15 de abril de 2012

La víspera

El vivero Rochford embarcó un cargamento de palmeras en el Titanic rumbo a los Estados Unidos. Las palmeras se hundieron con la nave en su viaje inaugural en abril de 1912.
GEORGE SEDDON, El libro guía de las plantas de interior


Mil novecientos doce: aquí
no pasa nada, y lo absoluto
gobierna los muelles con el demorado rencor
de un viejo navegante borracho.
El trasatlántico despierta en olor de santidad
y como un ángel obeso, ante la bruma,
se hace transparente.

No ha zarpado
y ya juguetea con el prestigio
de los buques fantasmas.

No se ha dejado envolver —diríamos—
por los angostos pasillos de lo abierto.

La primavera de Southampton
difícilmente abarca el júbilo del monstruo
que nace todavía. Toda la noche
pensó en aguas y en corales; todo el tiempo
sintió que delicadas vibraciones
recubrían su cubierta: el sueño
pasó de las aguas a los himnos
y en el coral burbujearon mieles consagradas.

Mientras, ahí abajo,
un pulcro ejército de peones
lo rellenó de aceites y de almohadas,
de pararrayos y palmeras
notoriamente insólitas. ¿Quién dijo
que al abordar la nave, al ocupar los camarotes
arranca el Día Verdadero?

Lo demás es historia, y la historia (se sabe)
no tiene poco de monótona: el iceberg,
los diarios, el olvido. Ante lo cierto
es mejor abstenerse: los pararrayos,
las almohadas, los aceites
flotaron
o calentaron la espera de los muertos
o dirigieron el brillo de la espuma,
y las palmeras
—desconocidas y flexibles, como un río—
iluminaron el óxido perpetuo de las algas.


(Se cumplen cien años del hundimiento del Titanic. Hace algún tiempo, tal vez en 1995, escribí este poema que luego recogí en La cercanía, libro publicado el año 2000.)