27 de agosto de 2007

El furor: entre Cristo y Dionisos

Rubén Gil, El furor, presentación de Víctor Manuel Pazarín, Guadalajara: Emprendedores Universitarios, 2005, XXI pp.

Según el Breve diccionario etimológico de la lengua española, de Guido Gómez de Silva, el sustantivo furor significa “cólera, ira” e incluso “vehemencia”, y viene sin modificaciones (en lo morfológico) de la palabra latina furor, nombre deverbal derivado del verbo furo, -es, -ere, furui, o sea “estar loco”, y “delirar” y “rabiar”. Desde mi débil perspectiva, que da lugar a observaciones un tanto azarosas y no descansa, desde luego, en el conocimiento del griego ni en la menor erudición a propósito de la cultura grecorromana, furor es una de las dos palabras con que los romanos tradujeron el concepto griego de manía (la otra es, literalmente, manĭa). En todo caso, furor —tanto en latín como en castellano— es una voz muy estrechamente vinculada con la demencia y el delirio, y también con el arrebato de la inspiración poética y con el entusiasmo místico.

Vale recordar que μανία (manía, en griego) era un término referido al delirio dionisiaco y a la separación con respecto a sí mismo que, a partir de cierto momento, el oficiante de la celebración báquica experimentaba. Literalmente maniático, furioso, inspirado y violento, el sacerdote o la sacerdotisa del culto a Dionisos eran, por otro lado, seres extraños o en definitiva extranjeros en el ámbito de la polis: recuérdese que los mitos atribuían siempre a Dionisos una remota procedencia, y la religión misma de sus adeptos era juzgada inasimilable por sabios como Aristóteles, que llegó al extremo de recomendar en su Política la proscripción de la música de flautas por considerarla propia del extravagante dios vinicultor y, en consecuencia, impropia de toda ciudad ordenada. El esquema de interpretación, con todo esto, puede considerarse dado: la manía dionisiaca, de orden místico-religioso, es furor, y el furor es, además de locura y violencia, rapto lírico. En mi opinión, El furor de Rubén Gil (Guadalajara, 1972) debe leerse atendiendo las anteriores implicaciones del sustantivo que le da título.

Por lo demás, entender El furor no es nada fácil. Leerlo sí lo es, cuando menos en cuanto a la rapidez de la lectura, porque se compone de apenas quince poemas no titulados, el más extenso de los cuales consta de veintidós palabras. Tales palabras, por añadidura, componen cada una un verso. Dicho de otro modo, ningún verso de ninguno de los poemas de la serie cuenta con más de una palabra, peculiaridad que orienta secretamente la naturaleza de todo el conjunto. El hecho de que ninguno de los versos contenga sino una palabra, en efecto, inculca, en quien vea de golpe cualquiera de los quince poemas de la plaquette, una sensación de pura verticalidad (y quien dice verticalidad, por lo que ya se verá, dice también dislocación). Es fácil observar, con argumentos primarios de pura tipografía, que Rubén Gil tiene ciertas afinidades con el Efraín Huerta de los poemínimos y, como este último, con E. E. Cummings y con algún otro poeta de lengua inglesa. Gil, cabe anotarlo, ha traducido a Cummings y a Gertrude Stein, de quienes ha heredado acaso el tono de sonambulismo esclarecido y hermético, ya que no la sintaxis (poliédrica y sinuosa en Cummings y Stein, recta en Gil). Con respecto a los poemínimos, no percibo ningún otro parentesco entre Huerta y Gil más allá de la versificación minimalista. En los poemínimos, toda opacidad perturba en la medida que las frases hechas, más que desmontadas, tienden a ser desvestidas y expuestas bajo una luz directa y humorística; en El furor, la opacidad es una de las constantes del poema, y casi se diría que una de las armas preferidas del poeta, resuelto a figurar en su obra en forma de voz alucinada y conciencia entrópica.

En un principio, los poemas de Gil parecen máximas o aforismos, con lo que hay de severidad, aplomo y deliberación en el aforismo y en la máxima. He aquí, por ejemplo, el primero de los quince:
disiparon
los
frutos
de
la
tierra
&
un
eclipse
bautizó
el
altar

he
aquí
el
cristianismo

De haberme conformado con mi primera lectura, yo habría dicho que, más que un poema, el texto leído era un esbozo filosófico y, aunque de contenido no muy claro, sin duda una especie de sentencia o apotegma cuyo texto había sido desprovisto de puntuación y seccionado en renglones de una sola palabra. Sin embargo, al avanzar en El furor, fui notando —he ido notando— que los poemas, en apariencia vinculados con ciertas formas de prosa categórica y sucinta, en realidad son todo lo contrario, y están escritos en versos mínimos porque su linealidad no es horizontal ni sucesiva, esto es: porque su disposición mental e interna no sólo es otra que la disposición de la prosa, sino que se le opone hasta fracturarla. Cada verso, cada palabra figura en El furor, entonces, como el vestigio de un espacio perdido. Y no hablo de vestigios al azar: la conciencia de la ruina que aquí va gestándose, milimétrica y velocísimamente, no pertenece al solo ámbito de la forma o la disposición tipográfica de las palabras en la página, sino que dialoga en todo momento con lo que se podría reconocer como el tema de los quince poemas: el cristianismo, en especial el de los primeros tiempos, de la Crucifixión (ruina mayor donde haya ruinas, porque dará paso a la mayor de las rehabilitaciones: la Resurrección) a San Agustín, pasando por los Padres del desierto.

Siento el deber de hacer hincapié, aunque se trate de asuntos para los que me sé incapaz de perorar, en que Rubén Gil no ha tomado la decisión de disertar con el tema del cristianismo ni mucho menos. De haberlo hecho, El furor sería una plaquette sin el menor interés literario, por supuesto. El desafío que se plantea Rubén Gil, esto es: el desafío que yo, como lector suyo, he creído identificar en sus poemas, haciéndolo mío, consiste más bien en abordar un asunto clásicamente discursivo —asunto que, no lo dudo, interesa de manera íntima y particular al propio Gil, y que no es por lo tanto un mero tema entre los muchos en que valga la pena investigar— y desmontarlo en varias facetas, rindiéndole tributo con ello, pero también desmoronándolo, desbaratándolo, deshaciéndolo, destruyéndolo en grados varios de furia y agresividad. Furia, la de Rubén Gil, que se manifiesta sobre todo en contra del discurso (quiero decir: de lo discursivo, de la discursividad) y en contra, pues, de su principal soporte: la coherencia sintáctica. En el poema final, por ejemplo, Judas —porque las voces que se pueden oír en los poemas no corresponden a un solo emisor: son las voces de Jesús como yo, de Jesús como , de Jesús como él, de sus discípulos como ellos, de sus discípulos como nosotros, y del poeta mismo como todos juntos— toma la palabra y dice no que comerá barro, sino que ayunará barro, y que un cisne arrastrará sus besos, y que al hacerlo atentará contra una serpiente con cálices y estigmas:
judas
dijo

ayunaré
barro
truenos
&
hiel
cuando
un
cisne
arrastre
mis
besos
entre
los
cálices
&
los
estigmas
de
vuestra
serpiente

En su prefacio a El furor, el también poeta Víctor Manuel Pazarín observa que “todo lenguaje realiza un milagro de alejamiento”. A mí me gustaría relacionar dicho alejamiento con la separación que mencioné algunos párrafos arriba: esa separación o distanciamiento de sí mismo que tenía lugar —pero no accesoria ni anecdóticamente, sino en verdad como rasgo esencial del transporte o rapto místico— en la nocturna ceremonia de invocación a Dionisos y fusión con él. Son muchos los antropólogos que identifican rasgos del mito y del culto dionisiaco en la narración de la vida y de las enseñanzas de Cristo, y en la simbología que le resulta propia. Dionisos, como Jesús, muere y renace, y al renacer encarna una promesa trascendente de resurrección. Cíclicas por una parte, irrepetibles por la otra, sus historias (las de Cristo y Baco) lo son de inspiración y trastorno, de paz y espada que se alternan. Y la energía que atraviesa El furor, y que se alimenta en él —de donde nace—, comparte con tales historias un mismo signo.



("El furor: entre Cristo y Dionisos" acaba de aparecer en el número 48 de la revista Luvina, correspondiente al otoño del año en curso.)

5 de agosto de 2007

El verbo linchar

Me referiré a tres asuntos que han recibido algún tratamiento periodístico. Y que conste que no es un mismo caso triplicado…

1. Estamos en octubre de 2005. Cierto escritor, al que llamaré A, es mencionado en las páginas más bien escurridizas del semanario político por excelencia del acontecer nacional. Se da cuenta, en falso, de un cheque aparentemente cobrado al margen de reglamentos y dictámenes, y aunque se consignan sumas y números de folio, se omite cualquier posible aclaración del principal “responsable”, a quien se le dirá off the record (cuando, en busca de alguna explicación coherente, visite al editor de la revista) que no fue contactado porque nadie tenía su número de teléfono. Nadie, como no sean los mismos que filtraron el cheque, desde luego. Por lo demás, A figura en el directorio telefónico, publicación que sin duda supera en ejemplares al semanario en cuestión, y no ha visto nunca el cheque del escándalo.

2. Mayo de 2006. B, también escritor, es acusado de plagio (sin denuncia formal ni abogados ni jueces de por medio) en cierto diario de circulación e interés nacional. El reportero se traslada heroicamente de México a Cuernavaca para cubrir la noticia, tarea que no supone otra cosa que prender el micrófono para que las presuntas víctimas del plagio se manifiesten a sus anchas. De la eventual reacción del acusado no se puede inferir nada: no se le ha tenido en cuenta para elaborar la nota. Se deja en claro, en cambio, cómo se llaman sus hijos (menores, ambos) y su esposa, por si algún lector se lo preguntaba. En vísperas de las elecciones del mes de julio, el escritor B, concuño de quien resultará presidente de la República, es —cabe suponer— un objetivo de lo más apetitoso para la prensa que a sí misma se califica de progresista.

3. Julio de 2007. Un tercer escritor, C, padece la ojeriza de un colega que lo implica en operaciones más bien indemostrables de “influyentismo”. En un primer momento, las acusaciones del colega furioso no salen de algún foro en Internet, pero luego saltan a la prensa y, en las páginas de un tabloide algo menos que confidencial, buscan disfrazarse de iniciativa cívica y propuesta legislativa. Dato curioso: el enemigo del amiguismo es entrevistado por otro escritor que tiene pinta de ser buen amigo suyo. En todo caso, el escritor C no es requerido para dar su versión de los hechos…

Yo mismo soy el escritor A. No diré quién es B ni quién C. Lo que me parece llamativo es el comportamiento (sistemático, en apariencia) de la prensa, verdadera incógnita en los tres casos. ¿Por qué se ha preferido acusar y, en lo posible, lapidar antes que confrontar? ¿Por qué los reporteros y sus editores, y los directores de sus medios, han desdeñado confirmar o desmentir dichas acusaciones, favoreciendo con ello meras versiones y elevándolas al rango de verdades? ¿Por qué ciertos medios informativos han acabado conjugando un verbo como linchar con más asiduidad que otros como ponderar o sopesar?



("El verbo linchar" se publicó el día de hoy en Mural.)