28 de julio de 2009

Dos poemas en Golpe de Dados

SAINT-DENYS GARNEAU

Cuando fui como un árbol, cualquier árbol,
fui como deben ser todos los árboles.
Cuando fui como un hacha
no intenté ser la espada ni el cuchillo.

Siempre vi mi reverso en el espejo
y mi revés, mi ausencia,
fue mi propia mitad, que no me hallaba
porque yo me ocultaba en medias voces.

No es que renuncie a dar: es que no tengo
ni una estrella siquiera para el día
ni un alma para hundirla río abajo.
Nunca llames a nadie con mi nombre.

La prisa de los olmos por caer
antes del próximo verano
me concierne apenas. Yo mismo
soy la hoja de otoño y el barro en que se posa.


THERE IS NO SUCH THING AS A CORNY POEM

Añorar no es mi verbo favorito
―la ñ me incomoda como un prócer―
pero es verdad que añoro, añoro el arcoíris,
el caer de la tarde sobre un prado,
las tarjetas con letras como gárgolas,
el pastel de merengue y corazones,
el trémolo vocal de quien obsequia serenatas
armado de listones, chalecos, cascabeles.

Por lo menos quisiera
mencionar una vez el corazón.
Hay palabras que tengo acumuladas
como viejas monedas, episodios
de una memoria inconfesable
o una verruga de dar pena.

Cielo, vida, lucero…
Si esto fuera una foto
definitivamente nadie me reconocería.



(Aunque la edición esté fechada en el bimestre de noviembre-diciembre de 2008, estos poemas acaban de aparecer en el número 216 la veterana revista colombiana Golpe de Dados.

20 de julio de 2009

En torno a un artículo de Juan Carlos Núñez Bustillos

Juan Carlos Núñez Bustillos, defensor de los lectores de Público, diario tapatío del consorcio Milenio, publicó ayer el artículo que reproduzco a continuación. Es obvio que lo considero un texto importante: yo mismo, hace poco menos de un mes, le había dirigido el mensaje al que se refiere y da respuesta. El tema es, una vez más, el tratamiento que Milenio y Público le han dado a la polémica Escalante-Sicilia, y las fronteras éticas que no deberían traspasar ni la crítica literaria ni el ejercicio periodístico en general.

Luis Vicente de Aguinaga me escribió una carta de la que extraigo los siguientes párrafos: “El escritor Javier Sicilia está sufriendo actualmente las consecuencias de un artículo calumnioso publicado en Milenio hace poco más de un mes. Javier es, además de poeta, novelista y columnista, jefe de Difusión Cultural de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Ahí sucedió lo que voy a contarte. Resulta que una compañía de ópera está por hacer una función en Cuernavaca con el apoyo de la universidad. Como es una institución con limitaciones muy serias de presupuesto, los programas de mano que se mandaron imprimir son bastante modestos. Enojado por la baja calidad editorial de tales programas, uno de los responsables de la función fue a quejarse a la oficina donde trabaja Sicilia. La persona que atendió al quejoso le hizo ver que la mala impresión de los programas era sólo una consecuencia del bajo presupuesto de la universidad. Este sujeto, entonces, montó en cólera y le gritó a la persona que lo atendía: ‘Pues dígale a Sicilia que ponga dinero del premio que se ganó con ese libro plagiado’.

“Se refería, como tal vez ya sepas, a Tríptico del Desierto, poemario con el que Javier Sicilia ganó hace unos meses el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 2009. Yo formé parte del jurado y puedo asegurarte que se trata no sólo de un libro excelente, sino perfectamente irreprochable. Sin embargo, el crítico literario Evodio Escalante publicó en Laberinto, suplemento de Milenio, un artículo (que luego retomó Visor) en el que deslizaba muy serias acusaciones de ‘apropiación’ de textos ajenos y, en última instancia, de plagio”.

De Aguinaga añade que en otros espacios del periódico “retomaron el asunto sin cuestionar mayormente la tesis principal: el supuesto plagio […]. Sicilia y los miembros del jurado del Premio Aguascalientes nos hemos defendido en artículos que Laberinto ha publicado, es verdad, pero en ediciones posteriores, que no son por lo tanto aquéllas en donde han aparecido los ataques.

“Por lo demás, las acusaciones no son del orden de la crítica literaria, sino de la imputación judicial. El plagio y el favoritismo son delitos o, en el menor de los casos, vicios morales, no defectos artísticos”.

“En el fondo, lo que me hace sentir más amargura es la situación de Javier Sicilia, que ahora tiene que soportar a energúmenos como el que lo insultó en su trabajo. A partir de ahora, me temo, Sicilia tendrá que cargar con esto incluso en circunstancias no relacionadas con la poesía ni con los premios: en su trabajo, en su vida cotidiana, incluso bajo la forma de las eventuales burlas o maldades que padecerán sus familiares o amigos. Por eso te mando este mensaje: porque siento que, como lector de Público y de Milenio, merezco un mínimo de corrección, un mínimo de cortesía por parte de los editores y colaboradores de ambos diarios. Merezco no leer calumnias ni ser calumniado yo mismo; merezco, en todo caso, que, de ser atacado, mi versión aparezca en la misma nota o, en su defecto, en un artículo paralelo y simultáneo al que contiene los ataques. Publicar siete días después la réplica de una persona calumniada es muy poca cosa. En siete días los rumores corren, los chismes van y vienen por la red y la reputación de la gente se deteriora, muchas veces irremediablemente”.

Hasta aquí la carta. El 7 de junio publiqué en este espacio un correo de Alfredo Sánchez en el que señalaba que Público no había dado a conocer las respuestas de Sicilia, ni siquiera tardíamente, con lo que “dejaron la impresión de que es un plagiario, deshonesto y corrupto sin darle la oportunidad de defenderse”.

En esa columna señalé que la respuesta de Sicilia debió haberse publicado en la misma edición y añadí: “Numerosos códigos de ética periodística indican que siempre que se difunda una acusación contra una persona hay que incluir su versión”. Publiqué también lo que al respecto señalan los códigos deontológicos de algunos medios de comunicación sobre este principio básico de ética periodística.

En su carta, De Aguinaga trata un aspecto que es muy importante: las consecuencias que tiene difundir una acusación. Éste es uno de los temas más delicados a los que nos enfrentamos los periodistas. Además de respetar el principio de presunción de inocencia y de publicar la versión del acusado, y aún en el supuesto de que contemos con las pruebas para sustentar una acusación, los periodistas debemos considerar las consecuencias de lo que vamos a decir. Esto no significa que entonces haya que callar las denuncias relacionadas con hechos de interés público, pero sí significa tener especial cuidado en lo que decimos y en la manera de hacerlo para procurar causar el menor daño posible.

El periodista polaco Ryszard Kapuscinski lo explica así en Los cinco sentidos del periodista: “Conviene tener presente que trabajamos con la materia más delicada de este mundo: la gente. Con nuestras palabras, con lo que escribimos sobre ellos, podemos destruirles la vida […]. Por eso escribir periodismo es una actividad sumamente delicada. Hay que medir las palabras que usamos, porque cada una puede ser interpretada de manera viciosa por los enemigos de esa gente. Desde ese punto de vista nuestro criterio ético debe basarse en el respeto a la integridad y la imagen del otro. Porque insisto, nosotros nos vamos y nunca más regresamos, pero lo que escribimos sobre las personas se queda con ellas por el resto de su vida”.

En El zumbido y el moscardón, el experto en ética periodística Javier Darío Restrepo sostiene: “El daño que puede generar una información de prensa no se repara en su totalidad”, y añade que éste se puede prevenir: “Con la presunción de inocencia; condenando el mal, no al malo; recordando que los criminales [en casos como el que tratamos aquí, señalados] también tienen hijos; dándole voz siempre al acusado; preguntándose cada vez por los efectos de la noticia que uno está a punto de publicar”.


Mi propia carta, que Núñez Bustillos no habría podido reproducir in extenso por obvias razones, está fechada el 23 de junio y dice lo siguiente:

¿Cómo te va, Juan Carlos?

Además de saludarte con mucho gusto, quiero hablarte un poco de la situación actual de Javier Sicilia, quien está sufriendo las consecuencias de un artículo calumnioso publicado en Milenio hace poco más de un mes.

Javier es, además de poeta, novelista y columnista en Proceso y La Jornada Semanal, jefe de difusión cultural de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Ahí sucedió lo que voy a contarte. Resulta que una compañía de ópera está por hacer una función en Cuernavaca con el apoyo de la UAEM. Como es una institución con limitaciones muy serias de presupuesto, los programas de mano que se mandaron imprimir son bastante modestos. Enojado por la baja calidad editorial de tales programas, uno de los responsables de la función fue a quejarse a la oficina donde trabaja Sicilia. La persona que atendió al quejoso le hizo ver que la mala impresión de los programas era sólo una consecuencia del bajo presupuesto de la universidad. Este sujeto, entonces, montó en cólera y le gritó a la persona que lo atendía: "Pues dígale a Sicilia que ponga dinero del premio que se ganó con ese libro plagiado".

Se refería, como tal vez ya sepas, a Tríptico del Desierto, poemario con el que Javier Sicilia ganó hace unos meses el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 2009. Yo formé parte del jurado y puedo asegurarte que se trata no sólo de un libro excelente, sino perfectamente irreprochable. Sin embargo, un crítico literario de algún renombre llamado Evodio Escalante publicó en Laberinto, suplemento de Milenio, un artículo (que luego retomó Visor, por cierto) en el que deslizaba muy serias acusaciones de "apropiación" de textos ajenos y, en última instancia, de plagio. Puedes leer ese artículo en esta dirección.

Tras la publicación del artículo referido, colaboradores de Milenio como Roberta Garza y Heriberto Yépez retomaron el asunto sin cuestionar mayormente la tesis principal, a saber: que Sicilia es un vulgar plagiario. Roberta Garza dijo en su momento que a Javier se le debería retirar el premio y Heriberto Yépez incluso se burló del catolicismo de Sicilia. Este último se ha defendido en artículos que Laberinto ha publicado, es verdad, pero en ediciones posteriores, que no son por lo tanto aquéllas en donde han aparecido los ataques.

La "polémica", por así decirle, básicamente ha consistido en que uno, dos o tres colaboradores de Milenio (y, por derivación, de Público) vacíen carretones de basura encima de Sicilia y de los miembros del jurado del Premio Aguascalientes, y que luego Javier y los referidos jurados nos defendamos como Dios nos dé a entender. A los miembros del jurado (Francisco Hernández, María Baranda y un servidor) Evodio Escalante nos culpó -con medias palabras, insinuaciones y frases nunca del todo claras- de amiguismo y favoritismo culpable. Puedes leer ese artículo en particular en esta dirección.

Me parece bastante claro que ni Evodio Escalante ni Roberta Garza ni Heriberto Yépez tienen pruebas de lo que dicen. Por lo demás, las acusaciones del primero no son del orden de la crítica literaria, sino de la imputación judicial. El plagio y el favoritismo son delitos o, en el menor de los casos, vicios morales, no defectos artísticos. Aun así, Milenio le ha servido de trampolín a estos difamadores, que aspiran cuando mucho a "discutir" o "debatir" sin que haya un verdadero motivo para la discusión o el debate.

Yo he tenido no sé si la testarudez o la paciencia de mandarle mensajes a Roberta Garza, Evodio Escalante, José Luis Martínez S. y Heriberto Yépez, en ese orden. Garza reconoció de mal humor que no sabía de lo que hablaba, pero no lo admitió en público. Escalante sencillamente no me respondió. José Luis Martínez S. publicó mi carta el sábado pasado y respondió a un mensaje mío de correo electrónico, siempre con cordialidad, pero negando que haya faltado a la ética periodística. Yépez también accedió a concederme un poco de razón, pero después lo resumió todo sentenciando (también por e-mail, no en su columna) que nadie sabe polemizar en México, ni Escalante ni Sicilia ni él ni yo mismo, igualándonos a todos con esa frase (¡como si yo hubiera proferido calumnias o insultado a quien fuera!).

En el fondo, Juan Carlos, lo que me hace sentir más amargura es la situación de Javier Sicilia, que ahora tiene que soportar a energúmenos como el que lo insultó en su trabajo. A partir de ahora, me temo, Sicilia tendrá que cargar con esto incluso en circunstancias no relacionadas con la poesía ni con los premios: en su trabajo, en su vida cotidiana, incluso bajo la forma de las eventuales burlas o maldades que padecerán sus familiares o amigos. Por eso te mando este mensaje: porque siento que, como lector de Público y de Milenio, merezco un mínimo de corrección, un mínimo de cortesía por parte de los editores y colaboradores de ambos diarios. Merezco no leer calumnias ni ser calumniado yo mismo; merezco, en todo caso, que, de ser atacado, mi versión aparezca en la misma nota o, en su defecto, en un artículo paralelo y simultáneo al que contiene los ataques. Publicar siete días después la réplica de una persona calumniada es muy poca cosa. En siete días los rumores corren, los chismes van y vienen por la red y la reputación de la gente se deteriora, muchas veces irremediablemente.

La situación de la crítica de poesía en México es de lo más triste, Juan Carlos. Pero este asunto me parece que sobrepasa con mucho todo lo que se había visto hasta la fecha. Ni modo: eso no tiene por qué resolverlo el editor de ningún suplemento; es un problema de los críticos, de los lectores y de los poetas. En cambio, lo que sí es un problema de los periódicos, de sus colaboradores y de sus lectores es la facilidad con que se pueden publicar ataques ilegítimos que luego se quedan irresponsablemente flotando en el aire. ¿Se consigue algo alimentando una polémica, incitando a las personas atacadas a replicar una semana después y estimulando, con ello, que la calumnia se mantenga viva? En términos literarios y éticos, no se consigue nada; en términos de sensacionalismo, sí se consigue, y mucho, porque la falsedad y el morbo permanecen.

Espero que todo esto que te digo sea de tu interés y de tu competencia, Juan Carlos. Honestamente, ignoro si los lectores de Milenio podamos dirigirnos a un defensor como sí podemos hacerlo contigo los lectores de Público. Si te molesto con este asunto es porque, al conocer tu artículo de hace tres domingos titulado "La columna que faltó en Visor", percibí en ti una sensibilidad que, por desgracia, prácticamente no han manifestado los colaboradores de Milenio ni el editor de Laberinto.

Recibe un fuerte apretón de manos.


14 de julio de 2009

Siempre a la sombra del bar El Paraíso: Caza mayor

Me parece que hay dos maneras de caracterizar una obra maestra (o, mejor dicho, que hay dos formas legítimas de usar la expresión obra maestra). Por un lado, se habla por lo regular de la obra maestra de un autor para referirse a su mejor libro, es decir: el de mayor mérito y renombre. Pero, si se toma en cuenta una expresión vecina, la de llave maestra, que la Real Academia define como aquélla “que está hecha en tal disposición que abre y cierra todas las cerraduras de una casa”, cabe también entender que una obra maestra puede no ser por fuerza la mejor, el opus magnum de tal o cual escritor, pero sí explicar o condensar, en su perspectiva o en sus recurrencias, en su lenguaje o en sus temas, el resto de sus libros, y conducir a ellos.


Eduardo Lizalde ha escrito muchos buenos poemarios, y es obvio que no soy el único en opinar que su opus magnum es El tigre en la casa, libro estricto y desmesurado a un tiempo, desbordante y ordenado, refrescante y liberador en lo artístico, devastador en lo emocional. Obra no menos tremenda es La zorra enferma, si bien de otro diseño, de otra contextura literaria: volumen copioso, necesariamente irregular, extenso y misceláneo, La zorra enferma no es un libro para leerse de un tirón, como sí lo es El tigre en la casa. Yo sostengo que la obra maestra de Lizalde, maestra como quien habla de una llave maestra, es Caza mayor, cierre definitivo del periodo que Carlos Ulises Mata denomina “la década luminosa” de Lizalde, decenio que arranca en 1970, año en que se publica El tigre en la casa, y termina en 1979, año de Caza mayor, pasando por 1974 y 1975, cuando La zorra enferma gana el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, primero, y es publicado, después.

Caza mayor es un libro corto y lacónico. No contiene ningún epígrafe. Ninguno de sus treinta y dos poemas, numerados con romanos, lleva título. Nada que ver con La zorra enferma, donde abundan dedicatorias y epígrafes punzantes, casi como si se tratara de saques de tenis ante los que hubiera que plantar cara. Nada que ver con El tigre en la casa y su estructura casi novelesca, reverso acaso ―amargo reverso― de ciertos relatos de un amor optimista y francamente inverosímil. Caza mayor es puro nervio, en principio: un golpe recto a la mandíbula, sin fintas ni maniobras.

Con todo, Caza mayor logra, en su brevedad, aliar dos modelos de composición previa y espléndidamente desarrollados en El tigre en la casa y La zorra enferma. Por un lado, la estampa del mundo natural que, presentándose como una simple descripción de momentos cruciales en la vida de las fieras, extrae del irracional una especie de negativo, una enseñanza racional que denota en apariencia una moraleja y connota, en última instancia, la inutilidad final de toda moraleja. Por otro lado, la imaginaria transcripción de conversaciones informales, charlas de cantina y variadas ocurrencias que, si bien desde luego son monólogos líricos, impostan la forma del más prosaico diálogo tabernario, con vocativos propios de la declamación y la oratoria.


Decantarse por ambos modelos de composición ―y, además, combinarlos― no significa descartar otros que, como el epigrama de reminiscencias latinas o el poema rigurosamente político, Lizalde había hecho propios en La zorra enferma y El tigre en la casa. Más bien sucede que, parafraseando a Eduardo Hurtado, las ambigüedades tienden a desaparecer en Caza mayor en beneficio de una firme resolución moral, a saber: la de indagar en el propio envejecimiento (“en la propia disolución”, apunta Hurtado) corriendo, si es necesario, el riesgo de perorar o parecer grandilocuente. La perorata, sin embargo, se vuelve indispensable cuando el poeta consigue practicarla como una especie de improvisación dialéctica ―de ahí el constante recurso al vocativo, que ya mencionaba unos renglones arriba― y, por qué no decirlo, de gasto, desperdicio, derroche:

En 1979 aparece Caza mayor. Aquí la ambigüedad del tigre casero desaparece; a cambio, sobresale la decisión de enfrentar sin engaños la idea de la propia disolución. El intento resulta, de pronto, casi grandilocuente; pero todo cambia cuando el autor confiesa que no hay mejor manera de asumir la muerte propia que perder la vida (en el sentido de gastársela), y nos describe su forma de hacerlo: filosofando en las cantinas.


Ese malgastar la vida tiene su correlato formal en otro desperdicio: el que se hace, con absoluta malicia, del grand style, del estilo sublime, cultivado por Lizalde con tanta desenvoltura como resentimiento, al grado que la víctima propiciatoria por excelencia en la poética de Lizalde acaba siendo nada menos que la elocuencia grandiosa. Es normal relacionar a Lizalde con esa variedad estilística, predominante cuando menos en Latinoamérica desde hace seis décadas, que José Emilio Pacheco ha denominado “la otra vanguardia”: el llamado coloquialismo. Ahora bien, importa subrayar que Lizalde, a diferencia de los representantes propiamente dichos de la poesía coloquial, nunca escribe desde lo antipoético sino desde la crisis ―inducida por él mismo― de lo poético, es decir: nunca desde la muerte de la retórica, siempre desde su agonía, escenificada por lo demás con pompa, boato y excesos grotescos.

La relación de Lizalde con el coloquialismo queda mejor expuesta cuando se repara en la tensa relación de contenido y forma que se puede apreciar en un solo verso de peculiar expresividad. Recuerdo muy bien cómo, hace alrededor de veinte años, Baudelio Lara me hizo notar que un verso concreto en El tigre en la casa planteaba ―y, más aún, encarnaba― una cuestión auténticamente seria. Es éste:

Parte de prosa ha de tener el verso.


A primera vista, la oración es meramente declarativa. Si el verso debe o no debe tener partes de prosa (o de lo que se quiera) es un asunto de la voluntad, apenas la expresión de un propósito. Pero este verso en particular no es cualquier verso: es un endecasílabo acentuado en primera, cuarta, octava y, por supuesto, décima sílaba; una variante de verso dactílico, en suma, que no parece tener nada de prosa en sí mismo (como no sea la palabra prosa). Ello supone, ya que no un contrasentido, sí una importante contradicción, toda ella intencional y, por así decirlo, teledirigida por la conciencia del poeta. Lizalde prescribe que los versos contengan su buena “parte de prosa”, pero al hacerlo tiene la precaución de salvar a sus propios versos del cumplimiento de semejante obligación. Es notorio cómo, en Caza mayor, la prosa (esto es, en las metafóricas paridades manejadas por Lizalde, la inmundicia, la grisura, el desencanto) da la impresión de no estar en el verso, sino en la realidad toda, impregnándola y degradándola en su enorme conjunto:

Los remotos saurios de articulada desmesura
tardaban en crecer cien años,
como los templos góticos,
y vivían cinco siglos. Más que algunos dioses.

Hoy los sagrados tigres, los leones imperiales
viven quince, veinte años,
como los perritos.
Y nosotros, más finos, cuánto tiempo, cuánta luz valemos.
Si hoy tuviéramos dioses sólo vivirían gloriosos,
imperceptibles instantes,
acaso unos minutos.
Menos que algunos insectos.


Permítaseme ahora una digresión aparentemente descabellada. La primavera del año pasado leí en El País una crónica del narrador Harkaitz Cano. El tema de la crónica era el concierto que Nick Cave había ofrecido con su grupo, The Bad Seeds, en el Polideportivo José Antonio Gaska de San Sebastián el 24 de abril. Cano daba testimonio en su crónica de la intensidad, la teatralidad y la “furia” del roquero. “El australiano […] desgranó su rosario de historias con nudo y desenlace, haciendo propia a su manera la filosofía de Tom Waits”, relataba Cano. Esa “filosofía” es lo que por ahora me interesa, en vista de lo que implica: “que una buena canción ha de contar con el nombre de una ciudad (o de una mujer), con un clima determinado y con algo de comer o de beber, por si a uno le entra la pájara mientras escucha”.

Los poemas de Caza mayor, con ajustes mínimos, responden a ese triple deber: contienen, cada tanto, el nombre de alguna cantina (La Curva, La Providencia, La Derrota, El Tigre Negro, El Paraíso, La Flor de Valencia, El Mirador, La Ópera) o de algún lugar (la Calzada de la Viga, la Candelaria de los Patos), el de un clima espiritual determinado (angustia, desesperanza, rencor, satisfacción pasajera) y mucho de beber y de comer (“pichones en su jugo”, “un Reblochon sublime”, “cerveza, nunca vino de Lesbos”). Curioso hedonismo tratándose de un libro que no sólo tematiza, sino que se obsesiona con la muerte física. Es el hedonismo de los que celebran un banquete al recrudecerse la epidemia y dotan al carnaval de un trasfondo evangélico, un regusto de Última Cena, como en aquella secuencia del Nosferatu de Werner Herzog:

Siempre a la sombra del bar El Paraíso
que arrasarán las obras de rescate del Gran Templo Mayor
―indígena revancha―,
devorábamos pichones en su jugo,
los mejores de la Gran Tenochtitlan.
Y nos comíamos a Hegel,
a Kant y a sus abuelos empiristas,
con epazote metafísico a la Marx, a la Hölderlin,
la Lenin, la Novalis.
Chenopodium ambrosioides, ambrosía
sobre océlotl de piedra
a nuestros pies sepultados.
Cocinábamos proyectos, gatos callejeros
por jaguares de Uxmal o Monte Albán.
Jugosas ilusiones del dominó ruidoso,
la ignorancia estentórea,
la escultura silente.
Hasta que algún oscuro se animaba:
curtirán nuestras pieles, compañeros,
simplemente vamos a morirnos
―siempre la mula de seis―,
sin más Jaspers, ni Séneca, ni tía Chucha, ni nada.
La mosca de dos kilos
en la sopa caliente.

Y nos íbamos entonces a los infiernos,
hipócritas y subversivos
―tenebrosamente placenteros a veces―
de El Ratón y La Rendija
o La Burbuja y otros antros
en cuyo umbral resplandeciente
incluso los ateos
perdíamos por un tiempo
toda esperanza.


Tres mitos convergen ―para ser desmontados, por supuesto― en este poema. En primer lugar, el mito de la expulsión del paraíso, aquí transformado en el bar donde se pierde la inocencia con respecto a la muerte; después, el mito contemporáneo del tabú del canibalismo, desmentido por quienes proceden, sin remordimiento, a comerse a Kant, Hegel y demás filósofos; y, en tercer lugar, el mito no menos fundamental del descenso a los infiernos, representados por los antros (el Hades, en principio, es un antro: una gruta o caverna) de La Burbuja, La Rendija y El Ratón, descenso rematado por añadidura con una cita de la Divina comedia (“perdíamos por un tiempo / toda esperanza”: Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate). Mitos del espacio ―el que se nos prohíbe, por un lado, y en el que nos resignamos a vivir o al que somos condenados, por el otro― pero también del tiempo: el paraíso terrenal está en el pasado, necesariamente, y el infierno es el porvenir de los réprobos, que ignoran o transgreden la ley.


Recuérdese que filosofar en las cantinas (Eduardo Hurtado dixit es para el poeta de Caza mayor la forma de asumir su propia muerte gastando la vida. La cantina, por lo tanto, más que un mero lugar de preferencia, es en verdad un espacio que se adapta formidablemente a la estructura de Caza mayor y a la mecánica de su imaginario, puesto que al mismo tiempo conviene al diálogo y al ensimismamiento, al gesto afectuoso y al ademán violento, a la pulsión tanática y a la erótica. Años atrás Luis Ignacio Helguera dictaminaba casi lo mismo:

En las cantinas, donde aparentemente el tiempo no transcurre y todas las citas contraídas en el mundo remojan, y finalmente pierden, su importancia, brinda, de pronto, junto a nosotros, con nosotros, en la barra, un desconocido. Es sólo nuestra propia muerte, que ha trasladado su domicilio de la casa a la cantina. El poemario alterna, con maestría, el [sic] promenade bohemio que evoca viejas borracheras con amigos (José Revueltas, Alí Chumacero, Jaime Sabines, Marco Antonio Montes de Oca) en cantinas célebres y familiares donde se botaneaba el verso, con instantáneas magníficas de la extinción colosal del tigre.


Caza mayor (“acaso después de El tigre en la casa el libro más bello y consistente de Lizalde”, según Helguera) es, a final de cuentas, un poemario reflexivo. Su estilo es coloquial en el sentido más noble del término: es un volumen de diálogos, por lo que superficialmente se deja leer como una bitácora tabernaria de charlas con amigos. Pero el verdadero diálogo de Caza mayor, el único, es un diálogo del poeta consigo mismo, una meditación, una introspección.

A veces pienso que lo mejor que se puede afirmar sobre Caza mayor, y acaso también sobre cualquier otro libro de poesía, está ya dicho en otro libro, en otro poema. Véase, si no, éste, titulado “Pie de página”, de Tabernarios y eróticos, libro de Lizalde publicado por vez primera en 1988. Quién hubiera dicho que la casa y la cantina, sin tigres ni zorras ni alegatos, acabarían siendo las metáforas más persistentes del poema y de la poesía para Lizalde:

Dice Painter que Proust pasó en su casa
una infernal, terrible temporada
de cierto culto al “buen gusto”,
pero en los últimos años, llenaba las estancias
con objetos horrendos, aunque amados, deformes
y sagrados, que hablaban de sus muertos,
de su infancia, de su tiempo perdido.

El que no puede, con su carne y humores, llenar su casa,
suele salir con frecuencia a las cantinas
―en otro tiempo espléndidas―,
del centro y de los aledaños de esta errática ciudad.

Pero, si es triste abstemio,
suele también infestarla con cosas de otros mundos,
que desbordan estantes
y estorban la visión de los libreros
en la pobre morada, que es casa del ausente.
Y una casa, sólo se colma con el que la habita.
Una casa es un alma que habita en su habitante.
Las preconstruidas bellezas ―austeras o suntuosas―,
sólo son galerías de almas ajenas,
guardarropa prestado.
Y los poemas son como las casas:
tienen que estar habitados para ser poemas.



(Acabo de publicar este artículo en el número 133 de Crítica, correspondiente a los meses de julio y agosto de 2009. Hoy, por lo demás, Eduardo Lizalde cumple 80 años, y eso hay que festejarlo como buenamente se pueda.)

3 de julio de 2009

Dos canciones

No me importa mi amor; me importa el tuyo.
Panes de ayer, alfombras desteñidas,
un ajedrez al que le faltan peones
y miércoles que hubieran sido viernes
erosionan el mío,
que no respira por su cuenta
ni sabe deletrear sus pobres apellidos.

El tuyo, en cambio, apacigua los motores,
ordena la sombra en el verano,
convence a las moscas de alejarse
y añade ventanas a los muros.

Esquiva el pez la red
contigo, y junio las tormentas,
y se alargan las noches de silencio
y huele a caravanas
de romero y azufre, de algodón y petróleo,
y a sudor de animales no advertidos
cruzando una ciudad como la nuestra:
dispareja, tenaz en la fealdad,
hierba y cemento como dos canciones
cantadas al unísono.

No me importa mi amor, que apenas es la red
y apenas la tormenta —grandes voces
temibles, aunque inofensivas—;
me importa el peón faltante,
y es que al mirar su ausencia en el tablero
cabe ignorar al rey, las torres
y el resto de las piezas.



(Acabo de publicar este poema en el número 158 de Tierra Adentro, correspondiente a los meses de julio y agosto de 2009.)