28 de septiembre de 2008

La ciudad unitiva

En marzo de 2003, pocos días antes de la primera visita de Juan Goytisolo a Guadalajara, recibí los ejemplares que me correspondían de mi libro titulado Rumor de la ciudad al hundirse. Al conocer la portada, que no presenta ningún subtítulo y permite abrigar en consecuencia más de una duda razonable con respecto al contenido del volumen, volví a recorrer sobre un mapa de París —en este caso, seis cuadrantes del plano desplegable de una guía Baedecker de comienzos del siglo XX— algunas calles, edificios y monumentos de la segunda circunscripción de aquella ciudad. En concreto, al noreste de la Biblioteca Nacional, al oeste de la Porte Saint-Denis, al norte del antiguo Mercado Central, al oriente de la Ópera y en las inmediaciones de la Bolsa, pero formando en realidad una especie de isla, casi al margen del París espectacular de muchas otras novelas y películas, reconocí el barrio del Sentier y un buen tramo del bulevar que se llama Haussmann, que se llama Montmartre, que se llama Poissonnière, que se llama Bonne Nouvelle y que se llama Saint-Denis, y que adopta cuando menos otros dos nombres de camino al Arco Triunfal y uno más rumbo al cementerio del Padre Lachaise. Ahí, en las aceras del bulevar que puede llamarse de los Ocho Nombres, pero sobre todo en las callejuelas contiguas y en varios de los espacios característicos de la zona, transcurren las acciones de Paisajes después de la batalla, novela de Juan Goytisolo publicada en 1982 que yo elegí como asunto de investigación para la escritura de mi libro.

Nunca he sentido la menor especie de amor incondicional por la llamada Ciudad Luz. París me gusta y me impresiona como a tantos otros viajeros, pero ni el gusto ni el asombro son formas exclusivas del amor profundo. Yo admiro lo que amo, y lo que amo me gusta, pero también siento admiración y gusto por cosas de las que sé prescindir sin mayores padecimientos. En el caso de París, ocurre que tengo el “impuro amor” de ciudades notoriamente más aburridas y feas (desde la perspectiva de otras personas, como es natural) y apenas una suerte de gratitud estética, de afición desapasionada por las pulcras orillas del Sena, las tumbas de Montparnasse o los comercios de Saint-Germain-des-Prés. Atino a decir nomás, para justificarlo, que a falta de leer Nuestra Señora de París un día leí Paisajes después de la batalla. O, dicho de otra manera, que ya me habían enseñado a reírme de París antes de amarlo.

Por alguna razón, Paisajes después de la batalla es un libro que no ha de buscarse ahí donde los estantes de las librerías de Guadalajara le tengan reservado un sitio a Juan Goytisolo. Quiero decir con esto que Paisajes después de la batalla está por lo regular en las mesas de saldos y remates, o bien donde se apilan ediciones de sospechosa calidad o procedencia (en una edición reciente y baratísima, la novela carga con el abultado título de “Paisajes para después de la batalla”) o en los tantas veces paradisíacos locales de usado. Yo compré Paisajes después de la batalla en mayo de 1993, en la ya desaparecida librería Casarrubias, al precio de dos nuevos pesos. Nada. Un regalo. Tres años después, en octubre de 1996, Annie Bussière me hizo ver que no estaría mal preparar una tesina de posgrado (y, más tarde, una tesis doctoral) a propósito de tan económica novela. Otro regalo: además de hacerme conocer París bajo su perfil menos lindo, Paisajes después de la batalla me ayudó a encontrar a mi maestra favorita. La cadena, entonces, tenía ya suficientes eslabones: gracias a dicha novela conocí a Juan Goytisolo, gracias a mi conocimiento de Juan Goytisolo hice migas con Annie —la gran “goytisolóloga” de Francia, por así decirlo— y gracias al apoyo de Annie pude organizar mis ideas, cuando no sencillamente inventarlas o descubrirlas, y organizarme a mí mismo. Al día siguiente de los atentados en Manhattan, el extrañísimo 12 de septiembre de 2001, defendí mi tesis en Montpellier y me pregunté (libre de todo compromiso) si alguna vez me daría por leer de nuevo Paisajes después de la batalla o algún otro libro de Goytisolo. Agregaré al margen que con el tiempo —y con gusto— he descubierto que sí, que me sigue dando por leer ese libro y muchos otros del mismo autor.

Me avergüenza reconocerlo, pero en el año escolar 1997-1998 apenas llegué a trabajar en mi tesis. Leí muchos periódicos, muchas revistas y algunos libros de otras materias, y escribí textos no necesariamente académicos, y salí muchas veces a comprar golosinas en todos y cada uno de los expendios mecánicos que hay en los pasillos de la Universidad Paul-Valéry. Mi atención, por lo visto, se había desviado y andaba circulando muy lejos de Juan Goytisolo y de sus libros. En el otoño de 1998, sin embargo, al comenzar otro año escolar, sucedió que Annie Bussière publicó su estupendo libro sobre Goytisolo, Le théâtre de l’expiation, y sin darse cuenta reavivó un sector de mi emoción lectora. De pronto, el entusiasmo de leer Don Julián y Juan sin Tierra, la conmoción de acercarme a Las virtudes del pájaro solitario y La cuarentena, y la complicidad y el sentimiento de cercanía experimentados al recorrer Coto vedado y En los reinos de taifa, se traducían de nuevo para mí en placeres concretos, presentes, inmediatos. Entrar en contacto con Le théâtre de l’expiation me ayudó a ver, con toda simplicidad, cuánta razón tienen quienes afirman que la crítica (en la más noble de sus posibilidades) refrenda las alianzas pactadas entre los textos literarios y sus lectores.



No es de ningún modo un accidente que Le théâtre de l’expiation esté organizado en dos grandes partes. La dinámica de la dualidad, en efecto, rige las operaciones analíticas, discursivas y demostrativas del volumen. Annie Bussière concentra su mirada en las novelas, memorias y ensayos que Goytisolo ha escrito a partir de Señas de identidad, libro que marca el agotamiento definitivo de la estética realista en el proyecto estético del autor barcelonés y señala el inicio de algo que nadie sabe muy bien cómo llamar. Ese “algo” es quizá la fase más arriesgada, más violenta y más liberadora de la obra de Goytisolo: fase que Annie Bussière identifica con el cimiento purgativo de los procesos místicos a la manera de San Juan de la Cruz. Ahora bien, tanto histórica como gnoseológicamente, la purgación es el componente necesario de toda unión mística. Por una parte, dada su naturaleza heterodoxa en el contexto de la tradición católica, la mística se vio perseguida por la Inquisición en plena Contrarreforma española; por la otra, dada su condición de transporte o rapto espiritual, de modificación brusca del individuo que la experimenta, la mística supone también el abandono de las cargas previas del sujeto en su camino —que mucho tiene de ruptura o solución de continuidad— en pos de la transformación radical y la iluminación. El juicio inquisitorial, por lo demás, tuvo mientras existió la característica de presentarse bajo la forma de los espectáculos teatrales (tal era el llamado auto de fe) a la inversa del trabajo místico, más bien tendiente a la supresión de las máscaras y el hallazgo del ser por debajo del parecer. Arrancarse máscaras y disfraces, atentar contra mitos y rituales mecánicos, en este sentido, sería el gesto decisivo de la obra de Goytisolo desde Señas de identidad hasta sus libros autobiográficos, En los reinos de taifa y Coto vedado, mientras que lanzarse por las rutas de la vía unitiva sería el esfuerzo determinante de Las virtudes del pájaro solitario, La cuarentena, El sitio de los sitios y Telón de boca, entre otras novelas recientes.

Todo esto se revela en Le théâtre de l’expiation con rigor expositivo y ejemplos muy esclarecedores. Lo que Annie Bussière llama el “escenario urbano” de las obras de Goytisolo, esto es: el espacio del cementerio en Señas de identidad o en Makbara, el de la biblioteca en Don Julián o en Paisajes después de la batalla, y el del estudio-atalaya en Juan sin Tierra o en El sitio de los sitios, por no hablar sino de ciertas áreas predominantes, acoge y ordena gradualmente las ricas informaciones teórico-literarias, antropológicas, históricas y psicoanalíticas que se manejan en Le théâtre de l’expiation y justifica la sospecha de que los buenos libros en realidad son ciudades, espacios ora caóticos, ora inteligibles y bien calculados, que tienen por objeto el de contener lo humano en su compleja diversidad interior y exterior. El placer de la buena crítica literaria —y en Le théâtre de l’expiation, por hallarse un muy alto nivel de buena crítica, se halla también mucho placer efectivo— consiste a fin de cuentas en edificar ciudades a partir de otras que ya existen, pero que deben ser descubiertas. Annie Bussière ha recorrido y recorre todavía el país que Juan Goytisolo va construyendo con cada uno de sus libros, y lo que resulta de sus recorridos es el surgimiento de un espacio paralelo que, relacionado con el de Goytisolo, tiene sus propios habitantes y sus propias normas de convivencia, es decir: sus propias formas de transgresión y de vinculación con los demás.

Le théâtre de l’expiation es un ejemplo de crítica unitiva, ya que va en busca de una coherencia que al principio nadie le garantizaba. Lo que sucede con París en Paisajes después de la batalla se puede comparar con lo que ocurre en Le théâtre de l’expiation con respecto a la obra de Goytisolo: aquello que otros, de inicio, darían por bueno y prestigioso, acá se debe someter a examen y exploración, y sólo al final —y de otro modo— podrá ser de nuevo enaltecido.



("La ciudad unitiva" se publicó en el vol. XX, núm. 2, de Sociocriticism, correspondiente al año 2005. Retomo ahora el artículo por tres razones: la primera es que Juan Goytisolo acaba de publicar un libro, El exiliado de aquí y allá, muy en la línea de Paisajes después de la batalla; la segunda es que Le théâtre de l'expiation, de Annie Bussière, cumple por estos días nada menos que diez años de haberse publicado; y la tercera es que yo mismo, este mes de septiembre, acabo de festejar siete fugaces años de haberme doctorado. Y se hace obligatorio confirmar que los años no pasan: se acumulan.)

12 de septiembre de 2008

Investigan, pero nos caen mal

El 8 de septiembre pasado, en la primera plana de Mural, apareció una breve nota que, bajo el título de "Investigan, pero no producen", justificaba de manera sesgada el horror que a determinadas instituciones (tanto públicas como particulares) les inspira la sola existencia de la investigación universitaria en materia de artes, humanidades y ciencias de la sociedad. El texto que presento ahora es la carta que redacté y envié a Mural sin otro fin que intervenir en tan específico debate. Debo reconocer que se trata de una carta demasiado extensa para los restringidos espacios que Mural suele reservar a la expresión abierta de sus lectores, de modo que comprendo que no se haya publicado aún. Sea como sea, la publico yo mismo ahora en este blog, y a ver qué piensan los que por azar o dedicación estén interesados en temas tan recónditos y además pasen a leer lo que aquí se diga, que ya sería mucha coincidencia. (Otros pasajes de mi corta vida como escritor de cartas al director los había narrado en un artículo de hace cuatro años.)


Un fantasma recorre las primeras planas: el fantasma del intelectual ocioso. La nota de Dubraska Romero y Gabriel Orihuela titulada “Investigan, pero no producen” (Mural, 8-IX-2008) así lo demuestra.

Variante o subespecie profesoral del parásito universitario a secas, el intelectual ocioso cobra sueldos y sobresueldos estatales y federales, viaja sin utilidad aparente a congresos remotos y, amparado en el cuento de las “humanidades” y la “ciencia social”, publica libros y artículos redactados en jerga ininteligible. Nadie mejor que yo para decirlo: aunque tengo mi diploma extranjero de doctor, la Secretaría de Educación Pública (SEP) me reconoce como profesor con “perfil deseable” y soy miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI), ninguno de mis proyectos ha servido para incrementar la resistencia de las vigas de acero, desarrollar la vacuna contra el cáncer o lograr que las vacas produzcan más litros de leche por segundo.

Como profesor investigador titular de la Universidad de Guadalajara (U. de G.), y más específicamente del Centro Universitario de Arte, Arquitectura y Diseño (CUAAD), admito que a los universitarios de mi pelaje nos vendría muy bien un poco de autocrítica. Desde mi cubículo de veinticinco metros cuadrados, equipado con televisión vía satélite y jacuzzi, reconozco que me dedico a investigar asuntos literarios eminentemente improductivos y a enseñar no sólo Historia General de las Culturas, materia ya cuestionable de por sí, sino también Literatura Española del Siglo XX.

Harto de mi propio cinismo, renuncio a la vida contemplativa y propongo de inmediato que se apliquen tres medidas encaminadas a erradicar, ya que no de la faz de la tierra, sí por lo menos de los presupuestos públicos a los intelectuales haraganes (valga el pleonasmo). Ruego, eso sí, que la iniciativa me sea tomada en cuenta en futuras evaluaciones profesionales.

1) Que si, como afirma el señor Sergio García de Alba, los “diagnósticos” emitidos por sociólogos, juristas, filósofos, historiadores y meros críticos literarios pierden valor en la medida que “realizarlos” es “muy cómodo”, en lo sucesivo toda investigación humanística se adapte a un estricto tabulador de incomodidad que deje constancia del nulo, escaso, encomiable o fabuloso heroísmo del profesor en su eterna lucha contra la dureza de la silla, y que se premie según el caso.

2) Que, por decreto del Poder Ejecutivo, las instalaciones del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades (CUCSH) de la U. de G. ya no se consideren parte del Estado, de modo que los numerosos miembros del SNI adscritos a dicho campus dejen de figurar en las estadísticas regionales, haciendo subir con ello el porcentaje de biólogos, economistas, ingenieros y tecnólogos en el próximo informe de Gobierno.

3) Por último, que los investigadores del CUAAD, los del CUCSH y demás holgazanes entendamos que, para investigadores, ahí están los privados y los antiguos policías judiciales, a cuya denuncia nos expondremos invariablemente mientras persistamos en confirmar la imagen de sediciosos, inútiles y vagos que se tiene de nosotros.

5 de septiembre de 2008

Curso elemental de toponimia

Esta ciudad, si se llamara Desde Cuándo,
estaría inhabitada.

Si constara en los mapas como Acaso.

Si los antiguos volvieran a fundarla
—con varas de ceniza, coágulos de polvo—
y la nombraran sólo Por Ahora.

Sin mirar —siquiera de reojo— los anuncios,
por túneles de sombra
por carreteras curvas como engranes,
el vecino se iría del vecindario,
el agua, de la fuente,
de la noche los ojos encendidos,
del nombre cada sílaba,
del tiempo cada pausa,
si esta ciudad, llamada Como Siempre,
se llamara también de otra manera.



(Este poema se puede leer, desde hace tres o cuatro días, en el Periódico de Poesía de la UNAM, cuya nueva época cibernética llega en este septiembre a su primer año de vida.)

3 de septiembre de 2008

Jalisco y la modernidad

Nous voulons, tant ce feu nous brûle le cerveau,
Plonger au fond du gouffre, Enfer ou Ciel, qu’importe?
Au fond de l’Inconnu pour trouver du nouveau!

BAUDELAIRE, Le voyage


La palabra modernidad es, valga la redundancia, típicamente moderna. Muchos afirman que sólo empezó a utilizarse por escrito a partir de 1848, con la edición póstuma de las Memorias de ultratumba de Chateaubriand, aunque diccionarios como el Petit Robert sitúan el origen del término veinticinco años antes. En el prólogo a Cien libros clave del movimiento moderno, Cyril Connoly asegura que fueron los hermanos Goncourt quienes “acuñaron la palabra modernidad” en 1858, pero admite que otro diccionario histórico, el de Littré, atribuye a Gautier la invención del término. En efecto, Gautier llegó a valerse del sustantivo en cuestión en sus colaboraciones para Le Moniteur Universel, pero lo hizo en la fecha más bien tardía de 1867. En realidad, Balzac lo empleó ya en su Fisiología del matrimonio, de 1829.

Nada, sin embargo, es menos moderno que la noción —o ilusión— de modernidad. Entre las polémicas intelectuales de la Europa renacentista y barroca, sin duda la más ilustre y característica es la llamada querella de los clásicos (o antiguos) contra los modernos. Querella, ésta, de larga vida: si Rimbaud, en la página final de Una temporada en el infierno, sentenció que “se debe ser absolutamente moderno”, fue porque la modernidad ya estaba tipificada entre las vocaciones de su tiempo, con lo que tomar partido por ella significaba, en realidad, tomarlo por cierta especie de tradición. En este sentido, la modernidad no debe comprenderse como lo contrario de la tradición, sino como una forma heterodoxa de tradición incompatible con el ejercicio de la mimesis clasicista.

Otro poeta francés, Baudelaire, estableció en “El pintor de la vida moderna” el concepto de modernidad vigente hasta nuestros días. En palabras de Henri Meschonnic, “Baudelaire inventa una ética de la modernidad” al grado que, tras él, “poética y modernidad son una cosa y la misma”. La modernidad, asentó Baudelaire, “es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, del que la otra mitad es lo eterno e inmutable”.

Tal acepción de modernidad en tanto ética y poética, conciencia e inspiración, rigor y apasionamiento, lucidez y violencia, es la que marca el rumbo de las corrientes artísticas de vanguardia que, a partir del modernismo hispanoamericano, el modernisme catalán y el modernism angloamericano —que, cabe recordarlo, no son sinónimos entre sí—, asociados con el art nouveau francés, el Jugendstil alemán y la Wiener Sezession austriaca, serán el caldo de cultivo de las vanguardias artísticas del primer tercio del siglo XX y predominarán luego en México en forma de planos arquitectónicos, proyectos urbanísticos, esbozos escultóricos, tendencias pictóricas, estilos literarios e incluso modas en el vestido, la cosmética y la decoración.

Los artículos agrupados en esta revista dan cuenta de dicho predominio en el caso particular de Jalisco. Marcela Sofía Anaya Wittman y Vicente Pérez Carabias analizan la convergencia (más que la influencia directa) de la Bauhaus y de la revista L’esprit nouveau entre los arquitectos jaliscienses de la primera mitad del siglo XX. Por su parte, Nicolás Sergio Ramos Núñez y Juan Carlos González Vidal describen y estudian las relaciones de significación recíproca entre las diferentes áreas del Palacio Municipal de Guadalajara y el mural Fundación de Guadalajara de Gabriel Flores, ahí pintado. En la confluencia entre urbanismo y artes plásticas, Estrellita García recorre la historia de la escultura pública en Guadalajara y resalta en ella la obra y el ejemplo de Mathias Goeritz. En el campo de la pintura, Carmen V. Vidaurre analiza el trabajo de Roberto Montenegro y Arnulfo Eduardo Velasco hace lo propio con el de Carlos Orozco Romero.

Parece arriesgado en un principio, pero a la larga puede citarse de nuevo a Connoly para confirmar que, como el espíritu moderno en general, la modernidad en Jalisco “fue una mezcla de ciertas cualidades intelectuales heredadas de la Ilustración: lucidez, ironía, escepticismo, curiosidad intelectual, combinadas con la intensidad apasionada y la sensibilidad exaltada de los románticos, su rebelión y sentido de la experimentación técnica, su conciencia de que vivían en una época trágica”.



(Este artículo es en realidad la introducción que redacté para el número 72 de la revista Estudios Jaliscienses. No ignoro que la situación actual de mi universidad, la de Guadalajara, en buena medida viene a recordarle a todo el mundo que Jalisco, lejos de haber conocido alguna vez la modernidad, más bien está empeñado en rechazarla per secula seculorum. Pero la revista no es de mi universidad, sino del Colegio de Jalisco, así que no hay nada que temer...)