13 de abril de 2007

Estado crítico

It’s too soon to be leaving
Too late for criticizing

MARK KNOPFLER, “Sands of Nevada”

Al terminar la década de los 80, cuando yo comencé a formarme —se trata, desde luego, de un eufemismo— en el área de los estudios literarios, la muletilla favorita de teóricos, maestros de toda clase y alumnos con grandes ínfulas era la siguiente: “Sería ingenuo, a estas alturas, creer que…”

Lo que se consideraba entonces ingenuo era tan abundante y variado que, muy lejos de haber llegado realmente a desterrarlo de sus dominios, con el tiempo los modelos de investigación e interpretación literaria más bien lo han ido incorporando a sus diferentes maneras de acercarse a la palabra escrita. Se tenían por ingenuidades la subjetividad y la desobediencia con respecto a los “métodos” prefabricados. Ingenuos eran quienes apostaban por el mestizaje de las perspectivas de análisis; ingenuos los que invocaban el placer o la belleza (o imbéciles, de plano, quienes juraban tanto por la segunda como por el primero); ingenuos, en fin, quienes renunciaban a presentar diagramas y vectores de toda laya en sus artículos, y encima ponían en duda la omnipotencia de la jerga o jerigonza del gremio (alegando que ya la retórica y la preceptiva clásicas, tratándose de terminologías, eran bastante fastidiosas, y esto era el colmo). Es fácil percibir hoy que aquellos juicios fueron típicos de la Guerra Fría, cuando incluso la más benigna de las teorías era ponderada en razón de las descalificaciones —entre más radicales, mejor— que pudieran emitirse a su amparo.

Según el humor de la jornada, yo podía contarme así entre los “alumnos con grandes ínfulas” como entre los ingenuos objeto de censura. Entonces no podía saberlo, pero el irregular planeta de la crítica universitaria —la llamada, con cierta pompa, investigación académica— estaba entonces accediendo a permitirme girar en su órbita por el modesto precio de mis propias vacilaciones, y no a pesar de mi descreimiento. No es otro el mayor elogio que puedo hacerle: que, torpe o luminosa, profunda o sosa o descabellada, la crítica no puede no escribirse siempre de manera distinta. Tal debe ser el argumento principal de quienes la defiendan por su carácter literario y en contra de quienes le atribuyan resplandores de tarea científica. Esa indeterminación fundamental, propia de los fenómenos estéticos y ajena, en principio, a la ciencia de laboratorio, me conduce hoy por hoy a formular una sola y desabrida pregunta... con la confianza de que las respuestas, en cambio, serán por fuerza múltiples e inestables. En pocas palabras, ésta es la cuestión que yo entiendo que ha de plantearse: tratándose de crítica literaria, ¿en qué se considera ingenuo creer hoy, a estas otras alturas (que ya no son las mismas, por supuesto, de hace veinte años)?

Admítase lo que viene a continuación como una pila de borradores.



Más que un mero punto débil, mucho más que un puro tendón flojo que bastaría con reanimar —ejercitándolo no a él, naturalmente, sino a los músculos de su entorno inmediato— para igualar su eficacia con la del resto del organismo, la lectura es un auténtico agujero negro en el mapa, no sé si estelar o ejidal, de la cultura literaria mexicana. Sólo a partir de fechas muy recientes, y con arreglo a modelos que no logran desprenderse aún de cierto fatalismo estadístico y positivista, el estudio sociológico de la lectura se ha resuelto a mostrar la cara en revistas, colecciones de libros, coloquios y programas universitarios del país. Por lo demás, el impacto que semejante disciplina llegue a tener en las políticas nacionales del ramo está por demostrarse. Por muchos que sean los ejercicios de modelado en plastilina que se programan en la escuela, el Estado mexicano no ha logrado inculcarle a la ciudadanía el hábito de la escultura. De la misma forma, el “hábito de la lectura” no será más que una simple fantasía retórica mientras los lectores en ciernes no aprendan a relacionarse con la palabra escrita en horarios que no sean los de sus obligaciones escolares (y, por supuesto, con intereses ajenos a los educativos).

Valga un ejemplo: la instalación de las famosas “bibliotecas de aula” en escuelas primarias y secundarias puede aparentar maravillas entre profesores y editores de libros infantiles y juveniles, pero su efecto sobre las antiguas bibliotecas públicas ha resultado catastrófico. No se hable ya de las cada vez más improbables e ilusorias bibliotecas familiares, domésticas. Intensificar la lectura en el salón de clases ha significado recluirla, confinarla, desnaturalizarla para el mundo con tal de aclimatarla en los planteles.

Terry Eagleton, en el primer capítulo de La función de la crítica, narra y explica el nacimiento de la crítica literaria como institución social ilustrada y burguesa en la Inglaterra del siglo XVIII. Ese nacimiento supuso —nada menos— que, sin dejar de ser literaria, la crítica se inventara estrategias para convivir con las preocupaciones morales, políticas y religiosas del momento, absorbiéndolas incluso, ya que los posteriormente llamados intelectuales no podían sino renunciar a la especialización para seducir al mayor número posible de lectores, con tal de ganarse mejor la vida. La función de los críticos, en este sentido, consistió en erigirse como presuntas autoridades morales de una sociedad que, bien vista, siempre se las arreglaba para decir la última palabra. El súbdito, por así decirlo, estaba llamado a interpretar el rol de su verdadero señor, que se fingía súbdito a su vez, atento a los consejos y sensible a las reprimendas del supuesto maestro. Por lo tanto, la conformación del individuo moderno, autónomo con respecto a los condicionamientos metafísicos del pasado y promotor de instituciones a su medida, implicaba que dicho individuo se convirtiera en feligrés de una iglesia que ya no podía oprimirlo, en súbdito de un gobierno que debía obedecerle y en cliente de una industria que tenía que satisfacerlo.

Según este orden de cosas, es legítimo afirmar que la crítica literaria puede trazarse un plan de acción con respecto a los escritores y a sus obras, pero no con respecto a los lectores ni a sus preferencias; puede juzgar a novelistas, dramaturgos y poetas, pero no a quienes deciden leerlos o no leerlos; puede actuar desde la retórica y la poética, es decir: desde un saber convencional de las herramientas que dieron origen al discurso, pero no desde las afinidades o las repugnancias con las que tal discurso fue recibido por el público. Y lo que sucede con la crítica sucede también con las demás instituciones, incluido el gobierno. Y lo que sucedió en la Inglaterra del siglo XVIII sucede también con entidades que, como el México de hoy, aspiran a organizarse sobre las bases de la modernidad política y social: aspiración que, si en verdad reviste anhelos de cierta madurez, debe incluir un sincero reconocimiento de la soberanía del gusto y dejar así a la lectura en libertad.



En los tiempos que corren, el crítico ya no funge como regulador del gusto literario. Esa función la desempeñan ahora, y con mayor simpatía, quienes coordinan los talleres literarios. En todo caso, que antes el crítico fungiera como regulador del gusto literario no significaba que lo regulara en realidad. Otro tanto, en justa concordancia, puede afirmarse ahora de los coordinadores de talleres: que traten de incidir en el gusto de sus discípulos no les garantiza que vayan a conseguirlo. El prestigio de la escritura —de la escritura entendida como materia de un aprendizaje informal, no escolarizado— sustituye así al prestigio de la lectura o adopta, si se prefiere, un perfil de lectura interiorizada, convertida en conciencia creadora.



Para muchos escritores mexicanos, el descrédito y consiguiente desprestigio de la crítica universitaria es tal que, hoy en día, la beligerancia de antaño parece rendirse ante la mera indiferencia. No pasa lo mismo con la crítica periodística, ejercida —ya que no sólo admitida— por esos mismos escritores. La crítica periodística es, en la práctica, un sucedáneo inteligente de la publicidad editorial. Mejor aún: más que un sustituto, la crítica es esa misma publicidad en su variante realista, y dicho realismo cobra forma en el hecho de que, a diferencia de la propaganda llana y simple, la crítica suele dosificar el júbilo y optar por inyecciones alternadas de aplausos y abucheos. El crítico periodístico se hace verosímil a medida que se construye una doble reputación de insobornable y difícil de complacer, como si comprar su opinión o darle gusto fueran, más que preocupaciones, deberes prioritarios de los autores criticados.

Desde mi perspectiva, el buen crítico literario es todo lo contrario del “criticón”. Escribir y publicar libros malos, nadie lo duda, es un error y una calamidad; leerlos, así sea parcialmente, un designio de la mala fortuna; disfrutarlos, una perversión; perder el tiempo en criticarlos, una insensatez y, a la larga, una tontería. Reseñar un libro que se juzga malo para exponer cuán malo se le juzga es ostentar, sin saberlo, una derrota por partida doble: la derrota, por una parte, del crítico ante su modus vivendi, que le ha impuesto —en este caso concreto— renunciar tanto al placer de la lectura como al de vivir de la lectura; y la derrota, por otra parte, del crítico ante la necesidad capital de su trabajo, que no es otra que la de comprender, la de situarse ahí donde un autor —el autor al que critica, desde luego— había entendido que su obra quedaba bien escrita y lo dicho, bien dicho.

En suma, suena sensato que, al deslindarse de toda obligación publicitaria y, por ese motivo, al resignarse a cierta opacidad mediática, la crítica recobre un poco de salud y hasta de legibilidad. Es —paradójicamente, si se quiere— lo que sucede cuando la crítica literaria se cultiva como actividad experimental, mas no por ello científica. Científica, la crítica no puede serlo porque sus resultados no pueden aplicarse a otros objetos; experimental, en cambio, sí lo puede ser, y esto porque sus procedimientos le vienen dictados por la práctica y por ciertas especies de accidentes intencionales (valga el oxímoron). La crítica universitaria, con el beneficio añadido de la reprobación o el sencillo desinterés del mundo literario, puede ser cultivada en tales condiciones, y haría falta no conocer ni la o por lo redondo para exigirle apego al calendario de novedades editoriales o al máximo de tantas o tantas cuartillas.



Tanto se le ha identificado con el que presenta las novedades editoriales, tanto se le ha relacionado con los escalones por donde comienzan las carreras literarias ascendentes, que al crítico se le ha vuelto un poco borroso su propio carácter. Tanto mejor: el crítico debe ser un merodeador, un sospechoso consciente de serlo (no sólo porque la sospecha termine siendo su bandera, sino porque sospechas acaban siendo las que inspira en su entorno). Su papel en manuales de divulgación y libros de texto, en ediciones críticas y antologías, no debe superar en importancia ni a las tradiciones resumidas en dichos manuales, ni a los autores analizados en dichos libros de texto, ni a las obras transcritas y comentadas en dichas ediciones críticas, ni a los fragmentos escogidos para dichas antologías. Pero no porque al crítico le corresponda ser, como todavía repiten autores de tanto renombre como George Steiner, el mayordomo de la buena literatura (ojalá que lo fuera, pero como esos mayordomos de los cuentos policiales que asesinan al dueño de la casa), sino porque la oscuridad le sienta bien y la notoriedad, en cambio, lo perjudica.

Ignoro por qué un escritor como Gabriel Zaid se niegue a dar entrevistas y rehúse aparecer en fotografías. Recuerdo con admiración absoluta, en cambio, la respuesta que diera el cineasta Éric Rohmer al reportero que le preguntó por qué su conducta, por así decirlo, se parecía tanto a la de Zaid. “Yo trato de trabajar siempre con un pequeño equipo de colaboradores; juntos vamos, por ejemplo, a una estación de ferrocarriles, donde instalamos la cámara y los micrófonos hasta que la gente se acostumbra y nos ignora. Después nos esforzamos en que los actores desaparezcan entre la multitud, y comenzamos el rodaje. Si yo apareciera en la prensa o la televisión, alguien terminaría por identificarme y todo mi trabajo habría sido en vano”, dijo, palabras más, palabras menos, el director francés, cuyas declaraciones apenas reproduzco de memoria.

El crítico, si algún ejemplo tuviera que seguir, indiscutiblemente sería éste.



("Estado crítico" acaba de aparecer en el número 46 de la revista Luvina, correspondiente a la primavera de 2007.)

3 de abril de 2007

Cincuenta piedras


Hace ya cinco décadas, en 1957, se publicó un poema que, por diferentes razones, debe ser entendido como el fiel de la balanza y el pivote de la poesía mexicana del siglo XX: Piedra de sol, de Octavio Paz. Los casi seiscientos endecasílabos que lo componen (casi todos ellos acentuados en la sexta sílaba, como si aspiraran a llevar tatuado en su propia forma ese punto central o mediodía que la obra de la que forman parte representa para la tradición lírica hispanoamericana) recorren, siguiendo una ruta de círculos concéntricos, el espacio de la intensidad amorosa y, mejor aún, el universo de la pasión erótica entendida como destino y revelación, como visión profética y delirio lúcido, como indagación vertiginosa del cuerpo y recuperación de “nuestra unidad perdida”. En la estirpe de los grandes poemas que lo precedieron y alimentaron, del Sueño de Sor Juana y el Idilio salvaje de Othón a Muerte sin fin de Gorostiza y Sinbad el varado de Owen, e incluso de Alturas de Machu Picchu de Neruda y Espacio de Jiménez a Elena Bellamuerte de Fernández y Altazor de Huidobro, Piedra de sol supone al mismo tiempo un rejuvenecimiento y una decisiva maduración. Madura juventud, la de Paz, que le permitió incorporar su propia rebeldía y sus propias obsesiones al corpus de una literatura que, al admitirlo entre sus componentes, también subrayó sus diferencias: “arco de sangre, puente de latidos, / llévame al otro lado de esta noche, / adonde yo soy tú somos nosotros, / al reino de pronombres enlazados…”


Cincuenta son también los años que cumplirá este jueves uno de los poetas más importantes del México contemporáneo: Jorge Esquinca. Hoy en día, casi toda su obra se puede leer en Región (1982-2002), volumen publicado por la UNAM en 2004. Cabe añadir a ese libro el radical Uccello, poema editado por Filo de Caballos en 2001 y reeditado por Bonobos, con ampliaciones y enmiendas, en 2005. Los buenos poetas ignoran los caminos predeterminados. Esquinca, en los años de Alianza de los reinos (1988) y El cardo en la voz (1991), parecía destinado a entregarse para siempre, con talento y felicidad, a la tersa belleza crepuscular del simbolismo visionario. Pero un segundo nacimiento lo aguardaba, necesario y violento, en las pulsaciones de Vena cava (2002) y en el espasmódico y excepcional Uccello. Que nazca y se transfigure tantas veces como haga falta, y que siga siendo él. Sobre todo es esto lo que se le desea en su quincuagésimo aniversario.

("Cincuenta piedras" apareció el pasado 31 de marzo, nonagésimo tercer aniversario del nacimiento de Octavio Paz, en Mural.)