir cuando menos otros tantos grupos de filiación verbal estética.

Habiendo señalado lo anterior, quiero fijar o establecer el interés de las presentes notas en cierta poesía lírica del siglo XX: la que han escrito dos poetas españoles, Antonio Gamoneda y María Victoria Atencia, y un poeta venezolano, Rafael Cadenas. Añadiré, sin embargo, que ni el idioma que los tres comparten, esto es: el castellano, ni las fechas de nacimiento que los vuelven, al menos técnicamente, compañeros de generación (Atencia y Gamoneda nacieron en 1931; Cadenas, en 1930) conducirán al objetivo auténtico de mis apuntes. Lo que yo me propongo es rastrear, mediante las implicaciones de la palabra límite y de las figuras o expresiones de lo limítrofe, las huellas de una poética tal vez común a los poetas referidos.

Con los nombres de los poetas nacidos en España entre 1925 y 1935, la crítica literaria especializada configuró desde fechas muy tempranas una suerte de nómina fundamental que dejó fuera —luego se vería que injusta o apresuradamente— a escritores como Luis Feria, Carlos Sahagún, Antonio Gamoneda o María Victoria Atencia. La nómina, excluyente como toda lista o relación de su especie, comprende a los tres poetas mayores de la “escuela de Barcelona” (Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo y Carlos Barral) así como a siete u ocho poetas del resto de la península (Claudio Rodríguez, José Manuel Caballero Bonald, Francisco Brines, Ángel González, Alfonso Costafreda, José María Valverde, Ángel Crespo y José Ángel Valente) que fueron coincidiendo, hacia 1955, en revistas, antologías, colecciones editoriales y actos públicos. En este sentido, Atencia y Gamoneda son ya poetas limítrofes con respecto al mainstream o canon generacional establecido que algunos llaman “segunda promoción de posguerra”, otros “grupo poético del 50”, alguien más “generación inocente” y otros “generación sin maestros”.

Lejos de un mero conflicto de marginación historiográfica, sin embargo, Atencia y Gamoneda se aproximan (en tanto poetas) al esfuerzo lírico tal vez más radical de la que viene a ser, cronológicamente, su generación. Me refiero al esfuerzo particular de José Ángel Valente, y si digo que Atencia y Gamoneda se le aproximan es en el sentido que su palabra —la de los tres, cada una distinta de la otra— encuentra en la indagación de la experiencia material, personal o colectiva la tensión que termina definiéndola. Según las reflexiones de Valente, la memoria verbal del poeta, su instrumento más delicado y agudo, va penetrando en forma progresiva tres niveles complementarios que son el de la experiencia personal, el de la experiencia colectiva o histórica y el de la experiencia material. Cada etapa, cada paso en tal indagación es igualmente un hallazgo de límites o fronteras que deben trasponerse con el fin de acceder a la etapa siguiente y de formar con todas ellas, cumplido el tránsito, una sola encarnación global o totalizadora de la memoria —y, en consecuencia, del ser, del estar siendo— y sus posibles manifestaciones.


Por otro lado, tanto las obras de Atencia como las de Gamoneda parecen girar en torno a la figuración (manifiesta) y a la sospecha (no manifiesta) de los límites de la experiencia y, por ello mismo, de la memoria verbal de la comunidad y el individuo. Esta preocupación fundamental me importa por encima de otras posibles consideraciones. He de anotar nada más, a manera de síntesis preparatoria, que Gamoneda y Atencia resultan poetas de los límites en los diversos planos de la situación generacional, de la especulación estética y de los temas, procedimientos e intereses propios de sus libros.

Atencia publicó en 1997 Las contemplaciones, libro de poemas que —ya puede verse— retoma el título de Las contemplaciones de Victor Hugo, volumen aparecido en 1856. Como en el caso de Hugo, en Las contemplaciones de Atencia predomina esa noble forma de meditación: el nocturno. Los más de cincuenta poemas de Atencia, con todo, escapan del grand style convencionalmente definido (y es Hugo, incluso en la mayor intimidad, un practicante del estilo sublime o elevado) y encuentran su “interior medida necesaria” en “una cierta, indeleble vocación de caída / y dispersión”. Esa caída y esa dispersión van adoptando en Las contemplaciones de Atencia las formas del recuerdo infantil (nutrido por antiguas “vistas” o tarjetas postales, recámaras en penumbra, memorias de viajes o de personas) y de cierta indagación oblicua de lo cotidiano. El “encuentro en el vacío” de un cuadro que al fin se deja comprender, la complicidad o inteligencia de una mirada fugaz en el rostro de un extraño, el propio cuerpo entrevisto en el espejo durante la noche o el saberse de golpe adentro de la oscuridad, también de madrugada, sitúan a la voz del poema —lo diré con los pronombres originales— en “mi estar fuera de mí”, a la vez “yéndome siempre y sin lograrlo” y “ausente de mí misma y el alma desceñida”.

Las contemplaciones de Victor Hugo, impulsadas temáticamente por la muerte de su hija mayor, Léopoldine, se ordenan en dos apartados: “Antaño” y “Ahora”. Ambos flujos, niveles o estratos del tiempo, autrefois y aujourd’hui, más bien se confunden o se reflejan de modo recíproco en los poemas de Atencia. Una experiencia ya menos ordinaria, el pilotaje de aviones que Atencia practicó en años pasados, viene a ser tal vez el detonador anecdótico de “Monte Celano”, poema en el que sin embargo es imposible rastrear la existencia de motores o máquinas de vuelo:

Quizás volar, como esa urraca que alza
su empujón de un castaño a otro castaño, monte Celano arriba
sobre un fulgor hacinado de narcisos,
y seguir ascendiendo y, para retenerme
aquí,
asomarme al barranco y proseguir a tientas.


En mi opinión, la eficacia del poema radica en el contraste que los últimos versos provocan al resolver el planteamiento de los primeros invirtiendo su rumbo. En efecto, entre “volar” y “alza”, entre “arriba” y “ascendiendo”, hay como un optimismo de lo que podría llamarse la subida libre. Ya en “retenerme / aquí”, por el contrario, ese rumbo se neutraliza o equilibra. Por último, el doble gesto del verso final (“asomarme al barranco y proseguir a tientas”) implica una posible caída o su presentimiento. Los primeros versos del poema son —deben ser— explícitos: volar, alzarse y ascender son, cuando menos al arrancar el enunciado, acciones que disfrutan de la fuerza positiva de lo que se dice y afirma. Pero la conclusión del texto hace obligatoria la relectura del conjunto porque la inminencia del “barranco” y la precaución de “proseguir a tientas” reflejan, de un extremo al otro, la inseguridad o imprecisión de la palabra inicial: “Quizás”. La sola, única frase del poema, en ese momento de relectura y comprensión global, revela su condición imaginaria: el discreto yo que ha tomado la palabra (sólo se dice a sí mismo, a sí misma, en el me de “retenerme” y “asomarme”) no está en realidad volando, sino imaginando que vuela “como esa urraca que alza / su empujón de un castaño a otro castaño”. Los movimientos del ave, por esto, son más que un puro complemento analógico: en ellos adquiere forma el deseo latente de un yo que no existiría, por lo demás, al margen de su anhelo. Importa subrayar, entonces, que la frase va de lo dicho a lo no dicho, de lo visible a lo invisible y, en fin, de lo explícito a lo insinuado. El borde o límite que divide al deseo de la realidad es trascendido en ese ir de territorio en territorio.

Lo mismo en Las contemplaciones de Atencia que después, en 2003, en El hueco, expresiones como “a punto de” y “el opuesto lado” y adverbios como “aún” y “ya” resuenan a todo lo largo de la lectura. En tales formas adverbiales, tangencialmente, sin énfasis, halla su manifestación la conciencia premonitoria o presciencia de los límites que me interesa destacar. Sucede algo semejante, ya que no idéntico, en los poemas de Antonio Gamoneda: la tercera sección de Libro del frío (1992 y 2000) lleva incluso el título de “Aún”. Otros adverbios, en especial “ahora” y “después”, orientan las frases largas y enérgicas de Gamoneda —fraseo, por lo mismo, propio de aquellos puntos fronterizos donde la prosa colinda con el verso, el versículo con el proverbio, la sentencia con la exclamación— por espacios ya en sí mismos limítrofes: las orillas de una ciudad, la indefinición del crepúsculo, el mar inminente o presentido, la enfermedad.

Citar pasajes de Libro del frío es componer una muestra de límites diversos y concatenados. Al comenzar “Aún” ya está diciéndose (junto con la continuidad temporal expresada en el aún estrictamente leído) la separación del ayer con respecto al hoy, la del hoy con respecto a lo impredecible:

Hubo un tiempo en que mis únicas pasiones eran la pobreza y la lluvia.

Ahora siento la pureza de los límites y mi pasión no existiría si dijese su nombre.


Siete páginas adelante, la visión de un suburbio marítimo —acaso gobernada por una lógica febril, aunque no delirante— se vuelve indisociable de la experiencia de la enfermedad:

No tengo miedo ni esperanza. Desde un hotel exterior al destino, veo una playa negra y, lejanos, los grandes párpados de una ciudad cuyo dolor no me concierne.

Vengo del metileno y el amor; tuve frío bajo los tubos de la muerte.

Ahora contemplo el mar. No tengo miedo ni esperanza.


Si el punto de vista del sujeto es, literalmente, “un hotel exterior al destino”, y si los “grandes párpados” que ve (no que lo ven) le resultan “lejanos”, debe anotarse que la voz del poema encuentra en el distanciamiento la clave de su articulación. La distancia, la lejanía y cierta especie de perturbadora inadecuación o desfase territorial que pone de manifiesto la realidad física del ser con respecto a las apariencias, en efecto, son algunas de las constantes primordiales del quehacer poético de Gamoneda. Téngase bien presente, sin más, lo que se afirma en la conclusión de otro poema: “Hierba de soledad, palomas negras: he llegado, por fin; éste no es mi lugar, pero he llegado”.


Como ya he dicho, Libro del frío (en su entero discurrir) viene y va del antes al ahora. He copiado arriba esta línea: “Hubo un tiempo en que mis únicas pasiones eran la pobreza y la lluvia”. Páginas atrás, en el tercer poema del volumen, podía leerse aquel “tiempo” en tanto era presente: “pienso en la lluvia y en las distancias atravesadas por la ira”. En este caso, la lluvia es el objeto de un pensamiento en acto; en el otro, la lluvia es la materia de una pasión ya rebasada. Y las “distancias atravesadas por la ira” dividen, al parecer, ambos momentos. Por ello conviene hacer una breve nota filológica: la primera edición de Libro del frío, de 1992, constaba de seis apartados a los que se añadió, en la edición del año 2000, una serie titulada “Frío de límites” que redondea el conjunto. El añadido es congruente incluso a nivel conceptual —o sobre todo en dicho nivel, ya que si de algún frío se trata en este libro es justamente del que da título a la sección agregada. La muerte o “el extremo de la indiferencia” comparte sus orillas con el “último dolor” del cuerpo, de su enfermedad y, por consiguiente, de su experiencia. Tales orillas no son más que “sábanas frías”:

Lame tu piel el animal del llanto, ves grandes números infecciosos y, en el extremo de la indiferencia, giras insomne, musical, delante del último dolor.

Vienen, extienden

sobre tu corazón sábanas frías.


Entrevistado por Claudia Posadas, el poeta venezolano Rafael Cadenas ha dicho lo siguiente: “La palabra realidad para mí es otro nombre de lo desconocido, que nunca será conocido”. Me parece que “lo desconocido”, aquí, puede asociarse con sumo provecho al “extremo de la indiferencia” que toma forma en el poema de Antonio Gamoneda. Como antes ocurría en Las contemplaciones de María Victoria Atencia, en Libro del frío de Gamoneda y en esta declaración de Cadenas la realidad auténtica es un más allá de la sensibilidad que debe conocerse “a tientas”. Conocer la realidad, para Cadenas, equivale a “sentir el misterio que nos rodea y nos constituye”. Sobra decir que la poesía, lo mismo para Cadenas que para Gamoneda y Atencia, debe realizarse —nunca el verbo estará mejor empleado— como el instrumento de una indagación y, más todavía, como el territorio mismo de una exploración irrepetible y peculiar, esto es: como el “espacio del misterio” propiamente dicho. En otra conversación, Cadenas habrá señalado con exactitud que hacer un poema es “vivir dentro del misterio”:

[...] cada cosa forma parte de una realidad que no podemos conocer o que, mejor dicho, podemos conocer sólo relativamente; ya el aceptar como acepta el ser humano que el conocimiento es relativo nos está diciendo que nosotros estamos viviendo dentro del misterio, y si vivir dentro del misterio no es poesía, yo no sé qué será poesía entonces.


Existe, desde luego, una divergencia en la tonalidad moral de las afirmaciones de Cadenas con relación a las de Gamoneda. “No tengo miedo ni esperanza”, declara este último. Cadenas, en cambio, parece descartar a la vez el miedo y el no tener miedo, la esperanza y el no tenerla. Memorial, quizá el título más importante de la bibliografía poética de Cadenas, recoge tres poemarios de 1970, 1973 y 1975, respectivamente (Zonas, Notaciones y Nupcias), y es una sucesión concluyente, inapelable, de imágenes del vacío, la erradicación imposible y necesaria del yo, la escucha del otro que uno mismo es y el traspaso, travesía o trascendencia de los límites que fundan al ser al tiempo que lo atan, lo encadenan, lo sujetan. “En el espejo donde te miras / no hay nadie”, reza con austeridad una de sus páginas. Y un poco antes: “El rostro que no se ve / es mi rostro”.


Hacer del propio cuerpo un volumen ausente, del propio rostro un vacío, de los propios ojos una vía de conocimiento al margen de la voluntad egocéntrica, y lograrlo sin renunciar al peligro de insistir en los ojos, el rostro y el cuerpo en tanto faros o balizas del movimiento en que son abandonados, equivale a volverse un desconocido de sí mismo. Ahora bien, si la realidad “es otro nombre de lo desconocido”, y si volverse un cuerpo ausente, un material del vacío, es al cabo desconocerse, la operación lírica de Cadenas tiene por consecuencia la incorporación, el ingreso más decisivo del ser en la realidad, en ese territorio de lo que se ignora, en el misterio. Hacer un poema es ignorarse o, mejor aún, conocerse ignorándose. Al mismo tiempo, hacer un poema es entrar a “donde ya no hay nombres / sino presencias”:

No soy lo que llevo
sino el recipiente.
Lugar de la presencia,
lugar del vacío.

Recibo, entrego,
preparo.
¿Yo
o alguien
que no conozco?


Es quizá en este punto donde la poética manifiesta de Cadenas vincula o congrega, sin habérselo propuesto, las poéticas latentes de Gamoneda y Atencia. La “presencia”, es decir: el estado sensible de las cosas reales, corresponde al “vacío” que las envuelve. Dicho vacío, por otra parte, germina donde la voz que lo expresa no vale por su contenido sino por hacerse continente de aquello que la consuma. Dice también Cadenas: “Déjame recibirme. / Déjame acogerme completo. / Déjame albergarme con todo lo que me pertenece, sin distinguir”. Indistinción que, de nuevo, puede asociarse al “extremo de la indiferencia” de Gamoneda y al interrumpido ascenso —riesgo de la caída— en Atencia. Borde, igualmente, de la palabra que termina frente al silencio. “Al trasluz de tu silencio la cárcel cesa”, como escribe Cadenas con susurrante prosodia. El silencio, en efecto, deja entrever en su trasluz una frontera, el final de un espacio y de un tiempo de sujeción, los límites de una cárcel que la palabra poética esfuma o desvanece.


("Silencio de los límites" apareció en el volumen colectivo titulado Lo que dicen los límites. Orillas, fronteras y colindancias en la poesía, la narrativa, el cine y el pensamiento, coordinado por Teresa González Arce y publicado por la Universidad de Guadalajara en 2005. Lo recupero el día de hoy ante la fresca noticia de que Rafael Cadenas acaba de ganar el Premio FIL de Literatura 2009.)

19 de agosto de 2009

Tumba de Saint-Denys Garneau

Hace apenas una semana Teresa, Matías y un servidor estábamos visitando, en el este de Canadá, espacios que antaño fueron los de Saint-Denys Garneau (1912-1943) y que lo siguen siendo no sólo en sentido figurado, sino en sentido estricto: la casa de su familia en Sainte-Catherine-de-Fossambault, que ahora pertenece a una galerista retirada que respeta y cultiva la memoria del poeta; el bosque y el río que prácticamente lo vieron morir, también en Sainte-Catherine (hoy Sainte-Catherine-de-la-Jacques-Cartier), y desde luego el Montreal viejo y el centro de Quebec. Reproduzco aquí mi traducción de un par de poemas de Garneau y tres fotos que Teresa tomó durante la estancia, incluyendo una en la tumba donde reposan los restos del autor de Miradas y juegos en el espacio.


MI CASA

Quiero mi casa bien abierta,
Buena para todos los menesterosos.

Abierta para quien venga
Como quien tiene memoria
De haber sufrido mucho tiempo afuera,
Asaltado por todas las muertes
Rechazado en todas las puertas
Mordido por el frío, roído por la esperanza

Aniquilado por el vivaz tedio
Exasperado por la tenaz esperanza

En busca siempre de perdón
Yendo siempre tras el pecado.


EL SILENCIO DE LAS CASAS VACÍAS

Es más negro el silencio de las casas vacías
Que aquél que duerme en los sepulcros,
El pesado silencio sin reposo
En que transcurren las horas lívidas.

Se diría que como el viento
Que silba a través de los escombros
De los viejos molinos repletos de sombra
Pasa, persiguiéndose siempre,

La hora, y pasa por el silencio
Como si el péndulo lento
Que un reloj antiguo balancea
La marcara con pasos lentos y pesados,

Pasa sin cambiar nada en las cosas,
En un presente cristalizado
En que pasado y porvenir
Serían como dos puertas cerradas

Y en ese abierto silencio
Se diría —es tan liso el tiempo—
Que la eternidad se desliza
A través de la sombra de la nada.

28 de julio de 2009

Dos poemas en Golpe de Dados

SAINT-DENYS GARNEAU

Cuando fui como un árbol, cualquier árbol,
fui como deben ser todos los árboles.
Cuando fui como un hacha
no intenté ser la espada ni el cuchillo.

Siempre vi mi reverso en el espejo
y mi revés, mi ausencia,
fue mi propia mitad, que no me hallaba
porque yo me ocultaba en medias voces.

No es que renuncie a dar: es que no tengo
ni una estrella siquiera para el día
ni un alma para hundirla río abajo.
Nunca llames a nadie con mi nombre.

La prisa de los olmos por caer
antes del próximo verano
me concierne apenas. Yo mismo
soy la hoja de otoño y el barro en que se posa.


THERE IS NO SUCH THING AS A CORNY POEM

Añorar no es mi verbo favorito
―la ñ me incomoda como un prócer―
pero es verdad que añoro, añoro el arcoíris,
el caer de la tarde sobre un prado,
las tarjetas con letras como gárgolas,
el pastel de merengue y corazones,
el trémolo vocal de quien obsequia serenatas
armado de listones, chalecos, cascabeles.

Por lo menos quisiera
mencionar una vez el corazón.
Hay palabras que tengo acumuladas
como viejas monedas, episodios
de una memoria inconfesable
o una verruga de dar pena.

Cielo, vida, lucero…
Si esto fuera una foto
definitivamente nadie me reconocería.



(Aunque la edición esté fechada en el bimestre de noviembre-diciembre de 2008, estos poemas acaban de aparecer en el número 216 la veterana revista colombiana Golpe de Dados.

20 de julio de 2009

En torno a un artículo de Juan Carlos Núñez Bustillos

Juan Carlos Núñez Bustillos, defensor de los lectores de Público, diario tapatío del consorcio Milenio, publicó ayer el artículo que reproduzco a continuación. Es obvio que lo considero un texto importante: yo mismo, hace poco menos de un mes, le había dirigido el mensaje al que se refiere y da respuesta. El tema es, una vez más, el tratamiento que Milenio y Público le han dado a la polémica Escalante-Sicilia, y las fronteras éticas que no deberían traspasar ni la crítica literaria ni el ejercicio periodístico en general.

Luis Vicente de Aguinaga me escribió una carta de la que extraigo los siguientes párrafos: “El escritor Javier Sicilia está sufriendo actualmente las consecuencias de un artículo calumnioso publicado en Milenio hace poco más de un mes. Javier es, además de poeta, novelista y columnista, jefe de Difusión Cultural de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Ahí sucedió lo que voy a contarte. Resulta que una compañía de ópera está por hacer una función en Cuernavaca con el apoyo de la universidad. Como es una institución con limitaciones muy serias de presupuesto, los programas de mano que se mandaron imprimir son bastante modestos. Enojado por la baja calidad editorial de tales programas, uno de los responsables de la función fue a quejarse a la oficina donde trabaja Sicilia. La persona que atendió al quejoso le hizo ver que la mala impresión de los programas era sólo una consecuencia del bajo presupuesto de la universidad. Este sujeto, entonces, montó en cólera y le gritó a la persona que lo atendía: ‘Pues dígale a Sicilia que ponga dinero del premio que se ganó con ese libro plagiado’.

“Se refería, como tal vez ya sepas, a Tríptico del Desierto, poemario con el que Javier Sicilia ganó hace unos meses el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 2009. Yo formé parte del jurado y puedo asegurarte que se trata no sólo de un libro excelente, sino perfectamente irreprochable. Sin embargo, el crítico literario Evodio Escalante publicó en Laberinto, suplemento de Milenio, un artículo (que luego retomó Visor) en el que deslizaba muy serias acusaciones de ‘apropiación’ de textos ajenos y, en última instancia, de plagio”.

De Aguinaga añade que en otros espacios del periódico “retomaron el asunto sin cuestionar mayormente la tesis principal: el supuesto plagio […]. Sicilia y los miembros del jurado del Premio Aguascalientes nos hemos defendido en artículos que Laberinto ha publicado, es verdad, pero en ediciones posteriores, que no son por lo tanto aquéllas en donde han aparecido los ataques.

“Por lo demás, las acusaciones no son del orden de la crítica literaria, sino de la imputación judicial. El plagio y el favoritismo son delitos o, en el menor de los casos, vicios morales, no defectos artísticos”.

“En el fondo, lo que me hace sentir más amargura es la situación de Javier Sicilia, que ahora tiene que soportar a energúmenos como el que lo insultó en su trabajo. A partir de ahora, me temo, Sicilia tendrá que cargar con esto incluso en circunstancias no relacionadas con la poesía ni con los premios: en su trabajo, en su vida cotidiana, incluso bajo la forma de las eventuales burlas o maldades que padecerán sus familiares o amigos. Por eso te mando este mensaje: porque siento que, como lector de Público y de Milenio, merezco un mínimo de corrección, un mínimo de cortesía por parte de los editores y colaboradores de ambos diarios. Merezco no leer calumnias ni ser calumniado yo mismo; merezco, en todo caso, que, de ser atacado, mi versión aparezca en la misma nota o, en su defecto, en un artículo paralelo y simultáneo al que contiene los ataques. Publicar siete días después la réplica de una persona calumniada es muy poca cosa. En siete días los rumores corren, los chismes van y vienen por la red y la reputación de la gente se deteriora, muchas veces irremediablemente”.

Hasta aquí la carta. El 7 de junio publiqué en este espacio un correo de Alfredo Sánchez en el que señalaba que Público no había dado a conocer las respuestas de Sicilia, ni siquiera tardíamente, con lo que “dejaron la impresión de que es un plagiario, deshonesto y corrupto sin darle la oportunidad de defenderse”.

En esa columna señalé que la respuesta de Sicilia debió haberse publicado en la misma edición y añadí: “Numerosos códigos de ética periodística indican que siempre que se difunda una acusación contra una persona hay que incluir su versión”. Publiqué también lo que al respecto señalan los códigos deontológicos de algunos medios de comunicación sobre este principio básico de ética periodística.

En su carta, De Aguinaga trata un aspecto que es muy importante: las consecuencias que tiene difundir una acusación. Éste es uno de los temas más delicados a los que nos enfrentamos los periodistas. Además de respetar el principio de presunción de inocencia y de publicar la versión del acusado, y aún en el supuesto de que contemos con las pruebas para sustentar una acusación, los periodistas debemos considerar las consecuencias de lo que vamos a decir. Esto no significa que entonces haya que callar las denuncias relacionadas con hechos de interés público, pero sí significa tener especial cuidado en lo que decimos y en la manera de hacerlo para procurar causar el menor daño posible.

El periodista polaco Ryszard Kapuscinski lo explica así en Los cinco sentidos del periodista: “Conviene tener presente que trabajamos con la materia más delicada de este mundo: la gente. Con nuestras palabras, con lo que escribimos sobre ellos, podemos destruirles la vida […]. Por eso escribir periodismo es una actividad sumamente delicada. Hay que medir las palabras que usamos, porque cada una puede ser interpretada de manera viciosa por los enemigos de esa gente. Desde ese punto de vista nuestro criterio ético debe basarse en el respeto a la integridad y la imagen del otro. Porque insisto, nosotros nos vamos y nunca más regresamos, pero lo que escribimos sobre las personas se queda con ellas por el resto de su vida”.

En El zumbido y el moscardón, el experto en ética periodística Javier Darío Restrepo sostiene: “El daño que puede generar una información de prensa no se repara en su totalidad”, y añade que éste se puede prevenir: “Con la presunción de inocencia; condenando el mal, no al malo; recordando que los criminales [en casos como el que tratamos aquí, señalados] también tienen hijos; dándole voz siempre al acusado; preguntándose cada vez por los efectos de la noticia que uno está a punto de publicar”.


Mi propia carta, que Núñez Bustillos no habría podido reproducir in extenso por obvias razones, está fechada el 23 de junio y dice lo siguiente:

¿Cómo te va, Juan Carlos?

Además de saludarte con mucho gusto, quiero hablarte un poco de la situación actual de Javier Sicilia, quien está sufriendo las consecuencias de un artículo calumnioso publicado en Milenio hace poco más de un mes.

Javier es, además de poeta, novelista y columnista en Proceso y La Jornada Semanal, jefe de difusión cultural de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Ahí sucedió lo que voy a contarte. Resulta que una compañía de ópera está por hacer una función en Cuernavaca con el apoyo de la UAEM. Como es una institución con limitaciones muy serias de presupuesto, los programas de mano que se mandaron imprimir son bastante modestos. Enojado por la baja calidad editorial de tales programas, uno de los responsables de la función fue a quejarse a la oficina donde trabaja Sicilia. La persona que atendió al quejoso le hizo ver que la mala impresión de los programas era sólo una consecuencia del bajo presupuesto de la universidad. Este sujeto, entonces, montó en cólera y le gritó a la persona que lo atendía: "Pues dígale a Sicilia que ponga dinero del premio que se ganó con ese libro plagiado".

Se refería, como tal vez ya sepas, a Tríptico del Desierto, poemario con el que Javier Sicilia ganó hace unos meses el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 2009. Yo formé parte del jurado y puedo asegurarte que se trata no sólo de un libro excelente, sino perfectamente irreprochable. Sin embargo, un crítico literario de algún renombre llamado Evodio Escalante publicó en Laberinto, suplemento de Milenio, un artículo (que luego retomó Visor, por cierto) en el que deslizaba muy serias acusaciones de "apropiación" de textos ajenos y, en última instancia, de plagio. Puedes leer ese artículo en esta dirección.

Tras la publicación del artículo referido, colaboradores de Milenio como Roberta Garza y Heriberto Yépez retomaron el asunto sin cuestionar mayormente la tesis principal, a saber: que Sicilia es un vulgar plagiario. Roberta Garza dijo en su momento que a Javier se le debería retirar el premio y Heriberto Yépez incluso se burló del catolicismo de Sicilia. Este último se ha defendido en artículos que Laberinto ha publicado, es verdad, pero en ediciones posteriores, que no son por lo tanto aquéllas en donde han aparecido los ataques.

La "polémica", por así decirle, básicamente ha consistido en que uno, dos o tres colaboradores de Milenio (y, por derivación, de Público) vacíen carretones de basura encima de Sicilia y de los miembros del jurado del Premio Aguascalientes, y que luego Javier y los referidos jurados nos defendamos como Dios nos dé a entender. A los miembros del jurado (Francisco Hernández, María Baranda y un servidor) Evodio Escalante nos culpó -con medias palabras, insinuaciones y frases nunca del todo claras- de amiguismo y favoritismo culpable. Puedes leer ese artículo en particular en esta dirección.

Me parece bastante claro que ni Evodio Escalante ni Roberta Garza ni Heriberto Yépez tienen pruebas de lo que dicen. Por lo demás, las acusaciones del primero no son del orden de la crítica literaria, sino de la imputación judicial. El plagio y el favoritismo son delitos o, en el menor de los casos, vicios morales, no defectos artísticos. Aun así, Milenio le ha servido de trampolín a estos difamadores, que aspiran cuando mucho a "discutir" o "debatir" sin que haya un verdadero motivo para la discusión o el debate.

Yo he tenido no sé si la testarudez o la paciencia de mandarle mensajes a Roberta Garza, Evodio Escalante, José Luis Martínez S. y Heriberto Yépez, en ese orden. Garza reconoció de mal humor que no sabía de lo que hablaba, pero no lo admitió en público. Escalante sencillamente no me respondió. José Luis Martínez S. publicó mi carta el sábado pasado y respondió a un mensaje mío de correo electrónico, siempre con cordialidad, pero negando que haya faltado a la ética periodística. Yépez también accedió a concederme un poco de razón, pero después lo resumió todo sentenciando (también por e-mail, no en su columna) que nadie sabe polemizar en México, ni Escalante ni Sicilia ni él ni yo mismo, igualándonos a todos con esa frase (¡como si yo hubiera proferido calumnias o insultado a quien fuera!).

En el fondo, Juan Carlos, lo que me hace sentir más amargura es la situación de Javier Sicilia, que ahora tiene que soportar a energúmenos como el que lo insultó en su trabajo. A partir de ahora, me temo, Sicilia tendrá que cargar con esto incluso en circunstancias no relacionadas con la poesía ni con los premios: en su trabajo, en su vida cotidiana, incluso bajo la forma de las eventuales burlas o maldades que padecerán sus familiares o amigos. Por eso te mando este mensaje: porque siento que, como lector de Público y de Milenio, merezco un mínimo de corrección, un mínimo de cortesía por parte de los editores y colaboradores de ambos diarios. Merezco no leer calumnias ni ser calumniado yo mismo; merezco, en todo caso, que, de ser atacado, mi versión aparezca en la misma nota o, en su defecto, en un artículo paralelo y simultáneo al que contiene los ataques. Publicar siete días después la réplica de una persona calumniada es muy poca cosa. En siete días los rumores corren, los chismes van y vienen por la red y la reputación de la gente se deteriora, muchas veces irremediablemente.

La situación de la crítica de poesía en México es de lo más triste, Juan Carlos. Pero este asunto me parece que sobrepasa con mucho todo lo que se había visto hasta la fecha. Ni modo: eso no tiene por qué resolverlo el editor de ningún suplemento; es un problema de los críticos, de los lectores y de los poetas. En cambio, lo que sí es un problema de los periódicos, de sus colaboradores y de sus lectores es la facilidad con que se pueden publicar ataques ilegítimos que luego se quedan irresponsablemente flotando en el aire. ¿Se consigue algo alimentando una polémica, incitando a las personas atacadas a replicar una semana después y estimulando, con ello, que la calumnia se mantenga viva? En términos literarios y éticos, no se consigue nada; en términos de sensacionalismo, sí se consigue, y mucho, porque la falsedad y el morbo permanecen.

Espero que todo esto que te digo sea de tu interés y de tu competencia, Juan Carlos. Honestamente, ignoro si los lectores de Milenio podamos dirigirnos a un defensor como sí podemos hacerlo contigo los lectores de Público. Si te molesto con este asunto es porque, al conocer tu artículo de hace tres domingos titulado "La columna que faltó en Visor", percibí en ti una sensibilidad que, por desgracia, prácticamente no han manifestado los colaboradores de Milenio ni el editor de Laberinto.

Recibe un fuerte apretón de manos.


14 de julio de 2009

Siempre a la sombra del bar El Paraíso: Caza mayor

Me parece que hay dos maneras de caracterizar una obra maestra (o, mejor dicho, que hay dos formas legítimas de usar la expresión obra maestra). Por un lado, se habla por lo regular de la obra maestra de un autor para referirse a su mejor libro, es decir: el de mayor mérito y renombre. Pero, si se toma en cuenta una expresión vecina, la de llave maestra, que la Real Academia define como aquélla “que está hecha en tal disposición que abre y cierra todas las cerraduras de una casa”, cabe también entender que una obra maestra puede no ser por fuerza la mejor, el opus magnum de tal o cual escritor, pero sí explicar o condensar, en su perspectiva o en sus recurrencias, en su lenguaje o en sus temas, el resto de sus libros, y conducir a ellos.


Eduardo Lizalde ha escrito muchos buenos poemarios, y es obvio que no soy el único en opinar que su opus magnum es El tigre en la casa, libro estricto y desmesurado a un tiempo, desbordante y ordenado, refrescante y liberador en lo artístico, devastador en lo emocional. Obra no menos tremenda es La zorra enferma, si bien de otro diseño, de otra contextura literaria: volumen copioso, necesariamente irregular, extenso y misceláneo, La zorra enferma no es un libro para leerse de un tirón, como sí lo es El tigre en la casa. Yo sostengo que la obra maestra de Lizalde, maestra como quien habla de una llave maestra, es Caza mayor, cierre definitivo del periodo que Carlos Ulises Mata denomina “la década luminosa” de Lizalde, decenio que arranca en 1970, año en que se publica El tigre en la casa, y termina en 1979, año de Caza mayor, pasando por 1974 y 1975, cuando La zorra enferma gana el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, primero, y es publicado, después.

Caza mayor es un libro corto y lacónico. No contiene ningún epígrafe. Ninguno de sus treinta y dos poemas, numerados con romanos, lleva título. Nada que ver con La zorra enferma, donde abundan dedicatorias y epígrafes punzantes, casi como si se tratara de saques de tenis ante los que hubiera que plantar cara. Nada que ver con El tigre en la casa y su estructura casi novelesca, reverso acaso ―amargo reverso― de ciertos relatos de un amor optimista y francamente inverosímil. Caza mayor es puro nervio, en principio: un golpe recto a la mandíbula, sin fintas ni maniobras.

Con todo, Caza mayor logra, en su brevedad, aliar dos modelos de composición previa y espléndidamente desarrollados en El tigre en la casa y La zorra enferma. Por un lado, la estampa del mundo natural que, presentándose como una simple descripción de momentos cruciales en la vida de las fieras, extrae del irracional una especie de negativo, una enseñanza racional que denota en apariencia una moraleja y connota, en última instancia, la inutilidad final de toda moraleja. Por otro lado, la imaginaria transcripción de conversaciones informales, charlas de cantina y variadas ocurrencias que, si bien desde luego son monólogos líricos, impostan la forma del más prosaico diálogo tabernario, con vocativos propios de la declamación y la oratoria.


Decantarse por ambos modelos de composición ―y, además, combinarlos― no significa descartar otros que, como el epigrama de reminiscencias latinas o el poema rigurosamente político, Lizalde había hecho propios en La zorra enferma y El tigre en la casa. Más bien sucede que, parafraseando a Eduardo Hurtado, las ambigüedades tienden a desaparecer en Caza mayor en beneficio de una firme resolución moral, a saber: la de indagar en el propio envejecimiento (“en la propia disolución”, apunta Hurtado) corriendo, si es necesario, el riesgo de perorar o parecer grandilocuente. La perorata, sin embargo, se vuelve indispensable cuando el poeta consigue practicarla como una especie de improvisación dialéctica ―de ahí el constante recurso al vocativo, que ya mencionaba unos renglones arriba― y, por qué no decirlo, de gasto, desperdicio, derroche:

En 1979 aparece Caza mayor. Aquí la ambigüedad del tigre casero desaparece; a cambio, sobresale la decisión de enfrentar sin engaños la idea de la propia disolución. El intento resulta, de pronto, casi grandilocuente; pero todo cambia cuando el autor confiesa que no hay mejor manera de asumir la muerte propia que perder la vida (en el sentido de gastársela), y nos describe su forma de hacerlo: filosofando en las cantinas.


Ese malgastar la vida tiene su correlato formal en otro desperdicio: el que se hace, con absoluta malicia, del grand style, del estilo sublime, cultivado por Lizalde con tanta desenvoltura como resentimiento, al grado que la víctima propiciatoria por excelencia en la poética de Lizalde acaba siendo nada menos que la elocuencia grandiosa. Es normal relacionar a Lizalde con esa variedad estilística, predominante cuando menos en Latinoamérica desde hace seis décadas, que José Emilio Pacheco ha denominado “la otra vanguardia”: el llamado coloquialismo. Ahora bien, importa subrayar que Lizalde, a diferencia de los representantes propiamente dichos de la poesía coloquial, nunca escribe desde lo antipoético sino desde la crisis ―inducida por él mismo― de lo poético, es decir: nunca desde la muerte de la retórica, siempre desde su agonía, escenificada por lo demás con pompa, boato y excesos grotescos.

La relación de Lizalde con el coloquialismo queda mejor expuesta cuando se repara en la tensa relación de contenido y forma que se puede apreciar en un solo verso de peculiar expresividad. Recuerdo muy bien cómo, hace alrededor de veinte años, Baudelio Lara me hizo notar que un verso concreto en El tigre en la casa planteaba ―y, más aún, encarnaba― una cuestión auténticamente seria. Es éste:

Parte de prosa ha de tener el verso.


A primera vista, la oración es meramente declarativa. Si el verso debe o no debe tener partes de prosa (o de lo que se quiera) es un asunto de la voluntad, apenas la expresión de un propósito. Pero este verso en particular no es cualquier verso: es un endecasílabo acentuado en primera, cuarta, octava y, por supuesto, décima sílaba; una variante de verso dactílico, en suma, que no parece tener nada de prosa en sí mismo (como no sea la palabra prosa). Ello supone, ya que no un contrasentido, sí una importante contradicción, toda ella intencional y, por así decirlo, teledirigida por la conciencia del poeta. Lizalde prescribe que los versos contengan su buena “parte de prosa”, pero al hacerlo tiene la precaución de salvar a sus propios versos del cumplimiento de semejante obligación. Es notorio cómo, en Caza mayor, la prosa (esto es, en las metafóricas paridades manejadas por Lizalde, la inmundicia, la grisura, el desencanto) da la impresión de no estar en el verso, sino en la realidad toda, impregnándola y degradándola en su enorme conjunto:

Los remotos saurios de articulada desmesura
tardaban en crecer cien años,
como los templos góticos,
y vivían cinco siglos. Más que algunos dioses.

Hoy los sagrados tigres, los leones imperiales
viven quince, veinte años,
como los perritos.
Y nosotros, más finos, cuánto tiempo, cuánta luz valemos.
Si hoy tuviéramos dioses sólo vivirían gloriosos,
imperceptibles instantes,
acaso unos minutos.
Menos que algunos insectos.


Permítaseme ahora una digresión aparentemente descabellada. La primavera del año pasado leí en El País una crónica del narrador Harkaitz Cano. El tema de la crónica era el concierto que Nick Cave había ofrecido con su grupo, The Bad Seeds, en el Polideportivo José Antonio Gaska de San Sebastián el 24 de abril. Cano daba testimonio en su crónica de la intensidad, la teatralidad y la “furia” del roquero. “El australiano […] desgranó su rosario de historias con nudo y desenlace, haciendo propia a su manera la filosofía de Tom Waits”, relataba Cano. Esa “filosofía” es lo que por ahora me interesa, en vista de lo que implica: “que una buena canción ha de contar con el nombre de una ciudad (o de una mujer), con un clima determinado y con algo de comer o de beber, por si a uno le entra la pájara mientras escucha”.

Los poemas de Caza mayor, con ajustes mínimos, responden a ese triple deber: contienen, cada tanto, el nombre de alguna cantina (La Curva, La Providencia, La Derrota, El Tigre Negro, El Paraíso, La Flor de Valencia, El Mirador, La Ópera) o de algún lugar (la Calzada de la Viga, la Candelaria de los Patos), el de un clima espiritual determinado (angustia, desesperanza, rencor, satisfacción pasajera) y mucho de beber y de comer (“pichones en su jugo”, “un Reblochon sublime”, “cerveza, nunca vino de Lesbos”). Curioso hedonismo tratándose de un libro que no sólo tematiza, sino que se obsesiona con la muerte física. Es el hedonismo de los que celebran un banquete al recrudecerse la epidemia y dotan al carnaval de un trasfondo evangélico, un regusto de Última Cena, como en aquella secuencia del Nosferatu de Werner Herzog:

Siempre a la sombra del bar El Paraíso
que arrasarán las obras de rescate del Gran Templo Mayor
―indígena revancha―,
devorábamos pichones en su jugo,
los mejores de la Gran Tenochtitlan.
Y nos comíamos a Hegel,
a Kant y a sus abuelos empiristas,
con epazote metafísico a la Marx, a la Hölderlin,
la Lenin, la Novalis.
Chenopodium ambrosioides, ambrosía
sobre océlotl de piedra
a nuestros pies sepultados.
Cocinábamos proyectos, gatos callejeros
por jaguares de Uxmal o Monte Albán.
Jugosas ilusiones del dominó ruidoso,
la ignorancia estentórea,
la escultura silente.
Hasta que algún oscuro se animaba:
curtirán nuestras pieles, compañeros,
simplemente vamos a morirnos
―siempre la mula de seis―,
sin más Jaspers, ni Séneca, ni tía Chucha, ni nada.
La mosca de dos kilos
en la sopa caliente.

Y nos íbamos entonces a los infiernos,
hipócritas y subversivos
―tenebrosamente placenteros a veces―
de El Ratón y La Rendija
o La Burbuja y otros antros
en cuyo umbral resplandeciente
incluso los ateos
perdíamos por un tiempo
toda esperanza.


Tres mitos convergen ―para ser desmontados, por supuesto― en este poema. En primer lugar, el mito de la expulsión del paraíso, aquí transformado en el bar donde se pierde la inocencia con respecto a la muerte; después, el mito contemporáneo del tabú del canibalismo, desmentido por quienes proceden, sin remordimiento, a comerse a Kant, Hegel y demás filósofos; y, en tercer lugar, el mito no menos fundamental del descenso a los infiernos, representados por los antros (el Hades, en principio, es un antro: una gruta o caverna) de La Burbuja, La Rendija y El Ratón, descenso rematado por añadidura con una cita de la Divina comedia (“perdíamos por un tiempo / toda esperanza”: Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate). Mitos del espacio ―el que se nos prohíbe, por un lado, y en el que nos resignamos a vivir o al que somos condenados, por el otro― pero también del tiempo: el paraíso terrenal está en el pasado, necesariamente, y el infierno es el porvenir de los réprobos, que ignoran o transgreden la ley.


Recuérdese que filosofar en las cantinas (Eduardo Hurtado dixit es para el poeta de Caza mayor la forma de asumir su propia muerte gastando la vida. La cantina, por lo tanto, más que un mero lugar de preferencia, es en verdad un espacio que se adapta formidablemente a la estructura de Caza mayor y a la mecánica de su imaginario, puesto que al mismo tiempo conviene al diálogo y al ensimismamiento, al gesto afectuoso y al ademán violento, a la pulsión tanática y a la erótica. Años atrás Luis Ignacio Helguera dictaminaba casi lo mismo:

En las cantinas, donde aparentemente el tiempo no transcurre y todas las citas contraídas en el mundo remojan, y finalmente pierden, su importancia, brinda, de pronto, junto a nosotros, con nosotros, en la barra, un desconocido. Es sólo nuestra propia muerte, que ha trasladado su domicilio de la casa a la cantina. El poemario alterna, con maestría, el [sic] promenade bohemio que evoca viejas borracheras con amigos (José Revueltas, Alí Chumacero, Jaime Sabines, Marco Antonio Montes de Oca) en cantinas célebres y familiares donde se botaneaba el verso, con instantáneas magníficas de la extinción colosal del tigre.


Caza mayor (“acaso después de El tigre en la casa el libro más bello y consistente de Lizalde”, según Helguera) es, a final de cuentas, un poemario reflexivo. Su estilo es coloquial en el sentido más noble del término: es un volumen de diálogos, por lo que superficialmente se deja leer como una bitácora tabernaria de charlas con amigos. Pero el verdadero diálogo de Caza mayor, el único, es un diálogo del poeta consigo mismo, una meditación, una introspección.

A veces pienso que lo mejor que se puede afirmar sobre Caza mayor, y acaso también sobre cualquier otro libro de poesía, está ya dicho en otro libro, en otro poema. Véase, si no, éste, titulado “Pie de página”, de Tabernarios y eróticos, libro de Lizalde publicado por vez primera en 1988. Quién hubiera dicho que la casa y la cantina, sin tigres ni zorras ni alegatos, acabarían siendo las metáforas más persistentes del poema y de la poesía para Lizalde:

Dice Painter que Proust pasó en su casa
una infernal, terrible temporada
de cierto culto al “buen gusto”,
pero en los últimos años, llenaba las estancias
con objetos horrendos, aunque amados, deformes
y sagrados, que hablaban de sus muertos,
de su infancia, de su tiempo perdido.

El que no puede, con su carne y humores, llenar su casa,
suele salir con frecuencia a las cantinas
―en otro tiempo espléndidas―,
del centro y de los aledaños de esta errática ciudad.

Pero, si es triste abstemio,
suele también infestarla con cosas de otros mundos,
que desbordan estantes
y estorban la visión de los libreros
en la pobre morada, que es casa del ausente.
Y una casa, sólo se colma con el que la habita.
Una casa es un alma que habita en su habitante.
Las preconstruidas bellezas ―austeras o suntuosas―,
sólo son galerías de almas ajenas,
guardarropa prestado.
Y los poemas son como las casas:
tienen que estar habitados para ser poemas.



(Acabo de publicar este artículo en el número 133 de Crítica, correspondiente a los meses de julio y agosto de 2009. Hoy, por lo demás, Eduardo Lizalde cumple 80 años, y eso hay que festejarlo como buenamente se pueda.)