13 de enero de 2010

El exilio después de la batalla

Le vieux Paris n’est plus (la forme d’une ville
Change plus vite, hélas ! que le cœur d’un mortel)


Hace poco más de un lustro, en pleno lanzamiento de Telón de boca (2003), Juan Goytisolo declaró que posiblemente ya no escribiría “más ficción”. De inmediato ese gesto fue interpretado como una despedida y la novela en cuestión fue leída como un testamento. El exiliado de aquí y allá (2008) vino a ser, con ese antecedente, algo así como la primera novela póstuma de Goytisolo, escritor ―escritor vivo, cabe recalcar― más o menos experto en obras de ruptura, libros últimos y adioses de todo tipo.

Ahora bien, conviene repetir lo ya sabido: El exiliado de aquí y allá es un libro estrechamente relacionado con Paisajes después de la batalla (1982), tal vez la novela más divertida y ágil del Goytisolo mejor conocido y estudiado, el que va de Señas de identidad (1966) al díptico autobiográfico formado por Coto vedado (1985) y En los reinos de taifa (1986). El exiliado de aquí y allá, con todo, no es la segunda parte de Paisajes después de la batalla, como tampoco la “segunda parte” del Quijote lo es en realidad: es una segunda novela con el mismo protagonista y, en cierta forma, los mismos espacios y modalidades de acción. Paisajes después de la batalla no tiene subtítulo alguno, pero El exiliado de aquí y allá sí lo tiene y es elocuente: “La vida póstuma del Monstruo del Sentier”.


Dicho monstruo, aquí elevado al empíreo de las iniciales mayúsculas, es no sólo el personaje principal de ambas novelas, por no decir el único, sino acaso también, junto con el Álvaro Mendiola de Señas de identidad, el alter ego más reconocible del escritor en toda su obra. Cerca del final de Paisajes después de la batalla, dos militantes de una organización clandestina, los Maricas Rojos, entran por asalto en casa del protagonista y, tras aturdirlo y maniatarlo, adhieren a su pecho una bomba de relojería que hará explosión al día siguiente si el cautivo no logra sincerarse y redactar un documento autocrítico. Incapaz no sólo de hablar con la verdad, sino de concebirla siquiera, el sujeto de marras ―o amarrado― saltará en pedazos al concluir el relato y vivirá esa literal fragmentación como un triunfo íntimo, ya que refrendará la fragmentación de su propia historia, e incluso la justificará y explicará.

Según está escrito en El exiliado de aquí y allá, la novela existe porque hay identidades y móviles de aquella explosión que piden ser aclarados (puesto que, se deduce, no lo fueron del todo en Paisajes después de la batalla). “Si alguien pudiera reflexionar unos segundos antes de perecer víctima de un atentado, sus últimas palabras se dirigirían a su ejecutor: quién eres, por qué me trincas”, afirma en El exiliado de aquí y allá ese narrador tan peculiar que Goytisolo estrenó en Paisajes después de la batalla y que se permite criticar los hábitos del protagonista y ridiculizar sus constantes fracasos, y que a veces arremete incluso contra “ese goytisolo” (así, desprovisto de la inicial mayúscula que sí habrá merecido el “monstruo”) y que además conversa de tú con su lector, un poco a la manera del compañero de asiento que nos ha deparado el azar y que se granjea nuestra momentánea complicidad en el cine o el metro señalando aquello que le parece condenable. Sea como sea, móviles más, identidades menos, el personaje perderá otra vez la partida: “Las tentativas de indagar en las razones de su venida al mundo y de su abrupta salida de él se estrellaron contra la ficción y el absurdo de cuanto nos rodea”.

Más que una resurrección, entonces, la “vida póstuma” de quien protagoniza El exiliado de aquí y allá es una moratoria de la muerte definitiva, una prórroga inútil que no le servirá para despejar ninguna de sus dudas existenciales. Pero, tal vez a manera de compensación, lo que sí encontrará dicho individuo en su viaje “al Más Acá” es la ratificación ―cruel, desternillante o perturbadora, según como se mire― de ciertos planteamientos visionarios de “su libro”, Paisajes después de la batalla. Ni vivo ni muerto, dado que ya en Paisajes después de la batalla era una especie de zombi, el “monstruo” asiste a través de internet y el e-mail a la realización de sus antiguas fantasías en materia de brutalidad política, terrorismo disfrazado de filantropía, rapacidad inmobiliaria y explotación inescrupulosa de los hallazgos de la ciencia.

El espectáculo, más que alegría, le provoca confusión: “¿Quién se había vuelto más loco, el mundo o él?” Ejercitar su irreprimible “vocación de rompesuelas” por el antiguo barrio de sus aventuras, desentendiéndose del “universo ancho y ajeno”, le basta paradójicamente para entender éste y trascender aquél. En última instancia, el “difunto vecino del Sentier” admite que, si aspira de verdad a comprender, ya que no el mundo, al menos a los exaltados que lo expulsaron de su añorada cotidianidad, tiene que “dejar de lado las consideraciones humanitarias y de corrección política”.


En ese “dejar de lado” transcurre también Paisajes después de la batalla, novela que se interrumpe a sí misma continuamente, “libraco” de setenta y siete capítulos breves no siempre vinculados entre sí, minuto anómalo de setenta y siete segundos, escalera (inútil dictaminar si ascendente o descendente, porque toda escalera baja y sube a la vez, o ni sube ni baja) de setenta y siete peldaños cómicos, desiguales y delirantes. Descartar, desechar, desestimar: todo eso es “dejar de lado”, consigna que puede aplicarse a “las consideraciones humanitarias y de corrección política” referidas arriba, pero no a la mecánica profunda de Paisajes después de la batalla y El exiliado de aquí y allá, libros que más bien parecen responder al propósito de no descartar ni desechar nada, nutriendo sus páginas con voces de indiscernible procedencia y destino impredecible. Novelas corales, quizás, pero de armonía esperpéntica y disonante, ajenas a cualquier jerarquía ―ya que hasta el protagonista es visto como un injusto acaparador del relato, en palabras del narrador―, El exiliado de aquí y allá y Paisajes después de la batalla responden, más que a estructuras o planes de construcción, a concatenaciones en apariencia ilógicas, y, más que a una eventual poética del montaje, a una del desmontaje y el capricho.

Lo anterior, en otras palabras, quiere decir que si bien ambas novelas pueden ser descritas como rompecabezas o patchworks, debe advertirse que no están cerca de cerrarse o completarse. Cada pieza, cada capítulo, más que añadir, sustrae: poco a poco van ocurriendo acciones y apareciendo personajes que, lejos de acotar los límites del protagonista, los borran, ya que no son otra cosa que proyecciones de los miedos y deseos inconfesables del héroe, quien a pesar de su infinito poder (más que simplemente curioso, es ubicuo, y más que sólo antojadizo, es capaz de absorberlo y devorarlo todo) sufre de tedio, apocamiento y debilidad. En ambas novelas, de un episodio a otro, la regla son los drásticos y frecuentes cambios de perspectiva y tono que, muy lejos de caracterizar a su protagonista por lo que hace, terminan identificándolo con lo que abandona y va dejando de hacer, como pasa en El exiliado de aquí y allá en el capítulo titulado “No estés donde no deberías estar”:

Ni en las terminales de aeropuerto de vuelos nacionales o a otros puntos de destino, ya sean comunitarios o al resto del mundo. Ni en las líneas de metro, trenes y autobuses, por muy seguras que te parezcan. Ni en cafés, discotecas y otros locales de esparcimiento nocturno. Ni en oficinas, talleres, fábricas y demás lugares de trabajo. Tampoco en edificios administrativos, bancos y hospitales habitualmente atestados. Ni en estadios, conciertos raperos ni sitios incluidos por las agencias de viaje en sus circuitos turísticos. Las horas punta y los atascos urbanos son particularmente peligrosos. Como los ascensores, rascacielos, grandes almacenes y aparcamientos subterráneos.

Sobre todo, no te quedes en casa a hojear los periódicos, seguir la tele o follar con tu cónyuge. Éste será siempre nuestro objetivo estratégico primordial.


Es normal, pues, que, para referirse al protagonista de ambas novelas, el solícito aunque desesperado narrador hable del “personaje cuyas andanzas seguimos lo mejor que podemos”. A decir verdad, el narrador no logrará nunca darle verdadero alcance al protagonista, un poco de la misma forma que Aquiles nunca podrá rebasar a la tortuga. La fragmentación del texto en Paisajes después de la batalla cumple la misma función que la segmentación de la línea en puntos infinitos en la feliz aporía griega: mientras Aquiles, el narrador, precisaría de una pista larga y bien pavimentada para sobreponerse a la ventaja de la tortuga, ésta, o sea el personaje principal, apuesta por la escala menor, por la grieta y el accidente, por el milímetro y el contrasentido, y gana la carrera.


Las acciones de Paisajes después de la batalla ocurren sobre todo en el Sentier, barrio multiétnico de un París poscolonial que ya no acepta membretes reductores, ni siquiera los de “francés” y “europeo”. Es “el París de los trayectos que se bifurcan”, o sea el París del metro y los puestos de mercancías callejeras, no el de las fachadas y aparadores chic: un París vivo, de “conjunciones y disyunciones”, de conspiradores y activistas políticos insensibles al mundo real, de falsos morabitos africanos, de patriotas afanados en la más repetitiva de las parlanchinerías, de obreros municipales armados de palas y zapapicos, de perros obsesionados con la defecación. Si el narrador asienta que “África empieza en los bulevares” no debe pensarse que lo haga por acabar de una vez por todas con Europa, sino con cierta Europa: esa Europa blanca, uniforme y cristiana que ciertamente yace ahora, casi tres décadas más tarde, bajo los escombros.

Al comienzo de su “vida póstuma”, ya en El exiliado de aquí y allá, el tan extravagante como finado personaje central visita el barrio de sus caminatas de antaño y constata que al viejo anonimato urbano se le adhiere hoy un contrapeso: la vigilancia impersonal continua. No hace falta que nadie lo vigile porque la ciudad misma lo vigila. En las inmediaciones de la Porte Saint-Denis, los meseros de los cafés parecen listos para expulsarlo a la menor provocación:

Inevitablemente, volvía a merodear por el barrio. Nadie parecía reconocerle ni se detenía a saludarle y a hablarle del tiempo. […] Se sabía no obstante filmado por infinitas cámaras de vigilancia. Aunque su figura no respondía al perfil del terrorista tipo difundido por los medios informativos, sus gafas y su excéntrica gabardina, impropia de una mañana soleada, de temperatura veraniega, despertaban quizá las sospechas de los Servicios de Inteligencia. Se sentaba en un café cercano al arco de Ludovico Magno y encendía un porro. Sin tomarle siquiera el pedido, el camarero le señalaba el cartelito indicativo de la prohibición de fumar en el interior del establecimiento y, entre avergonzado y confuso, arrojaba la colilla al suelo. Su proverbial torpeza le delataba. […] Trataba de despistar a sus eventuales seguidores y repetía el antiguo itinerario del héroe de La educación sentimental, convertido de pronto en el cuartel general del ultramediático presidente de la República.



Siempre que haya que leer una obra literaria situada en el París industrial y posindustrial, el empeño con el que Walter Benjamin se acercó a la poesía de Charles Baudelaire debe tenerse como ejemplo crítico. Benjamin, sin ir más lejos, identificó en su ensayo “Sobre algunos temas en Baudelaire” la verdadera sustancia o presencia intrínseca de Las flores del mal, a saber: la masa. Es inútil, dice Benjamin, buscar en la obra de Baudelaire una descripción de la masa: ésta impregna los textos del poeta francés y los dota de un vigor que resulta imposible o innecesario verbalizar.

La masa, en este sentido, es el protagonista innominado e invisible de la obra de Baudelaire. ¿No puede sostenerse otro tanto a propósito de Paisajes después de la batalla y El exiliado de aquí y allá? Es tentador incluso repetir la cita de Paul Valéry acerca de la ciudad contemporánea que Benjamin trae a colación para explicar el punto de vista y el tono emocional del flâneur, ese peatón moroso y desobligado que recorre las páginas de Las flores del mal y El spleen de París:

El habitante de las grandes ciudades vuelve a caer en un estado salvaje, es decir en estado de aislamiento. La sensación de estar necesariamente en relación con los otros, antes estimulada en forma continua por la necesidad, se embota poco a poco por el funcionamiento sin roces del mecanismo social. Cada perfeccionamiento de este mecanismo vuelve inútiles determinados actos, determinadas formas de un sentir.


Importa recordar que para Baudelaire, según Octavio Paz, hablar de la ciudad era tanto como referirse a “la urbe nocturna, en la que el alumbrado de gas y sus reflejos ―ambiguos como la conciencia humana― iluminaban, en calles como heridas, el desfile de la prostitución, el crimen y la desesperación solitaria”. No es decisivo, desde luego, que la noche predomine al dibujarse los perfiles, movimientos y escenarios de la poesía de Baudelaire: lo decisivo es que la iluminación que les está destinada no sea natural, sino artificial, porque artificial es el esfuerzo del poeta por discernir el impacto del mal (léase: de lo moderno) en los individuos marginales que habitan dicha sombra, ya se trate de negros o gitanos, de viudos o moribundos, prostitutas o delincuentes. En el caso de Goytisolo, contrarrestar ese mal ya ni siquiera se contempla: se procura, más bien, vivir con él, aplicando el oído a la escucha de su rumor ininterrumpido.

Goytisolo, por esta razón, desarrolla necesariamente su obra más allá de la modernidad. Y es que, si moderno es el mal, moderna es también la moral que intenta combatirlo (y esa moral es, al menos en Paisajes después de la batalla y El exiliado de aquí y allá, un perfecto vejestorio, una reliquia gravosa y risible). Mas no por ello debe recurrirse de inmediato al concepto de posmodernidad al hablarse de ambas novelas, ya que parece más estricto hablar de una modernidad que se ha trascendido a sí misma, de una metamodernidad, y no sólo de una fase posterior a la modernidad.

Por otro lado, y empleando el vocabulario de Benjamin ―quien, por su parte, se vale para ello de cierto léxico de Freud―, parece legítimo afirmar que la principal estrategia narrativa de Paisajes después de la batalla y El exiliado de aquí y allá es de naturaleza doble, ya que no consiste sólo en espiar al protagonista en sus correrías (espiarlo, cabe decir, dotándolo de un guardaespaldas o custodio que a un tiempo es voyeur y narrador de los actos de su rehén o protegido, “andanzas” que describe con sorna y maldad) sino también en retirarle cualquier barrera de protección psicológica, dejándolo expuesto a todos y cada uno de los shocks o estímulos exteriores. Ello vuelve al protagonista especialmente sensible a la realidad urbana, pero también fantasioso, cuando no hipocondriaco y paranoide. Narrador y autor, por su parte, se alían en contra del personaje principal, pero siempre a sabiendas de que los tres ―el protagonista, el narrador e incluso el autor― mantienen relaciones conflictivas con el Juan Goytisolo real, con el ciudadano Juan Goytisolo.

Lo que primero sorprende al releer Paisajes después de la batalla es la variedad ingente de actividades que se le atribuyen al protagonista. Por lo demás, todo lo que sucede a lo largo de Paisajes después de la batalla da la sensación de ocurrir a la luz del día. La novela, en efecto, deja en su lector una especie de sensación o reminiscencia de luz diurna, sin duda como efecto de que mucho de lo que pasa en el texto es, en principio, íntimo y privado, cuando no clandestino, pero ha sido expuesto “a la luz pública”, no sin crudeza, por la narración misma, es decir: por la forma como la narración va planteándose.

Dos formas bastante idiosincrásicas de información degradada se destacan en ambas novelas: la prensa sensacionalista en Paisajes después de la batalla y el junk mail o correo-basura en El exiliado de aquí y allá. Conviene releer al autor de Infancia en Berlín hacia 1900 y las Tesis de filosofía de la historia: “En la sustitución del antiguo relato por la información y de la información por la sensación”, afirma Benjamin, “se refleja la atrofia progresiva de la experiencia”. Desarticulada la narración tradicional y desacreditada la información, el tema que hace de las novelas comentadas una suite irresistible y sobrecogedora es, en el fondo, ese deterioro gradual de la experiencia en la ciudad moderna.


(Este artículo apareció en el número 312 de Quimera, correspondiente al pasado mes de noviembre.)