10 de agosto de 2005

Señas particulares

Entender la crítica literaria como un oficio contemporáneo implica ciertas dificultades. Imaginarse a un taxista con su taxi, a un peluquero con sus navajas y tijeras, a un doctor con su bata y su estetoscopio, a un pescador con su red, a un campesino con su tractor o a una primera dama con su traje de Chanel es relativamente sencillo: casi todo el mundo ha interiorizado los mismos estereotipos y responde con la misma seguridad cuando se le pide que identifique por su modus vivendi a un payaso, un enfermero y un futbolista retratados con sus correspondientes indumentarias laborales. Incluso menudean las bromas a este respecto, y es común oír que tal o cual profesor tiene pinta de agente de seguros, que la pintora Fulana es indistinguible del señor que le despacha los garrafones de agua o que a muchos presidentes municipales y diputados les agarró una maña de vestirse como jaraneros veracruzanos. Hasta los poetas y los narradores parecen comprarse donde mismo sus tristes playeritas, o afiliarse a lo sumo a uno de dos equipos: el de los chalecos y las boinas o el de las camisas de botadero. Cada oficio permite, por así decirlo, su propia sátira; y elaborar dicha sátira es posible nomás cuando ha llegado a entenderse —bien o mal, pero entenderse al fin— aquello de lo que se hace la burla.

Al crítico literario, en cambio, no se le suelen atribuir (ni, por lo tanto, asignar) señas distintivas de ninguna clase. Y no porque se le considere tan importante que nadie tenga la osadía de sintetizar los rasgos de su aspecto ni de caricaturizarlo, sino al contrario: el oficio del crítico literario es invisible, y el crítico mismo lo es en consecuencia, por su pobre o nula significación social. En vista de aquello a lo que hoy en día se da el nombre de crítica literaria, un crítico a lo más que puede aspirar es a parecer periodista y ser confundido con algún redactor o reportero de la prensa. Lo cual no es malo ni bueno, pero sí determinante llegada la hora de identificar o caricaturizar al crítico, que será metido en el cajón global de los cronistas y columnistas de los medios impresos. Cuando, por ejemplo, el crítico Javier Goñi (de Babelia) dice que Rubén Darío era guatemalteco, y que Guatemala es “tierra de poetas […] y de escritores”, la doble pifia que comete —ignorar que Darío era nicaragüense, o bien desconocer que Guatemala y Nicaragua son países distintos, por un lado, y separar sin más ni más a los poetas del conjunto de los escritores, por el otro— se puede agregar después de todo a la extensísima lista de los errores y apresuramientos del periodismo en general. Discutir con Goñi acerca de si en verdad algunas tierras lo son de poetas y escritores y otras no, por decir algo, acaba resultando (por la fuerza de las cosas) menos urgente que señalar sus distracciones más abultadas.

En mi opinión, si la crítica literaria no admite ser caracterizada ni entendida como tantos otros oficios, la razón está en que la crítica en sí misma es, menos que un oficio concreto, un talante, una perspectiva desde la cual muchos oficios pueden ser ejercidos. Contrariamente a lo que se piensa, escribir crítica literaria no significa escribir ninguna clase de texto en particular. Escribir poesía implica escribir poemas; en cambio, escribir crítica no implica escribir ensayos ni reseñas bibliográficas. La crítica no es un género literario. La crítica es energía, no materia. Fuerza de influencia y límites imprecisos, que puede ser encauzada lo mismo en las formas del artículo y el ensayo que, como en el Quijote o en ciertas páginas de Borges, en las de la prosa narrativa o de la poesía, la crítica es, más que un modus vivendi, un verdadero estilo de vida.



("Señas particulares" apareció en Mural el domingo 7 de agosto de 2005.)