29 de septiembre de 2010

Cajas de resonancia

para Gil Goldstein


En la vida interesa lo que no es muerte.
En la vida interesa lo que no es vida
ni muerte. Así,
en Desdémona importa lo que no es
anémona. En la vida
interesa lo que no
interesa.



Las palabras dicen
palabras. En el amanecer
está dicho el resto

del día, pero en las palabras
del amanecer sólo está dicho
ese momento. Las palabras

no están dichas. Las palabras
pudieron ser nuestras. Las palabras
lo fueron.



Lo que trae una mano.
Lo que una mano
trae, lo que reduce, hay otra
que lo espera, que se ahueca
por ello y que se vuelve
mano al llenarse de su nada.

El paso que no doy
me tiene con dos pasos pendientes.

El pez que no sujeto
me hace andar mares duplicados,
caminos que figuro al extender cada pierna
y luego no recorro, y luego entre mis dedos
no está el pez.

Lo que una mano
da, lo que una pide,
a eso renuncia. Pide
y espera
y busca
otra mano, y llenarla de su nada.


(Escribí este poema corrigiendo uno anterior al grado de convertirlo en otro. El primero se llamaba "Nuevas cajas de resonancia" y apareció en la revista Parteaguas. Éste se llama simplemente "Cajas de resonancia" porque tales cajas, por lo dicho anteriormente, ya no tienen gran cosa de nuevas. En todo caso, el nuevo, éste, formó parte de la exposición Plástica Tónica, que se pudo visitar en la galería Vértice de Guadalajara el mes pasado. En la foto, mi poema es el texto de la derecha, junto al cuadro de Fernando Sandoval.)

10 de septiembre de 2010

Qué hacer con el verano

...niño sobreviviente
de los espejos sin memoria
y su pueblo de viento:
el tiempo y sus encarnaciones
resuelto en simulacros de reflejos.
OCTAVIO PAZ, Pasado en claro


El de la izquierda es Víctor, mi hermano. Han pasado tres décadas: la foto es de 1973 o, cuando mucho, de 1974. Me dicen que yo, el de la derecha, tengo aquí alrededor de dos años. Puede ser —ya que se trata de conjeturar, y puesto que “alrededor de dos años” no significa dos años exactos— que ni siquiera los haya cumplido aún. Atrás queda el mar y al fondo se perfila un brazo de tierra no muy prominente, quizá el extremo contrario de una bahía que no acabo de reconocer. Pensando en mis dos años, y tomando en cuenta que tal vez no he regresado al preciso lugar de la fotografía, no tengo en realidad manera de saber dónde revientan esas olas. Porque una franja blanca, que imagino espumosa, junta el brazo de tierra con el mar que hay detrás, menos alto que un par de niños en calzoncillos: un mar que, a nuestras espaldas, ni Víctor ni yo podemos ver aunque seguramente nos envuelve, nos amenaza o nos atrae. De modo que revientan olas.

“No es agua ni arena / la orilla del mar...” Parece mentira que la espuma, que no es por un momento agua ni aire, y nunca es tierra, baste para unir dos moles tan formidables como el continente y el océano. (Doy por sentado, así, que la imagen remite al Pacífico y a cierta playa indistinta de Jalisco, Nayarit o Colima.) El mar, que todavía juzgo infinito, no sería en mi niñez más inconcebiblemente grande que la extensión de la tierra. Dos infinitos, pues, al cabo razonables en su inmensidad. La espuma, en cambio, es una especie de infinito reducido: cabe de pronto en el cuenco de las manos y luego se constata que las manos no alcanzan, y sus límites resultan sin embargo lógicos o abarcables para la vista. Tal vez porque la espuma sea no tanto infinita en el espacio como infinita en el tiempo: se forma gracias a un ritmo binario de rompimientos y recogimientos del que no se conocen —vale decir— las puntas, o sea el inicio y el término. Mejor aún: la espuma no es un infinito espacial ni temporal, sino material. En la espuma se concentra y se dispersa el infinito de la materia, o se concentra dispersándose. Orgullosa, la espuma es una exaltación del agua y es, por ello mismo, un devenir que trasciende (hasta negarlo) el ser del agua. La espuma es una orilla. Es lo contrario de un espacio; no se deja poseer ni habitar, así fuera de modo instantáneo. Es una frontera que, al separar dos territorios, deja de pertenecer a ninguno. A nadie. A nada.

Mi hermano apoya las manos en el barandal. Hay un poema de Octavio Paz —no recuerdo cuál exactamente, pero se puede leer al comienzo de Ladera este o al comienzo de Salamandra— en el que aparece, copiado en letra cursiva, este viejo proverbio chino: “No te apoyes, si estás solo, contra la balaustrada”. Mi hermano no está solo. Yo tengo un codo recargado en el mismo barandal y me pongo la mano izquierda frente a la ceja del mismo costado, acaso rascándomela o buscándome la frente. Los calzones me quedan grandes. Pero, si regreso a la mano y a la frente, puedo citar otro poema del mismo Paz —ya se ve que soy todo un enfermo de literatosis, que diría Juan Carlos Onetti— que por estos días he vuelto a leer, interrogado por cierta reportera con motivo del Día del Padre y de la imagen que del pater familias rinden las letras mexicanas: Pasado en claro. En ese poema, en ese libro, Paz consagra diez versos de un conjunto más vasto a la que resultará con altas probabilidades la más intensa y desgarradora evocación del padre (contando la no menos conmovedora, sólo que más extensa y discursiva, de Jaime Sabines) que haya en el corpus de la poesía hecha en México:

Del vómito a la sed,
atado al potro del alcohol,
mi padre iba y venía entre las llamas.
Por los durmientes y los rieles
de una estación de moscas y de polvo
una tarde juntamos sus pedazos.
Yo nunca pude hablar con él.
Lo encuentro ahora en sueños,
esa borrosa patria de los muertos.
Hablamos siempre de otras cosas.


Yo, sin embargo, no pienso en esos versos. Pienso en éstos: “Desde mi frente salgo a un mediodía / del tamaño del tiempo”. Desde la foto, mi propia frente me aconseja qué hacer con el verano, ya que pronto acabará el mes de junio: abrirlo, proyectarlo en mi cuerpo y en mis recuerdos, superponerlo a veranos anteriores y ocultarlo bajo ese mismo pasado, y proyectarlo de nuevo en un cuerpo que ya no es el mío, en recuerdos que me arriesgo a ya no tener si no los hago “del tamaño del tiempo”.



Que mi hermano es mayor que yo, y que ya entonces lo era, es un hecho que dicta y corrobora la evidencia más obvia: él no cupo entero en la foto. De sus pies, que se quedaron al margen del rectángulo, no puedo afirmar nada: son la pura inminencia y, por este motivo, son también el indicio más claro de que hay algo afuera de la imagen. Ese afuera es lo que vuelve ya no digamos verosímil o convincente, sino en verdad real toda pintura o escultura, todo poema o relato que se precie de serlo. Paradójicamente, que haya un afuera es lo que garantiza o posibilita que alguien pueda “meterse” a la pintura, la escultura, el poema o el relato. La foto a la que me refiero no es quizá lo que otras personas llamarían —con suma reverencia— una Obra de Arte, pero sí contiene algo así como un germen de lo que para mí suponen las verdaderas obras de arte: un germen de vacío, en este caso. Un lugar donde guarecerse que también es una forma de la intemperie. Un germen, sí, un aviso: algo de lo que mi hermano se ríe, algo que miro yo (el que soy en la foto, sin duda con un principio de sonrisa) en el objetivo de la cámara.

El barandal, extrañamente, no va más alto que la cintura del niño de la izquierda. Puede ser que los adultos, en ese corredor, merezcan otra balaustrada: el travesaño que los fotografiados tienen detrás de la nuca, el primero, y sobre la coronilla, el segundo. A la derecha de la imagen, apenas insinuada, espera en la sombra una escalera.


(Este pequeño ensayo, que originalmente apareció en Mural hace unos años, forma parte de mi libro Signos vitales, publicado por la UNAM en 2005. Lo retomo ahora por vil y vulgar nostalgia.)