27 de febrero de 2009

Romance de frontera

Tengo que decidirme,
tras un almuerzo de conejo,
entre dos tardes enemigas:
una de zorros, otra de lechugas
apenas mordisqueadas en los bordes.

La ballena y el témpano,
expertos en la sal,
merodean por las olas al ritmo de la siesta.

En los jardines callejeros
llueve, al anochecer, polvo de pájaros.

Van quedándose mudos los relojes del puerto.
Sólo yo he visto la primera estrella.
Puedo volver al monte
o empezar, en tinieblas, a buscarte
a la orilla de un mar que huele a sueño.



("Romance de frontera" se acaba de publicar en el núm. 1 de la revista Numen.)

10 de febrero de 2009

La edad y el oro

Hablar de poesía no es obligatoriamente hablar de historia de la poesía. Lo primero puede hacerse, con toda naturalidad, sin abonar la menor consideración a la cuenta de lo segundo. Pero hablar de poesía, y más cuando se abordan los temas confluyentes de la producción editorial y de la enseñanza de la literatura, supone por lo regular que se comente la buena o mala preparación de antologías y trabajos críticos de finalidad casi siempre didáctica y a veces placentera. Y es muy raro que las antologías recurran a soportes discursivos que no sean los de la historia de la literatura: tan raro, tanto, que incluso los que no echan mano de la cronología para ordenar sus materiales —pienso en las antologías que, por ejemplo, agrupan diferentes tratamientos e ilustraciones de un motivo temático particular: el amor, Dios, la rosa, el colibrí, el futbol— acaban precisando un par de fechas que dan a los autores y a los textos un lugar de anterioridad o posterioridad, antigüedad o novedad, en el flujo unitario de un relato que no por ser implícito es menos descriptivo. Las antologías, libros diversos por definición, diversas en autores o en épocas o en estilos representados, marcan en suma ese punto de flexión en el que hablar de poesía es también hablar de historia de la poesía.

Un caso reciente de buena preparación y de buenos propósitos, hedonistas y pedagógicos, y ejemplo además de historicidad ineludible y práctica, es La fuente, los destellos y la sombra. Antología poética de los Siglos de Oro (México: Alfaguara, 2002) de David Huerta y Pablo Lombó. Se trata de un volumen de 258 páginas, económico y manejable, que vale recomendar en principio a quien se interese por conocer la poesía lírica española del Renacimiento y la Contrarreforma, esto es: del siglo XVI y del siglo XVII. La introducción a esta literatura es, con ello, la vocación primordial (que no la única) de La fuente, los destellos y la sombra. De aquí debe seguirse que también los lectores ya iniciados en el conocimiento de Quevedo y Góngora, Garcilaso y Fray Luis de León, San Juan de la Cruz y tutti quanti, por haber necesitado antaño de libros como éste, pueden aprovechar la ocasión que hoy se presenta para meditar en torno a la que muchos juzgan la mejor poesía que haya sido escrita nunca en castellano.

Líneas arriba he mencionado al paso a un puñado de poetas. Recordar sus nombres, por suficiente que parezca, no basta para solventar ninguna expectativa. En la contraportada de La fuente, los destellos y la sombra se hace una lista más larga todavía, y todavía insatisfactoria: Sor Juana, Cervantes, Garcilaso, Quevedo, San Juan de la Cruz, Góngora, Lope, Fray Luis de León, Santa Teresa. Nueve referencias, nueve universos que, sumados, compondrían ya una muestra insuperable. Nueve mundos completos y comunicados entre sí, a un tiempo autónomos e interdependientes, a los que deben agregarse al menos tres aún, que son igualmente —y sobre todo— tres poemas: el nombre o mundo peculiar de Francisco de Aldana, remitente de un bello poema epistolar a su amigo Benito Arias Montano (“Los huesos y la sangre que natura / me dio para vivir, no poca parte / de ellos y de ella he dado a la locura...”); el mundo austero y desengañado de Rodrigo Caro y su “Canción a las ruinas de Itálica”; el mundo, en fin, de Andrés Fernández de Andrada, cuya “Epístola moral a Fabio” engarza con la misma tradición que la “Carta” de Aldana y la concluye de modo sereno y majestuoso: “Ya, dulce amigo, huyo y me retiro / de cuanto siempre amé: rompí los lazos. / Ven y sabrás al grande fin que aspiro, / antes que el tiempo muera en nuestros brazos”.

El que hay sin duda entre la “Carta” de Aldana y la “Epístola moral a Fabio” no es el único nexo de prefiguración que puede señalarse al caracterizar el Siglo de Oro. Garcilaso de la Vega, como un ancestro generoso, prefigura lo mismo a Fernando de Herrera que a San Juan de la Cruz, y no menos a Fray Luis de León que a Luis de Góngora. Góngora es el maestro detestado de Quevedo, y Quevedo es el anticipo de Sor Juana. Ello se aplica también a figuras relativamente anteriores, ajenas al marco temporal de La fuente, los destellos y la sombra: la sonoridad extraordinaria de San Juan de la Cruz (“un no sé qué que quedan balbuciendo”) evoca en buena medida la de Jorge Manrique, autor que debe tenerse por “prerrenacentista” y en todo caso previo al Siglo de Oro (“cómo después, de acordado, / da dolor”). En este contexto debe sopesarse la opinión que algunos promovieron a propósito de Juan Boscán y el mismo Garcilaso: que no eran sino “extranjerizantes” y bárbaros poetas. Lo que hicieron en realidad fue acentuar, volviéndolo explícito, un rasgo que toda literatura moderna comporta en última instancia: el diálogo con otros autores, con otras intenciones estéticas, con otras lenguas, con otras culturas.

Tema distinto es el membrete o denominación de la etapa de marras. Huerta y Lombó prefieren el plural: “Siglos de Oro”. Se puede responder que la palabra siglo, en la expresión “Siglo de Oro”, designa menos un periodo de cien años que una edad notable, una época. Del “año axial” (David Huerta dixit) de 1526, fecha de la introducción definitiva del “itálico modo” en las costumbres literarias castellanas, a 1695, año de la muerte de Sor Juana Inés de la Cruz, más de un siglo y dos tercios pasan efectivamente: ni se trata en rigor de un par de siglos cronológicos precisos, ni los intereses, personalidades o estilos que se desarrollan entre dichos años deben suponerse uniformes. En resumen, el Siglo de Oro es una pléyade, una constelación, un sistema, y que se hable de un siglo en singular (como, en mi opinión, debe hacerse) no excluye que se admita de la misma forma la pluralidad brillante de la era.

Entiendo, por último, que no estaría de más enmendar un par de incorrecciones del volumen. Primero está una importante divergencia entre las previsiones liminares y los textos propiamente seleccionados. En su prólogo, anuncia David Huerta que La fuente, los destellos y la sombra “es una colección de poesía lírica, lo que quiere decir que no figuran en ella poemas épicos [...] o composiciones en verso incluidas en obras dramáticas (de las que hay, en gran cantidad, por ejemplo, en el teatro lopesco y en las narraciones cervantinas)”. Ahora bien, al menos cuatro poemas entresacados del Quijote figuran en el capítulo dedicado a Cervantes, con lo que se desdice aquel anuncio del prólogo. Viene después la total ausencia de poemas de autor anónimo, algunos de los cuales podrían acompañar sin desventaja ni demérito a los mejores de Quevedo, San Juan, Gutierre de Cetina o los hermanos Argensola. Es el caso del soneto que comienza con la famosa y estricta prevención: “No me mueve, mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido...”

Tales objeciones, con todo, no hacen más que corroborar la extrema vitalidad y el positivo desacuerdo que la poesía del Siglo de Oro, por una parte, y su recepción a cuatrocientos años de distancia, por la otra, manifiestan y provocan en beneficio de lectores y escritores actuales. Que sean aquí justamente celebrados, pues, la existencia y la divulgación de La fuente, los destellos y la sombra.



(El 29 de septiembre de 2002 publiqué "La edad y el oro" en Mural. Hoy, releyendo el artículo por motivos un tanto azarosos, encuentro que vale la pena desenterrarlo y publicarlo de nuevo aquí.)