30 de octubre de 2008

Otras aguas

Claudia Santa-Ana, Oratorio del agua, México: Alforja / Seminario de Cultura Mexicana, col. Sol Jaguar, 2008, 67 pp.

Hace ya siete años, el 1° de julio de 2001, cuatro poetas “novísimas” de Aguascalientes (dicho sea de paso, ignoro qué sea más irritante: si ver agrupadas a las poetas por vivir o haber nacido en tal o cual ciudad, por ser mujeres, por ser jóvenes o incluso por ser, cuando no por estar, nuevas, ya que “novísimas” no es otra cosa que un eufemismo para decir, en dialecto mexicano, “nuevecitas”) publicaron sendos poemas en La Jornada Semanal. Los cuatro eran buenos textos, y en modo alguno me propongo comenzar esta nota declarando que Claudia Santa-Ana (1974) destacara ya entonces entre sus compañeras de género, edad o domicilio. No; lo que me interesa es advertir que aquel poema de Claudia Santa-Ana, “El andante”, figura el día de hoy, con importantes correcciones, en Oratorio del agua, su más reciente poemario. Esa continuidad, esa lentitud o paciencia me hacen pensar en la minucia, el escrúpulo y la fidelidad con que sin duda fue hallando su forma no sólo ese poema, sino todo este libro, tan delicado y, a la vez, tan consistente.

Hacia el final de Oratorio del agua se puede leer esta pregunta: “¿Qué es de la luz / que cae donde piedras, arrecifes, peces / ocultan los basamentos de otras aguas?” Nada sino esa luz, condenada tal vez a fragmentarse, a perderse, y esas “otras aguas”, que no son las aguas ordinarias del mar, importa en los poemas de Claudia Santa-Ana. Se trata de una postura estética sumamente arriesgada, pero de riesgos discretos, no aparentes. Cuando, por ejemplo, en un poema se lee de pronto: “En la cerca los pájaros curvan luminosos hilos de acero”, es fácil caer en la tentación del significado y preferir la imagen de una parvada que descansa en los alambres de una cerca en lugar de concebir la frase misma como un hilo cuya tensión se acentúa justo a la mitad, ahí donde la palabra curvan, con su invaluable u acentuada, mueve ya no a representarse un cuadro sino a percibir en directo una porción de lo real. Esos pájaros y esos cables pueden imaginarse, pero esa línea —esa frase— que se curva en su centro por efecto del verbo curvar, y de cierta conjugación específica, no hace falta imaginársela: está en sí misma en los oídos de quien quiera escucharla y frente a los ojos de quien quiera verla.


Quiero decir que Oratorio del agua es un libro con persistencias temáticas muy claras: la niñez, la maduración y el envejecimiento del cuerpo, y sobre todo la experiencia del agua, el contacto con ella en sus diferentes estados (la lluvia, los charcos en la calle, la densa y efímera neblina, la pertinaz reiteración de las olas, un río, un lago transformado en hielo, y por supuesto el agua en que transcurren los meses anteriores al nacimiento, y las lágrimas). Al mismo tiempo, quiero decir que dichos temas bien pudieran ser otros, ya que no constituyen el fin sino el vehículo de un género peculiar de averiguación poética. Quien averigua es, desde luego, Claudia Santa-Ana, poeta, pero no desde su identidad civil sino a través de sí misma y en busca de una identidad que se presume oculta, como los “basamentos” de aquellas “otras aguas” de uno de sus poemas. Esa búsqueda, en otro poema, se manifiesta claramente como una excavación en la sombra, o sea en el reverso del sujeto, en esas antípodas de sí mismo que uno proyecta sin darse cuenta, y el efecto causado por la luz en dicho reducto de oscuridad es no sólo análogo, sino paralelo al efecto del amanecer en el cielo y en las cosas del mundo:

He cavado en mi propia sombra:
al amanecer
se arrojarán en ella los pájaros.

Si “los pájaros”, al romper el alba, echan a volar no en el cielo sino en la “sombra” de quien ha llegado hasta la otra orilla de la noche, debe comprenderse que la noche real y objetiva, la noche atmosférica, el cielo nocturno de todos los días, más que semejante o afín a la noche del individuo, a la noche figurada o metafórica, forma una sola y misma cosa con ella. De cierta manera, lo que hace Claudia Santa-Ana es rastrear en la profundidad marina, en el sueño, en la introspección, en la soledad y en el miedo los ecos de la palabra noche. Cerca tal vez de José Antonio Ramos Sucre, tal vez de Antonio Gamoneda y su Libro del frío, asienta: “He visto crecer el haz de la noche y titilar su luz terrible”. A medio libro se lee que “la noche es la raíz más antigua del invierno”, lo cual es mitológica y meteorológicamente cierto; después, en el pasaje final de un poema que se va desgranando a lo largo de Oratorio del agua, titulado “El muelle”, invierno y noche vuelven a ligarse:

Una cruz arde hincada en las pupilas
de las mujeres. La antorcha fulgura en sus rostros.
La noche, ribeteada por el invierno,
último cirro de aire navegable.

Me parece reconocer algunas de las diferentes voces a las que, por necesidad, Claudia Santa-Ana va, por así decirlo, respondiendo en Oratorio del agua. Mencionaré, para no apartarme de la genealogía mexicana, las de Gilberto Owen, José Luis Rivas, Jorge Esquinca, Jorge Fernández Granados y, en pasajes como el que apenas he citado unos renglones arriba, Elsa Cross. Curiosamente se trata de voces cuyos orígenes hay que buscarlos en otra parte, a medio camino entre Rimbaud, el T. S. Eliot de “Miércoles de ceniza” y Paul Claudel. Una feliz conjunción de abandono y fe, irracionalidad y certeza, devoción y profanación: eso he visto, ahora que lo pienso, en Oratorio del agua.


("Otras aguas" acaba de aparecer en el nuevo número de Tierra Adentro, el 154, correspondiente a los meses de octubre y noviembre de 2008.)

19 de octubre de 2008

Nuevos poemas en Crítica

LUIS CARDOZA Y ARAGÓN

Traigo los ojos en las manos
para dejarlos bajo un punto, a espaldas
de una coma, detrás
de las axilas de una erre,
con el pretexto de una diéresis,
cuando nadie me vea:

los ojos puestos donde irá la bala,
la bala en donde nadie la recuerde,
los párpados de par
en par, y el borde de la ceja
izquierda en otras cantidades:

un ojo abierto en cada puño
cerrado, como el tuétano en el hueso,
que tal vez no haga ruido
pero en él van inscritas, con todo, estas palabras
como de tablas de una ley antigua
o mingitorio público:

si fuera verdadera la verdad
ya lo sabríamos.


NEVERLAND

Hay una Cenicienta por cada zapatilla.
Por cada Blanca Nieves, un enano
para cada tarea de la semana.

No hay lobo más feroz que Pulgarcito
ni rizos tan dorados como el sapo los peina,
seguro de su encanto.

La magia del frijol está en ser tres frijoles:
el primero en un cofre, silencioso,
uno más bajo tierra, germinando,
y los tres en el plato, servida la merienda.


TEMPO LARGO

El último orgullo de la gallina desplumada es parecer un cisne, por como se alarga el cuello con la muerte.
RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA

Facturas. Cuestionarios. Corredores.
Todo se alarga con la muerte.
La gravedad y la corbata.
La digestión del último bocado.
La mala fama y el sermón del padre.
La paciencia y las uñas.

Todo se alarga y se demora
y se dijera escrito con lápices muy blandos
o a punto de romperse.
La vocal inaudible y suspendida.
La rendija de un paso entre dos piernas.
La espera del siguiente parpadeo.


(No he visto aún el nuevo número de Crítica, el 129, con el que la estupenda revista literaria de la Universidad Autónoma de Puebla festeja su trigésimo aniversario en los estantes. Sea como sea, en dicho número aparecen estos poemas, como ya he podido confirmar en el blog de la publicación. Felicidades a la gente de Crítica, y que vengan tres décadas más.)