19 de enero de 2005

África

El pasado mes de febrero, el poeta Luis Felipe Fabre publicó un artículo sobre la situación editorial de la poesía en México. Resuelto a comentar o, cuando menos, a poner de relieve determinadas implicaciones de un problema que quizás no sea tal, Fabre partió de una curiosa —por no decir estrafalaria— suposición, a saber: que “leer poesía en México no tendría por qué ser algo [sic] distinto a leer poesía en Japón o en Inglaterra”. Desde un principio, el uso peregrino del pronombre “algo” deja claro que Fabre piensa en inglés y que la perspectiva según la cual encara el tema de su artículo explica la naturaleza misma de su afirmación. En efecto, leer poesía en México no puede ser distinto que leerla en York o en Blackburn, Lancashire, si quien ejerce dicha lectura es un delegado vocacional del príncipe Carlos en la colonia Condesa. La consiguiente observación de Fabre, por este motivo, parece cuando menos obvia (pero no por su contenido sino por el punto de vista del que la emite): “leer poesía en México no es lo mismo que leer poesía en el Congo”.

No tengo por qué disimular mi desconcierto ante declaraciones como ésta de Luis Felipe Fabre. Antes bien, el desconcierto me parece la mejor de las herramientas cuando se trata de resolver una duda o interrogarse a propósito de los fundamentos de un prejuicio, incluso —y sobre todo— cuando es uno mismo el prejuicioso. Admitiré por lo pronto que mi reacción al conocer el aserto congoleño de Fabre se debió solamente a un prejuicio mío, prejuicio fundamentado quizás en mi adolescente propensión a la buena conciencia. Pienso también que alguna vez leí un artículo de Antonio Ortuño en el que su autor despotricaba en contra de los académicos de Suecia y su aparente costumbre de otorgar el premio Nobel de literatura obedeciendo a un mecanismo de rotación geográfica injustificable que antes redundaría en provecho de no sé qué autor africano que de Mario Vargas Llosa o de Philip Roth. El propio Antonio me dijo más tarde que no se acordaba de haber escrito esa nota, si bien abordaba en muchas otras los mismos temas, con lo que mi presunto recuerdo acababa siendo nomás un producto de mis delirios o de preocupaciones inconscientes en las que mucho bien me haría escarbar un poco.

Diez meses antes que Luis Felipe Fabre, al comenzar el mes de abril de 2003, el poeta y ensayista Tomás Segovia echó mano del imaginario africano para explicar una de las mayores aportaciones epistemológicas de la revolución romántica. Es importante ver que Segovia recurrió primero a un ejemplo europeo: “Los románticos dicen: nosotros sabemos de la Grecia de Homero mucho más que Homero, pero no podemos escribir la Ilíada. Eso es lo que hemos perdido”. Enseguida, el autor de Anagnórisis formuló esta pregunta: “¿cómo es posible que un analfabeto de África sea capaz de crear un cuento mucho más hermoso que el de un sabio occidental?” Lo mismo digo yo, pero con signos de admiración: ¡cómo es posible!

Lo cierto es que ni la referencia homérica ni la pregunta que formula Segovia tienen la jiribilla o mala intención que me parece hallar o que al menos presupongo en el artículo de Fabre y en la nota quizás inexistente de Ortuño. Por el contrario, el señalamiento de Segovia es correcto y, al margen del conmovedor escándalo moral que levemente lo tiñe, su intención revela un amplio sistema de ideas con respecto a la civilización occidental (sea lo que sea) y su periferia (sea lo que sea también) y con respecto a la poesía como periferia de la razón, aceptada esta última en tanto cifra dorada o pieza clave del mencionado constructo —no sé si emocional o religioso, ya que no antropológico— que se llama Occidente. De la Grecia de Homero a la Europa de los románticos, en el ejemplo aportado por Segovia, la distancia es tan grande como entre la Europa culta y el África inculta de nuestros días. En ambas relaciones, por lo demás, la Europa moderna sale perdiendo en materia de poesía.

Sólo he puesto una vez los pies en África (en Marruecos, para ser preciso) y mi conocimiento del Congo no puede compararse desde luego con el que parece tener Fabre, pero tengo entendido que Marrakech, Argel, Dakar y Johannesburgo se parecen más a Oaxaca, São Paulo, Tegucigalpa y Buenos Aires que a Venecia, Copenhague, Dublín o San Petersburgo. Un recorrido en coche por el sur de Marruecos —en mi experiencia, insisto— provoca más reminiscencias del campo oaxaqueño que de la Provenza. Con todo, hablar de África significa referirse a los demás, a los pobres y a los enfermos, los iletrados y paganos. Pero la realidad es otra, y a mí nadie me saca de la cabeza que Ali Farka Toure sabe más de música que Michael Nyman y el cuarteto Kronos juntos. Tal vez ni los pigmeos ni los beduinos lean poemas, pero ¿qué importa más, el poema en sí mismo o el hecho de leerlo impreso? Si escuchar un poema importa más que leerlo en caracteres de molde, la experiencia de lo poético entre beduinos y pigmeos no es inferior que la nuestra. Y eso que me limito adrede a mencionar poblaciones más bien herméticas y típicamente analfabetas, que no representan al continente africano en su totalidad.

En mi opinión, África vive con respecto al Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Grupo de los Ocho en las mismas condiciones que subsiste la poesía con respecto a la noción vigente de razón productiva. En este sentido, es ingenuo pensar que la poesía y África salvarán los obstáculos que se les presentan observando las normas que sus opresores les imponen. Leer poemas y escribirlos en cualquier parte del mundo es tanto como leerlos y escribirlos en África.

África, en latín, significa “donde no hace frío”. Que no haga frío quiere decir que ahí se puede vivir a la intemperie. De vuelta en el imaginario, lejos otra vez de la realidad, yo siento que los verdaderos maestros de la poesía como forma de vida, como visión de la vida o relación con ella, es decir: no de la poesía como institución y tradición literaria, no de la poesía en tanto pasado sino en tanto presente, los maestros de la poesía como intemperie del ser, deben buscarse donde mismo que las ideas que se tengan acerca de África. El porvenir de la poesía es por lo tanto equiparable al porvenir de África. Y el porvenir de África se intuye mejor en los barrios de Lagos, El Cairo y Monrovia —e incluso en muchos de París, Madrid o Londres, capitales menos “occidentales” de lo que pareciera— que donde rugen los feroces leones, esto es: en la llanura infértil del Discovery Channel.



(Leí en voz alta este artículo en una mesa redonda con otros poetas jaliscienses en la pasada Feria del Libro en el Zócalo de la ciudad de México. "África" se publicó después en el número 37 de la revista Luvina.)