14 de abril de 2009

Hipotales o Del ingenio del mexicano

[Fragmento]

Sócrates — Hipotales — Protarco, el comerciante

El sol, más que brillar, lastima. Tras poco andar me detengo a la sombra de un puesto en que se venden cráteras, vasos y escudillas de calidad mediocre, ya sobre la roja tierra del ágora. Quedarme al fresco, desde luego, me interesa más que considerar tan humildes mercaderías. Con la misma intención de guarecerse, quiero creer, se acerca un hombre al que luego reconozco: es Hipotales, hijo de Critón.

SÓCRATES. —¡Qué veo! ¡Salud, oh, Hipotales! Parece que llegas de un largo viaje…

HIPOTALES. —Así es, en efecto. ¿Cómo has llegado a saberlo, amigo?

SÓC. —En primer lugar, mucho era el tiempo que tenía sin verte por estos rumbos; en segundo, el sombrero que llevas puesto no deja lugar a dudas. No pienses que me burlo; sucede apenas que nunca, ni siquiera en plena saturnal, me había tocado admirar prenda tan rara. Son anchas las alas, o mucho más que anchas, y el color violeta parece competir en extravagancia con las bisuterías que le ha engastado el artesano. Nadie, como no fuera un viajero que volviese al hogar, se dejaría ver por la calle con tales ajuares.

HIP. —Es, me han dicho, un sombrero típico. Suelen calárselo muy bravos jinetes del país que recién he visitado, en el borde opuesto del mar occidental, más allá (según mis cálculos) de la sumergida isla de Atlas que Solón oyera describir de labios de un egipcio.

SÓC. —¿Te lo han dicho? No te comprendo. ¿Estuviste o no estuviste ahí para verlo con tus propios ojos?

HIP. —Estuve, Sócrates. Pero no vi a ningún jinete, como no fuera en carnavales y fiestas patrióticas. De modo que, al preguntar si aquéllos eran actores o auténticos criadores de ganado, se me respondiera que ambas cosas: actores en cuanto a la representación que suelen hacer de sus propios orígenes, en el contexto de los festivales, y criadores de ganado, sólo que a la usanza moderna, en la realidad cotidiana.

SÓC. —¿Y eran sombreros como el tuyo los que traían puestos?

HIP. —Digamos que sí, pero de un color ya negro, ya castaño rojizo, ya de un gris parecido al pelaje de las ratas. En el mercado principal, a donde me condujera mi anfitrión, yo terminé inclinándome por los tonos violáceos y rosados, acaso por entusiasmo. Compré cinco en total, pensando en halagar a mis amigos.

SÓC. —Te confieso que me hace falta un gran esfuerzo para entrever las razones que llevan a los jinetes a gastar sombreros como el tuyo…

HIP. —¡Y no nada más a los jinetes, querido amigo! ¡También a los músicos de orquestas y conjuntos autóctonos, diestros en el arte ambiguo de imitar no sólo a dichos jinetes en su vestimenta, sino igualmente a vaquillas y terneros en sus cantos y voces!

SÓC. —¿Dices que los músicos también usan ese tipo de sombreros? ¿No habrás, por error, viajado a una ciudadela de lunáticos, creyendo y admitiendo de buena fe cuanto fueron contándote?

HIP. —Se trata, lo acepto, de músicos artísticamente inverosímiles; mas no hay en ellos locura, sino desvergüenza. Su alegría es la de comediantes y bufones, que, sin ser auténtica, da lugar a lágrimas y carcajadas verdaderas.

SÓC. —No seré yo quien te contradiga. Pero convendrás en que uno puede criar becerros y entonar ditirambos echando mano de vestimentas menos pintorescas.

HIP. —Lo mismo pienso yo, pero a la inversa: para vestirse de mil colores no hace falta buscar pretextos artísticos ni profesionales. A decir verdad, el viajero en tierra extraña prefiere conocer los atuendos antes que los oficios, ya que las ropas varían mientras que las profesiones tienden a mantenerse iguales por todas partes.

SÓC. —¿Quieres decir, Hipotales, que al viajar se va en busca de lo diferente por encima de lo semejante?

HIP. — No es otra cosa lo que pienso, Sócrates.

SÓC. —¿Y no te parece más bien que, como en las viejas rapsodias, los hijos de Tiro son tan diferentes de los de Troya, y los de Troya tan diferentes de los de Tiro, que acaban siendo muy parecidos entre sí, ya que sus respectivas identidades parecen descansar en minucias tan delicadas que, al terminar los juegos o las batallas que los enfrentan, es imposible dar noticia específica de unos o de otros?

HIP. —Una cosa no ignoro, y es que los varones del país que acabo de visitar pueden jactarse de su ingenio, que realmente no me parece comparable al de ningún otro pueblo.

SÓC. —Te ruego que me lo expliques detalladamente. ¿Se trata, si entiendo bien, de un ingenio superior al de aquellos griegos que hicieron entrar en Troya un gran caballo de madera tripulado por guerreros encubiertos?

HIP. —No lo sé, ya que nunca he logrado creer en la historia del caballo… ¿De verdad los troyanos, habiéndose pertrechado y defendido por casi diez años, pudieron incurrir en semejante distracción? Después de todo, ¿a quién le interesa recibir un presente voluminoso, pesado e inútil como un gran caballo de madera?

SÓC. —Podemos acordar que, sin bobos que se dejen tomar el pelo, no puede haber listos que se dispongan a timarlos. Entonces la pericia del embaucador es una cosa y el ingenio es otra, ¿verdad, Hipotales?

HIP. —No lo sé, Sócrates. No he sido yo, sino tú, quien ha puesto sobre la mesa el ejemplo de los troyanos. Pero te puedo narrar un episodio al que asistí durante mi viaje…

SÓC. —Veamos.

HIP. —En aquel país los jóvenes deben presentarse ante las autoridades para rendir el servicio militar. Así las cosas, un hijo de mi anfitrión, en vísperas de alcanzar la edad en que dicho servicio es obligatorio, resolvió proceder en esta forma: se puso en contacto con una especie de traficante que le ofreció, primero, los papeles y testimonios indispensables para demostrar que su verdadero domicilio era el de un supuesto familiar con granja en las montañas, y no el domicilio urbano de sus padres. Habiendo comprobado que vivía en el campo, el muchacho pudo hacer los trámites militares en un cuartel rudimentario, por no decir simbólico, donde no sería requerido para las faenas propias del ejército; y al término de un año contaba ya con la cédula emitida por el jefe administrativo.

SÓC. —¡Notable ardid, ciertamente! Pero dime, Hipotales: ¿tan rudo es el servicio para quienes no aciertan a eludirlo?

HIP. —En realidad no es rudo ni mucho menos… Los jóvenes que se presentan a servir forman primero un gran grupo; después tiene lugar un sorteo, y así es designada una décima parte de muchachos para seguir la formación militar más elemental. El resto queda libre y recibe la cédula en pocos meses.

SÓC. —¿En cuántos meses? ¿Lo sabes?

HIP. —En un año.

SÓC. —Es así que tu anfitrión vio a su hijo esperar doce meses por un documento irregular que los hijos de otros varones recibieron con toda regularidad en idéntico plazo.

HIP. —Ni más ni menos.



(Con el título de "Contra el ingenio del mexicano", este diálogo de ilusorio platonismo acaba de aparecer en el volumen colectivo Contra México lindo, de Tumbona Ediciones. Aquí se puede leer apenas una porción; en Contra México lindo, por supuesto, se puede leer completo.)