31 de enero de 2006

Tras el festejo, el hermano del hijo pródigo se resuelve a mostrar quién es el peor de ambos

El hijo mayor se hallaba en el campo, y cuando, de vuelta, se acercaba a su casa, oyó la música y los coros. Y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: “Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha mandado matar un becerro cebado, porque le ha recobrado sano”. Él se enojó y no quería entrar, pero su padre salió y le llamó. Él respondió y dijo a su padre: “Hace ya tantos años que te sirvo sin jamás haber traspasado tus mandatos, y nunca me diste un cabrito para hacer fiesta con mis amigos, y al venir este hijo tuyo, que ha consumido tu fortuna con meretrices, le matas un becerro cebado". Él le dijo: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todos mis bienes tuyos son; mas era preciso hacer fiesta y alegrarse, porque este tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado”.

LUCAS, 15:25-32


Suponiendo que te lo diga.
Vamos a suponerlo. Que yo te diga:
“Soy el peor de tus hijos”.
O, a lo mejor, que lo mitigue:
“Vengo, padre, como el peor
de tus hijos”. Como si el peor
fuera el otro. Como si yo apenas
me le asemejara. Supongamos.
¿Ganarías algo con oírmelo?
¿Te venderían la gasolina más barata?
¿Conseguirías jubilarte por adelantado?
¿Te dirías a ti mismo: “Es lo que yo
esperaba oír”, y entenderías entonces
que ya no soy el peor, ni casi el peor,
pues he mejorado al admitirlo?

Brincos diéramos, padre. Bueno fuera.

Tendrá la culpa esta memoria,
si tú quieres. Qué digo
esta memoria: este recuerdo
solo, del día que temiste
tener un hijo menos, pues
ya no estaba por ninguna parte,
y me pediste a mí con la mirada
y un movimiento indigno de la mano
que fuera tus dos hijos, y que fuera
de preferencia el que perdiste.

¿Tendré la culpa yo, que soy
esta memoria? Qué digo
esta memoria: este recuerdo,
el rastro de la voz —mi propia voz—
del hijo que dejé de ser,
y para qué: para no ser
tampoco el otro. Qué digo
ese recuerdo: más bien el de tus ojos
mirando a través de los rebaños,
cruzando los campos de trabajo
y topándose al fin con el hombre que venía
y era el hijo perdido y el hermano
que yo no pude ser, que no fui nunca,
que se quedó sin mí al estar perdido
y me dejó sin él,
que me quedé también sin ambos
al irme sin mi cuerpo y al dejarme
a solas con tu tierra, padre,
solo de ti, solo de todos, a la espera
del día en que volviéramos, del día
en que pudiéramos al fin reconocernos.



(En el número 2 de Voz Otra. Revista iberoamericana de poesía y crítica, recientemente aparecido, se ha incluido este poema.)

23 de enero de 2006

Mitos viejos de la poesía nueva para ejemplo y beneficio de chicos y grandes

De todas las creencias irracionales del mundo contemporáneo, tal vez la más intensa y extendida consista en dar por hecho que nuestra civilización y nuestra época —tan variada y fragmentaria la una como la otra, en realidad— son refractarias a cualquier especie de creencia irracional. Nos reconforta pensar que los actores llegan a ser “grandes” cuando se hacen viejos, que la sociedad mexicana es “occidental” y que las vías de telecomunicación pueden acercarnos verdaderamente a los demás; pero quizás nada nos defina mejor que la creencia insensata de que no abrigamos ninguna creencia insensata.

Suele creerse también que los mitos, por muy bellos y edificantes que nos parezcan, pertenecen —digámoslo así— al pretérito absoluto del hombre, a la prehistoria de sus ideas y de su imaginario, a las ruinas majestuosas pero inservibles que la conciencia moderna (con tal de hallarles alguna utilidad) transformó en cimientos de su fresca, luminosa y funcional estructuración. Lo cual es apenas eso: un acto de fe, un ejercicio de wishful thinking descabellado y no menos ingenuo que los relatos mismos que así buscamos desactivar. Fingir que los mitos nos gustan al margen de su vinculación improbable o probable con la vida cotidiana es engañarse ridículamente, primero, porque no todos los mitos “gustan” (y es que todavía no ha nacido una persona capaz de apreciar la belleza de todos los mitos, como no hay nadie que halle satisfactorias todas las novelas ni todas las películas) y, segundo, porque si algún mito en particular no parece relacionarse con la vida que vivimos a diario no es tanto por una deficiencia del mito de marras cuanto por una limitación comprensible de nuestras vidas. Los temas del mito son escasos: el origen del universo, los trabajos y combates de criaturas divinas y semidivinas, la fábrica del humano. Todos, por lo tanto, podríamos vincularnos con ellos con sólo proponérnoslo.

Y es que los mitos, en principio, son relatos, módulos narrativos que no existen en función de su pintoresquismo ni de su rendimiento pedagógico sino en función de su verosimilitud o, mejor aún, de su verdad. El común denominador de los mitos no es desde luego su belleza ¬—valor inestable donde los haya— ni su doble fondo simbólico; el común denominador de los mitos, al menos en la opinión de los mayores antropólogos del siglo XX, de Mircea Eliade a Walter F. Otto y de Claude Lévi-Strauss a Jean-Pierre Vernant, es el hecho de que todos fueron admitidos como verdades indiscutibles en algún momento de la historia humana. Al contrario de lo que suele pensarse, los mitos no se caracterizan por constituir sistemas o repertorios de mentiras: de Aquiles a Jesucristo y de Gilgamesh a los Niños Héroes, los personajes mitológicos protagonizan historias que fueron o siguen siendo contadas en sus respectivas comunidades porque se narraba o se narra en ellas la verdad (y sin importar, como es obvio, cuán risible o caduca pueda ser esa verdad en otros contextos étnicos, religiosos o históricos).

En mi opinión, la comunidad mexicana de poetas contemporáneos tiende a contarse una serie de mitos que por supuesto alimentan el trabajo de teorizadores y críticos literarios (llamémosles de algún modo) y estructuran la inconfesable religión de sus adeptos. Elijo cinco de tales mitos y procedo, ya que no a narrarlos in extenso, sí por lo menos a presentar sus generalidades y a describir sus implicaciones más corrientes. También hago un esfuerzo por no acentuar los rasgos de un imaginario ya en sí mismo copioso, extenuante, abigarrado, hiperestésico, vulnerable y francamente grotesco.


EL ENERGÚMENO SENSATO

Hijo del Poeta Joven y la miss de Inglés, el Energúmeno Sensato recoge los peores atributos de ambos progenitores y ninguna de sus virtudes. En el mito del Poeta Joven, por ejemplo, acaba siendo imprescindible atribuirle un carácter noctívago y arriesgado al protagonista. En cambio, el Energúmeno Sensato sale a veces de noche, rompe botellas de cerveza en las banquetas, halla la manera de ostentar sus lecturas, opina, vomita y bendice la intemperie de la razón poética, pero lleva encendido el teléfono celular “para lo que se ofrezca” y viaja en taxi (o bien, donde los taxis le inspiran alguna desconfianza, echa mano de su segundo apellido, la sensatez, y convence al único amigo que trae coche para que lo deje a salvo en la mismísima puerta de su domicilio).

Cuando las cosas de la culturita lo enfadan, esto es: cuando se publican las nóminas del FONCA y en ellas no figura su nombre ni el de su mejor amigo, el Energúmeno Sensato espectacularmente piensa que nadie sino él mantiene vivo el fuego del así llamado “sentido común” y lo sigue creyendo aunque, de ser verdad que sólo adentro de su cráneo haya lugar para la cordura, dicho sentido resulta lo que sea menos común. En cambio, si las cosas de la culturita lo favorecen, el Energúmeno Sensato concluye que la sensatez forma parte del ambiente, que la cordura impregna el oxígeno y que la democracia (que todos en el medio entienden y practican) basta para distinguir entre los malos poetas y los buenos.

Tratándose del Energúmeno Sensato, la propensión de sus pares al pensamiento mágico alimenta su “propuesta” con arreglo a la más ordinaria de las creencias: la fe de que algún día, cuando se lo proponga, escribirá poemas memorables.


EL VANGUARDISTA DE SEGUNDA FILA

Filológicamente hablando, el mito del Vanguardista de Segunda Fila se presta más que ningún otro a la polémica, y es que algunos especialistas consideran apócrifos los relatos que narran sus hazañas. Para ciertos críticos, en efecto, el propio Vanguardista de Segunda Fila es autor de su árbol genealógico —en el que aparece vinculado por igual con Huidobro y Girondo, con Vallejo y Lezama Lima— y es él mismo quien edita las revistas, coordina los talleres literarios y prepara las antologías que deben reforzar su prestigio.

Cuentan los mitógrafos —o el Vanguardista de Segunda Fila himself, como se ha visto— que, cierta noche de aullidos y relámpagos, el poeta en cuestión leyó que la imagen era el componente decisivo de la estética vanguardista. Y el Vanguardista de Segunda Fila, sin duda obtuso pero con olfato, decidió crearse justamente una imagen. También se cuenta que otra página teórica le reveló que, si bien la imagen era el factor clave de la vanguardia histórica, el tratamiento crítico del idioma era el punto de inflexión de la posvanguardia. Y, lejos de reflexionar en aquello del “tratamiento crítico del idioma”, el escueto Vanguardista de Segunda Fila se limitó a observar que, si vanguardistas eran los que iban adelante, posvanguardistas tendrían que ser los que iban tras los vanguardistas. Resuelto a ser no sólo un genuino posvanguardista, sino el mayor de todos, el Vanguardista de Segunda Fila se puso detrás de las vanguardias (atribuyendo a la preposición tras un significado espacial, no temporal) y, al hallar que otros posvanguardistas habían tomado ya la misma decisión, se puso también detrás de los posvanguardistas.

La posición final del Vanguardista de Segunda Fila hizo el resto: marginado por sus iguales, trabó amistad con la retaguardia (que le quedaba un paso atrás) y levantó las aras de su propia gloria en los rinconcitos que más o menos le iban dejando libres algún gobierno extranjero, el infalible gobierno nacional, este gobierno estatal y aquel otro gobierno municipal. Y siguió así el ejemplo trascendente de futuristas y estridentistas: oscilar, mientras el cuerpo aguante, de Mussolini a Fidel Velázquez.


EL MAESTRO NEUMÁTICO

Avatar de Cronos o de Jehová, según convenga, el Maestro Neumático es una especie de comodín inflable que aparece y desaparece —como el grandioso dirigible de la Goodyear— cuando la ocasión lo amerita. Sin ir más lejos, en 1998, tras la muerte de Octavio Paz, no faltaron los reporteros que acorralaron a quien se dejara con la siguiente pregunta: “¿Quién ocupará en el siglo XXI el sitio que Paz dejó vacante?” Dicho de otro modo: ya que ahora se nos permite desinflar este globo, ¿a quién debemos inflar en su reemplazo? Inflacionaria compulsión que reveló un hecho acaso triste: Paz, en el repertorio simuladamente religioso de los medios poéticos, no había sido un maestro verdadero, individual, sino la encarnación más reciente del Maestro Neumático. Lo mismo habían sido, antaño, con sus apogeos y sus posteriores caídas en desgracia, Enrique González Martínez y Alfonso Reyes.

El mito del Maestro Neumático, por lo tanto, es fundamentalmente melancólico. La realidad pretende que los maestros, cuando los hay, vivan como suelen vivir las personas comunes y corrientes. El medio poético mexicano, insensible a la realidad, quiere que los maestros vayan y vengan según la necesidad que haya de invocarlos. La metáfora sexual está sobre la mesa (o, por qué no, sobre la cama): el Maestro Neumático es parecido a las muñecas inflables que toda sex-shop que se respete vende al menudeo. Muchas revistas, en este sentido, circulan por ahí como envases al vacío de agradable carátula y pecaminoso contenido. Cuando hace falta elogiar al inventor de los talleres literarios contemporáneos, venga el número dedicado a Elías Nandino; cuando hace falta dárselas de intransigente, venga un homenaje a Jorge Cuesta; si los viejos ya nos hartaron y hace falta reavivar el mito del Poeta Joven, saquemos del féretro a José Carlos Becerra.

Lo cierto es que figuras como la de Paz no volverán a florecer en México. Tampoco en Francia volvieron a surgir figuras como la de Victor Hugo, que gobernó en su momento la conciencia pública y dominó simultáneamente los gustos literarios del mundo “culto”. La fragmentación del medio literario en México es apenas un fenómeno transitorio que viene a maquillar su irremediable declive. Lo que hoy se presenta como dispersión republicana dará lugar en pocas décadas a la indolora y simple disolución del interés por las artes, mismo que ya por estas fechas da muestras de no gozar más que de una vigencia política o, mejor aún, burocrática. Los verdaderos heraldos del futuro son esos pintores “de sociedad” que decoran las páginas de sociales no con sus obras, que aparecen en segundo plano, sino con sus rostros y apellidos. Pintores que luego serán olvidados en beneficio de otros no menos obsolescentes. Anuncios del Maestro Neumático y su inminente reino de mil años, en suma.


EL PROFESOR CULPABLE

Representado unas veces como animal —buey o borrego— y otras como vendedor de seguros o abogado de oficio, el Profesor Culpable tiene ilustres parientes entre los irracionales. La perra de algún poema de Lizalde, que sufre con estoicismo la violenta ira de un amo resentido y borracho, resignándose a los malos tratos e incluso justificándolos, y el Chivo Expiatorio de ciertas purgas religiosas, espejo y recipiente de los vicios ajenos, apoyan y en verdad cimientan —con aguante del bueno— su bondad cretina. Quieren los relatos que alguna vez, en pleno banquete de columnistas dominicales y reseñistas exquisitos, el Profesor Culpable haya descubierto su vocación de cargar con la responsabilidad moral de la mala educación literaria y el mal estado en general del espíritu. Vocación que lo ha llevado a resistir, como es obvio, los frecuentes ataques (ya inútiles) que todavía le prodiga, tal vez como señales de aprecio, el medio literario.

No hace mucho, el crítico y ensayista Christopher Domínguez Michael, entrevistado por quien esto escribe, afirmó lo siguiente: “No podemos dejar que la academia sea el único espacio para la disertación”. Y remató su opinión con severidad: “Salvo Antonio Alatorre, nuestra academia no ha producido grandes ensayistas, gente de buena prosa”. Lo curioso es que Julio Torri, profesor de toda la vida, y en cierta forma Luigi Amara y Ramón Xirau (escojo adrede nombres muy distintos y caracteres muy distantes entre sí), a quienes el propio Domínguez Michael cita como ejemplos de la buena salud o el estupendo pasado del ensayo mexicano, son “productos” de la formación académica nacional. De lo cual se debe inferir que Domínguez Michael, en las frases que cito, no está exponiendo una conclusión verificable sino ejerciendo el arte del kung-fu o el boxeo de salón en contra de un viejo contendiente inerme y agradecido: el Profesor Culpable.

Pero las culpas de sus adversarios —los deberes todavía por cumplir de los atávicos rivales del Profesor Culpable— no se vuelven por ello menos graves, ni menos dudosas resultan sus enseñanzas paralelas. Lo mismo que con el Chivo Expiatorio y la perra de Lizalde, a cuyos amos o encendidos usuarios les remuerde sin falta la conciencia.


EL PROMOTOR ASCENDENTE

Hijo residual —probablemente adoptivo— de Tlacaélel y la Carta Poder, el Promotor Ascendente se aparece hoy por hoy como el más vigoroso y rozagante de los héroes mitológicos nacionales. A decir verdad, su territorio excede con mucho al de la mera poesía, que apenas lo merece. Como su padre, siempre tan discreto, el Promotor Ascendente maneja las palancas, teclados y botones del mando literario nacional sin mostrar avidez ni ufanarse de ser irremplazable: sin siquiera mostrarse. Al igual que su madre, sabe que nunca será más que un instrumento de procuración, y sabe también que con eso le basta.

No hace falta describir el contexto mitológico del Promotor Ascendente: sus obras están en todas partes, pero de verdad en todas. En los monumentos, en la crítica conceptual de los monumentos, en los libros editados por los gobiernos, en los manifiestos redactados en contra de las ediciones pagadas por los gobiernos, en la defensa de los políticos y, por qué no, en las parodias y conspiraciones encaminadas a derrocar a los políticos. Sano y voraz, aunque sutil de preferencia, tal vez el Promotor Ascendente haya solicitado incluso la escritura de las presentes notas. Que su vida sea larga, por si acaso.



("Mitos viejos de la poesía nueva para ejemplo y beneficio de chicos y grandes" acaba de aparecer en el número 34 de la revista Tragaluz. Casi al tiempo que se publicaba dicha revista, que corresponde al bimestre de diciembre de 2005-enero de 2006, la UNAM terminó de imprimir mi libro Signos vitales. Verso, prosa y cascarita, que termina con este mismo ensayo.)

5 de enero de 2006

Sextina

La sextina, según la Real Academia Española, es una “composición poética que consta de seis estrofas de seis versos endecasílabos cada una, y de otra que sólo se compone de tres”, lo que da un total de treinta y nueve versos. En todas las estrofas, a excepción de la que hace las veces de cierre, “acaban los versos con las mismas palabras, bien que no ordenadas de igual manera”. Y el diccionario añade aún: “En cada uno de los tres [versos] con que se da remate a esta composición entran dos de los seis vocablos repetidos en las estrofas anteriores”.

A lo que voy es a lo siguiente: la sextina, invención de los trovadores provenzales de la baja Edad Media, es una forma de composición poética basada en el número seis (el seis como tal, y su cuadrado, y su mitad) y una de sus principales características es la reiteración, a todo lo largo del poema, de las palabras que vinieron a concluir cada uno de los versos de la estrofa inicial. De manera que si los versos de la primera estrofa terminaron, por ejemplo, con las palabras España, demonios, pobreza, gobierno, hombre e historia, respectivamente —me remito aquí a las pruebas de “Apología y petición”, celebrada sextina de Jaime Gil de Biedma—, los de la segunda estrofa, merced a una sofisticada mecánica combinatoria, terminarán con historia, España, hombre, demonios, gobierno y pobreza. Y los versos de la estrofa conclusiva, cuando ya los de la tercera y la cuarta y la quinta y la sexta estrofas hayan cumplido con sus propias variaciones, terminarán con demonios, gobierno e historia, pero en el cuerpo del primer verso aparecerá España, en el segundo aparecerá pobreza y en el tercero aparecerá hombre.

A lo que voy, insisto, es a dejar lo más claro posible qué cosa es una sextina, no porque me interese hablar de ninguna en particular (si bien hay una clásica de Arnaut Daniel, miglior fabbro del parlar materno, que siempre valdría la pena traer a cuento: la que comienza con Lo ferm voler q’el cor m’intra, o sea “El firme deseo que se aloja en mi corazón”), sino porque se podría escribir una sextina regularmente buena, o aceptable, o cuando menos didáctica, con las propiedades fundamentales de la crítica literaria. Y es que son seis, a mi ver, los rasgos en común de todas las buenas piezas de crítica literaria: la pertinencia, la información, la descripción de la obra criticada, su explicación, la discusión y la valoración. Seis propiedades que darían lugar, por qué no, a otros tantos deberes del crítico. Con lo cual se pasaría, ni más ni menos, del ejercicio del trabajo crítico a su ética.



("Sextina" se publicó el pasado 1° de enero en Mural.)