27 de noviembre de 2009

David Huerta en la esfera de los interlocutores

NAVAGERO

En la Capilla Real de Granada existen dos retablos del siglo XVI, obra del escultor Alonso de Mena, en los que se atesoran muchas de las reliquias que diferentes parejas reales fueron acumulando en más de un siglo. En las portezuelas inferiores de cada uno de los retablos hay efigies en altorrelieve de Isabel y Fernando de Castilla, de Juana la Loca y Felipe I, de Carlos I e Isabel de Portugal y de Felipe IV e Isabel de Borbón. El doble retrato de Isabel de Portugal y Carlos I (retrato póstumo, desde luego, en la medida que los emperadores habían fallecido largas décadas antes de la erección del mausoleo) en algo recuerda, quiero creer, al que Tiziano pintara de ambos, cuadro que luego desapareciera y del que se conserva una copia en la colección madrileña de la Casa de Alba: la misma reserva, idéntica gravedad sin pompa y serenidad sin relajación, igual indiferencia recíproca entre la reina y el rey.

Muy distinto en el fondo, aunque similar en la forma, es el doble retrato de Andrea Navagero y Agostino Beazzano que pintó Rafael Sanzio en 1516. Colocados frente a frente ―o, mejor aún, pecho a pecho―, ambos modelos miran hacia el pintor según el perfil que corresponde a cada cual: Navagero, por encima del hombro derecho; Beazzano, por encima del izquierdo. Beazzano, barbilampiño y de globos oculares prominentes, da la impresión de ser un hombre apacible y hasta melancólico; Navagero, en cambio, de barba indómita, espaldas anchas, oreja considerable, rostro atezado y mirada inquisitiva, parece un hermano bronco del Baltasar de Castiglione que retratara el mismo Rafael en fecha desconocida (pero en todo caso anterior a la publicación del Cortesano, que apareció en 1528, cuando Rafael había muerto en 1520).

Navagero es, por decir lo menos, el agent provocateur de la poesía castellana del Siglo de Oro: su charla con Juan Boscán en Granada, en 1526, en la tornaboda de Carlos I con Isabel de Portugal, es el auténtico “kilómetro cero” de la lírica española del siglo XVI y, por ello mismo, de prácticamente toda la modernidad literaria ibérica e iberoamericana. Gracias a Rafael, es fácil imaginarse a Navagero charlando con Beazzano y, por extensión, con Boscán, aunque ignoro si en latín o en romance. En realidad, lo sencillo es imaginarlo conversando, en la circunstancia y con el interlocutor que sea, puesto que siempre lo hacía, en sentido llano y en sentido figurado, como se infiere del retrato en el Palazzo Doria-Pamphili, de cierta epístola de Boscán y del hecho mismo de que Navagero fuese impresor, traductor, bibliotecario y embajador.



GARCILASO

Así como hay diálogos inimaginables ―por ejemplo, el de Carlos I con Isabel de Portugal en su adusto silencio― los hay desde luego evidentes e ineludibles. Monstruoso y anormal sería creer que Boscán y Garcilaso de la Vega nunca charlaron. De la misma forma, existen relatos y poemas que inician con un “Fue así como…”, un “Pensándolo bien…” o un simple “Y…”, asegurándose con ello un diálogo, una conexión ineludible con materiales precedentes que se vuelve urgente identificar o por lo menos conjeturar.

Entonces Garcilaso de la Vega
movió la mano y en la página
apareció la Flor de Gnido.


Con estos versos comienza “El otro ejército”, poema de David Huerta incluido en la segunda sección (“Pavanas para sonámbulos”) de La música de lo que pasa, libro de 1997. Si aquí el sonámbulo es Garcilaso, el sueño del que despierta sin despertar es la escritura misma de la “Ode ad florem Gnidi” o “Canción V”, que da nombre y sirve de modelo a la lira castellana. La “flor de Gnido” es una escultura ―una Venus― de Praxiteles, o más exactamente una copia romana de dicha escultura, y es Violante Sanseverino, dama napolitana contemporánea de Garcilaso: a instancias del poeta, la mujer de carne y hueso dialoga con la pieza grecorromana y se refleja en ella.

El poeta caballero levantó luego la pluma,
entrecerró los ojos y pensó en un amigo
que le había rogado escribir
algunos versos amatorios. Reflexionó:

“Ella leerá. Ella, acaso, sentirá
el hondo fuego que late
en los versos, en las estrofas
que parecen dibujar un instrumento músico”.



Garcilaso, igualmente, dialoga consigo mismo. Para sí mismo dice las palabras entre comillas, como persuadiéndose del efecto que tendrá su poema. El poeta reflexiona tras pensar en un amigo que a su vez le ha rogado escribir ese poema, y es un hecho que reflexionar y pensar, lo mismo que rogar, son actos que no sólo presuponen un objeto, sino que implican a un interlocutor (a quien se le ruega) y dan por sentado que uno mismo ―el agente propiamente dicho del pensamiento y la reflexión― puede fungir a la vez como sujeto y complemento de tales operaciones.

Garcilaso volvió a la escritura,
al arroyo del canto. Puso las últimas
palabras del poema. Vio Nápoles,
vio caballos indómitos, vio
las aves de cetrería, vio el rostro
de una mujer distante. Vio
su propia muerte en el asalto y vio
el otro ejército, los poetas
que seguirán su huella, el brillo
de la prosodia castellana ―y se distrajo
con su propia sonrisa,
mientras la tarde mediterránea
se disolvía con ardiente dulzura.


Ya concluido, el poema ―el de Garcilaso― resulta ser una especie de Aleph, una prótesis óptica, un artefacto merced al cual su autor ve lo que antes no veía. La escritura es un “arroyo”, un fluir espacial y temporal: el mundo y la vida, en sus respectivas amplitudes y duraciones, tienen cabida en ella. En el ademán mismo de poner sobre la página ciertas palabras, Garcilaso, “poeta caballero”, tiene simultáneamente acceso a su muerte y a su posteridad en la visión de dos ejércitos: uno es el enemigo en el asalto militar que habrá de costarle la vida; otro, el ejército de los poetas que, a imagen suya, materializarán el futuro, que acaso durará lo que dura una tarde frente al Mediterráneo.

“Entonces”: la palabra con que da inicio el texto de Huerta significa poco antes de dar por terminado su poema y se refiere naturalmente a Garcilaso, el protagonista. En el ritmo, en las alternancias que van de sentarse a escribir a dejar de hacerlo por un momento y volver a la tarea en seguida, el poeta-escritor conversa o se confronta con el poeta-lector. Se diría que uno es el durante y otro el después de la escritura, pero en realidad los tiempos que conviven dentro del poema son distintos: el pasado irrepetible de una experiencia ya consumada y el porvenir incalculable de sus ramificaciones.

BORGES

En la compilación de 1953 de sus Poemas, Jorge Luis Borges incluyó algunos que no figuraban en libros anteriormente publicados. Es el caso de “Mateo, XXV, 30”, que desde una perspectiva no exenta de polémica es uno de tantos poemas de Borges que servirían para refutar en el acto a quienes afirman que no fue un buen poeta. Refiriéndose a “Mateo, XXV, 30”, que luego fue recogido en El otro, el mismo (1964), Rodríguez Monegal afirma que “Borges resume en este poema su vida entera y llega a la conclusión de que ha sido un fracaso: la vida de un servidor indigno, para glosar las palabras de Mateo aludidas en el título”.


El poema de Borges consiste, por así decirlo, en la irrupción o hallazgo involuntario de un Aleph auditivo, no visual. Asomado a las vías del tren desde un puente, considerando suicidarse acaso, el enunciador de la primera voz del poema (primera no tanto por su relevancia como por el momento en que aparece) refiere la manifestación de “una voz infinita” que pronuncia, más que palabras, “cosas”, y que le reprocha, en última instancia, no haber escrito aún “el poema”. Esa voz, la segunda, que no es otra que la voz de Dios ―la voz del amo atento a la fructificación de las monedas que dejó en custodia, si se vuelve a la parábola evangélica de los talentos, a la que remiten las indicaciones del título del poema―, procede a un tiempo de dos fuentes: “Desde el invisible horizonte / y desde el centro de mi ser, una voz infinita / dijo estas cosas…”

En su libro de 2008, Canciones de la vida común, David Huerta recrea el poema de Borges y, al hacerlo, interpreta el evangelio a través de un referente literario. Me refiero, en particular, al poema titulado “Una sombra”, diálogo él mismo en su composición interna y diálogo también, como ya se ha visto, en su vinculación con textos de Borges y de San Mateo. La sombra parlante del poema es a la vez la muchedumbre de los otros y el tejido íntimo de la experiencia personal:

Iba yo envuelto en el ardor de la calle,
asediado por el miasma, jadeante,
alejado y lento de mil turbulencias,
y una sombra me habló entre la multitud:
“Hemos estado juntos en hospitales
y en medio de la sombra acezante del alcohol,
exaltados, confusos, y locamente esperanzados,
no sabiendo cómo llegamos ahí, exhaustos
de tantos versos dichos y repetidos. ¿Y no puedes
comenzar el poema? Eres incapaz de atrapar
esas palabras que nos rodearon tantos días
como ahora te envuelve este calor deletéreo…”


Todavía en este punto, la forma del poema reproduce la forma de su modelo. Como en el poema de Borges, en éste la voz oída reprende y amonesta sin aguardar ninguna reacción. Pero es apenas el comienzo: a partir de la segunda estrofa, el poema se vuelve conversación, incluso confesión, y el interlocutor, sensible a la respuesta del yo que anima el poema, es auténticamente su sombra, proyectada en el suelo:

Bajé la mirada y le respondí a la sombra:
“No sé cómo he llegado hasta aquí. Estuve perdido
en los caminos más tortuosos, contigo. Tú
me sacaste de aquel pozo y me devolviste
al tráfago de los días: vivo. Ahora
no sé cómo puedo regresar
a donde siempre he estado
y comenzar el poema”.

“Recuerda ―dijo la sombra― el mediodía
en que te llevé por estas mismas calles
y hablamos de cierta serenidad,
de ciertas oscuridades. En esa certeza múltiple
debes encontrar el poema”.

Le dije entonces: “Hay una oscuridad que no puedo
entender. Es la confusión de las palabras, la imposibilidad
de que digan lo que quiero decir”.


Debe comprenderse, pues, que hay de oscuridades a oscuridades, y que sobre todo es una la que se resiste al entendimiento: la opacidad, impenetrabilidad o “confusión de las palabras”. La sombra es un guía, sin duda un Virgilio en el “ardor” estival de una calle inhóspita, y su rol es por lo tanto pedagógico (no punitivo, como en el poema de Borges). Otras oscuridades, como la de la propia sombra, son variantes de la “serenidad” que se ansía recobrar.

Y la sombra me dijo: “Busca en todos lados
de cada palabra y aun detrás de ellas. Obedécelas.
Corta cada experiencia con el filo de cada una
y desata, como si fuera niebla, con tu mano escribiente,
las voces ocultas, los misterios
del ritmo, de la conversación y de los libros”.

Luego la sombra se desvaneció y en el eco
de su murmullo al desaparecer
pude mirar con ojos frescos y sentir con otros sentidos
el ardor de la calle y cada una de sus palabras.


Es evidente que ambos poemas, tanto el de Borges como el de Huerta, son artes poéticas. Conviene observar cómo en el penúltimo verso de los arriba citados (“pude mirar con ojos frescos y sentir con otros sentidos”) resuena el “demorado, inmenso y razonado desarreglo de los sentidos” de Rimbaud. Sentidos que, tras el diálogo con la sombra, trastornados y dislocados, ya son “otros” en el poema de Huerta.

Basta con parafrasear algunos versos para destilar, más que una idea, una visión práctica de la poesía según David Huerta. Escribir es desatar, con la mano que blande la pluma, ciertas voces escondidas, “misterios / del ritmo, de la conversación y de los libros”. Más que tres fuentes, tres presencias incontrovertibles, acaso las mayores en la poesía del autor de Versión y Cuaderno de noviembre: la lectura, el diálogo amistoso y la exaltación del ritmo como tal, ajeno muchas veces al significado en su acepción más discursiva.

♦ ♦ ♦

Es realmente sencillo, para un lector de David Huerta, entresacar de sus libros determinados giros lingüísticos, nombres propios o imágenes que remitan al Renacimiento europeo, en particular al italiano, al francés y al ibérico. No son elementos decorativos: robustecen el flujo de los poemas en los que se leen y aparecen mezclados en ocasiones con figuras de órdenes diversos. He aquí una muestra rápida: en Lápices de antes (1993) consta la descripción de “una muchacha tan blanca que Florencia, allá abajo, / era una forma de la ceguera”; se habla “de Sanzio, de Simone Martini y de la Maestà de Duccio” en El azul en la flama (2002); cruzan La calle blanca (2006) menciones a Pisanello y a “cajas de Cornell y Tizianos”; y un poema en prosa de Hacia la superficie (2002) termina con este párrafo que yo no dudaría en calificar de poliédrico:

Ríos de lodo se fugan por un ángulo invisible de la pintura renacentista, mecates sombríos se anudan erráticamente sobre cerámicas, equivocaciones toman la forma de esta mano o daga y actos y actos que ocurren bajo techos anónimos, actos hay de diferente significado y diversa textura cuyo sentido se ha borrado en la ebriedad del tiempo.


Ahora bien, ¿de qué Renacimiento se trata, más allá de Florencia, Roma y la pintura del Trescientos, el Cuatrocientos y el Quinientos? Pues bien: se trata de un Renacimiento no desprovisto de resonancias poéticas y artísticas modernas, de un Renacimiento en que Cervantes procede de Borges y Shakespeare de Peter Greenaway, de un Renacimiento en el que Garcilaso compone sus odas al tiempo que se representa ―sonriendo― el porvenir de la prosodia castellana. Se trata, en fin, de un ideal de Renacimiento: no tanto de una edad como de una disposición del espíritu: ese Renacimiento claramente dialógico encarnado por Andrea Navagero, cronista y político, erudito y traductor, editor y viajero, naturalista y poeta.

Semejante “juntura de sintagma y sueño”, semejante híbrido de construcción verbal y trance inconsciente, vertebra muchos de los poemas de Huerta y los conduce hasta sus últimas consecuencias. La mezcla es de alta densidad y, de tan espesa, intimida. En su verdad ―que casi nunca es referencial, sino inmanente― casi siempre hay lugar para cierta proliferación, incluso para cierta palabrería: lugar para el “cachivache” y los “cacharros”, que protagonizan “el fecundo sonambulismo / de la realidad”.


(Este artículo acaba de aparecer en el número 135 de Crítica, revista que dedica un dossier a David Huerta. Mañana, sábado 28 de noviembre, a las 18:00 horas, tendré la fortuna de acompañar a David Huerta en el Salón de la Poesía de la FIL 2009.)

9 de noviembre de 2009

La corbata

En el zoológico hay siempre un chimpancé, una pantera, un par de cebras, incluso pingüinos y osos pandas, pero nunca una mísera corbata. La razón es evidente, aunque irracional a primera vista: corbatas van, corbatas vienen, lisas, rayadas o de fantasía, pero ninguna es verdaderamente inofensiva. Tener una en cautiverio es arriesgarse a condescender, a negociar con ella: en cuestión de semanas la corbata lograría que se le asignara una camisa, y luego un saco a juego, y en pocos meses ya contaría con una garganta y unos hombros a su entera disposición.

A todo el mundo le sorprende y simpatiza enterarse de que Nerval se paseaba con un crustáceo —si langosta o cangrejo, las versiones varían— atado al cabo de un listón, pero informa Benjamin que hacia 1840 la moda era dejarse ver por galerías y bulevares de París en compañía de una tortuga. Y es que no había entonces, como no hay ahora, mayor lujo que la lentitud. Nerval, dicho de otro modo, no estaba innovando gran cosa: la verdadera transgresión hubiera sido que la mascota lo siguiera trotando, con paso deportivo, atada no a un cordón, sino a cualquiera de las corbatas de su dueño.

Volvamos al zoológico. Es de notarse que nadie lo recorre de gala ni en andrajos. Importa que los visitantes, no demasiado “bien vestidos” ni francamente harapientos, profesen votos de no pactar con la corbata de antemano, pero también de no provocarla ni desafiarla, siempre con tal de no suscitar la reacción solidaria del resto de las fieras.



(En el contexto de los festejos por octogésimo cumpleaños del gran poeta Eduardo Lizalde, Tierra Adentro acaba de publicar, en su número 160, un dossier de textos en su honor, entre los cuales está éste.)

2 de noviembre de 2009

Guadalajara: tiempo muerto

SAN PEDRO TLAQUEPAQUE
Lunes

La culta modernidad
se apoderó del “pueblito”:
su cadáver exquisito
ya es la cruda realidad.
Con toda solemnidad
le aplicó la extremaunción
el cardenal; su pasión
y muerte los mariacheros
cantaron, prietos y güeros.
¡Qué perfecta ejecución!



PARQUE MORELOS
Martes

Costumbre añeja es temer
que se nos muera este parque,
que la Huesuda lo embarque
al compás de Adiós, mujer
¡Sorpresa! Lo que hay que ver:
sin aires de gran señor,
el parque hoy huele mejor
que los destrozos de junto.
Vive (y está, mal asunto,
muerto lo de alrededor).



PLAZA TAPATÍA
Miércoles

Ni metro ni macrobús:
la Muerte viaja en traxcavo.
Cobra por tanda un centavo,
no gasta diesel ni luz
y le sonsaca un “¡Jesús!”
al valiente que se ría.
Su clientela, noche y día,
es legión (sin ser misterio):
las almas del cementerio
de la Plaza Tapatía.



CABAÑAS GRILL
Jueves

Nauseabunda, la Catrina
sufre mareos y dolores:
andar con gobernadores
la tiene hasta la madrina.
Del fondo de la cocina
le llega un olor a entrañas:
comilonas del Cabañas
medio echadas a perder,
merienda que fue anteayer
de un gran Festival de Mañas.



CHAPULTEPEC Y LAS COLONIAS
Viernes

Campeones del estilacho
y adictos a la varilla
―de tal palo, tal polilla―
decidieron actuar gacho.
Disimulando el penacho,
aferrados al bistec
y al grito de “¡Amo Star Treck!”
al cielo abrieron las alas,
y a ritmo de pico y palas
molieron Chapultepec.



(Escribí estas décimas para Señales de Humo, el programa matutino de Radio Universidad de Guadalajara. Hoy fueron emitidas en grupo, y a partir de mañana lo serán de una en una. Prefiero ilustrarlas con calaveras de Posada y figuritas afines; poner fotos de Guadalajara en su estado actual me haría llorar como en el más deprimente de los velorios.)