27 de febrero de 2007

Cuatro maneras de comenzar el año








I

Siempre que pienso en la poesía de Jenaro Talens, cuando por algún motivo intento comprenderla o repasarla mentalmente, invariablemente recuerdo un poema de La mirada extranjera, libro de 1986, titulado “Solo”:



Si existe un cielo, llevará tu nombre,
vendrá despacio cada noche,
se sentará a mi lado, y con el resto
de lo que fue solícita ternura
quizá me ofrezca compañía.
Cómo negarme a su calor, si es todo cuanto queda.
Tendrá tus mismos ojos,
su claridad sin límites,
y el verde aroma que tu cuerpo exhala
como quien abre puertas en la oscuridad.
Si existe un cielo, el cielo serás tú,
tú, territorio cuya piel transito
mientras la muerte gira alrededor.



Se trata, para mí, de trece versos noblemente afectivos, emocionados. No ha de faltar quien los califique más bien de irracionales. Que un cielo venga por la noche a sentarse, como si se tratara de una persona, junto al que invoque su presencia, resulta efectivamente difícil de concebir. Sin embargo, en esa dificultad posible no cabría sustentar una supuesta dificultad general del poema (que, por el contrario, me parece intenso y transparente). Dos veces consecutivas en el poema se dice ; el insistente “nombre” de quien otorgará identidad al “cielo” es apenas ese pronombre, cuya realidad es algo más que gramática. Se diría entonces que, donde hubo cuerpo, donde hubo “solícita ternura”, donde hubo nombre, la frágil vibración y el amenazado calor de una sílaba, , “es todo cuanto queda”. No está de más advertir que todas las palabras de un título de Pavese, Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, aparecen, reorganizadas, en la extensión del poema.

Es así como suelo acercarme a los ya por fortuna numerosos libros de poemas de Talens: poniéndome a la escucha de una emoción que asienta en la sombra sus puntos de partida (“como quien abre puertas en la oscuridad”) y va encontrando en el otro, en las constelaciones de la inagotable alteridad, el camino de su propia luz, quizá precaria, tanto más valiosa cuanto más arduo sea reflejarla o emitirla.

II

En el prólogo a Cenizas de sentido (poesía, 1962-1975), Jenaro Talens formuló, entre otras importantes afirmaciones, la siguiente: “Aunque nada de lo que he escrito puede desvincularse de una vivencia concreta, nunca he hablado de mí, pero siempre lo hice desde el único lugar del que me es imposible sustraerme, esto es, desde mí”. Zanjó con ello la enojosa reiteración de tópicos y lugares comunes por obra de la cual, en el ámbito de la poesía española contemporánea, se divide a los autores entre poetas “abstractos” o “experimentales” y poetas “de la experiencia”. Ridícula separación, especialmente cuando se comprende que, lejos de operar en términos descriptivos, en realidad es la base de un precepto y, peor aún, de una prescripción favorable al segundo grupo, el realista o de la “experiencia”, que así busca ratificar —valiéndose de una flagrante petición de principio— su dudosa existencia.

Lo cierto es que ningún poeta de valía puede aspirar a contar su vida, ni a contar a secas nada, si antes no ha percibido que la materia de su trabajo es, menos que sus anécdotas, el punto de vista desde donde podrá configurarse como sujeto. Quien así lo explica es el propio Talens al referirse a sus poemas: “Quiero decir que lo mío, si así hay que llamarlo, sería el punto de vista, nunca la anécdota argumental; el tono, no la melodía”. Cuestión de tono y de tonalidad emocional es, en efecto, la subjetividad poética, que al invocar para sí misma el apoyo de una perspectiva se sustrae del paisaje contemplado y se repliega en el espacio de la contemplación. En todo poema “se ven” cosas, pero en el punto desde donde pueden verse tales cosas no hay nada: está, solo, el acto de oír o de mirar. Acto, acción pura, el estricto decirse del poema es ajeno a la pasividad y al afán de conquista, simultáneamente: ni puede abjurar de su dinamismo contemplativo ni es capaz de absorber todas las palabras ni todos los cuerpos del universo. De ahí el título de un consistente y esclarecedor libro crítico de Talens: El sujeto vacío (2000).

En relaciones de igualdad e interacción, experimento y experiencia conviven en la poesía de Talens al grado que no es posible deslindarlos uno del otro pensando en sus “funciones”. En su caso, tanto la experiencia como el experimento corroboran que, pese a llamarse ineludiblemente yo, el poeta sólo puede trascender la primordial perplejidad humana dirigiéndose a ti. “Un poema nunca derribará un muro, pero sí puede hacer que alguien asuma como necesaria la tarea de intentarlo con sus propias manos”: en su ambigüedad, esta oración que yo entresaco de “Algo que no es una poética”, texto publicado por Talens en 1999, vale como si fuera una sentencia y como todo lo contrario de una sentencia, ya que su energía es la energía de la incertidumbre y el desconcierto. ¿Qué deberán intentar los lectores de Talens: escribir otra vez el poema o derribar el muro?

III

Por su edad, Jenaro Talens puede ser leído en paralelo con los llamados Novísimos de la poesía española, esto es: con el grupo de nueve poetas que José María Castellet reunió en su antología de 1970. Aquel volumen de los Nueve novísimos poetas españoles tuvo en efecto una repercusión tal que bajo su influencia todavía se pondera el peso de la promoción o generación de poetas que publicaron sus primeros libros en los últimos años de la dictadura franquista.

Sin embargo, es un hecho que, de los nueve Novísimos, al menos cuatro fueron cobrando notoriedad a medida que se apartaban de la poesía lírica (Manuel Vázquez Montalbán, Félix de Azúa, Vicente Molina Foix y Ana María Moix) y que uno más, Pere Gimferrer, en el mismo año de 1970 ya no escribía sus poemas en castellano, sino en catalán. Desde luego, la “deserción” de Gimferrer no tuvo nunca el mismo signo que la de sus compañeros que se decantaron por el ensayo y la novela: Gimferrer, al cambiar de lengua, se ajustó a un deber de congruencia estética que no hizo sino favorecer su desarrollo como poeta en lo sucesivo. Pero es verdad, en cambio, que los cuatro Novísimos que se mantuvieron en las nóminas de la poesía escrita en castellano (Antonio Martínez Sarrión, José María Álvarez, Guillermo Carnero y Leopoldo María Panero) lo hicieron cultivando líneas de trabajo tan personales, distintas e intransferibles que, lejos de acentuar una indeseable cohesión de grupo, tendieron más bien puentes en dirección de otras poéticas que les eran contemporáneas. Pienso en las obras de Juan Luis Panero, Eugenio Padorno, Antonio Carvajal, José-Miguel Ullán, Aníbal Núñez, Antonio Colinas, Olvido García Valdés, Jaime Siles y el propio Talens, con quienes podría formarse otra serie —tal vez de mayor envergadura que la primera, incluso— de nueve poetas que ya eran jóvenes entre 1968 y 1975, años decisivos cuando se trata de lo que aquí se trata.

La diversidad, en síntesis, terminó siendo el verdadero patrimonio estético de aquellos poetas que iniciaron sus respectivas andaduras en las postrimerías del franquismo, y no el culturalismo ni el intimismo ni el coloquialismo. Culturalistas, intimistas y coloquialistas, todo esto lo han sido acaso al mismo tiempo los mejores poetas de cuantos aquí se han mencionado. Y es que, si en algo se asemejaran, justamente sería en la construcción de una nueva subjetividad, sin duda contradictoria en ocasiones, poliédrica y conflictiva, desde la cual fue vivida por primera vez una realidad ciudadana y sentimental entonces emergente. En lo social, dicha realidad se caracterizaría por el boom de las universidades como focos de acción intelectual, pero también de adoctrinamiento para el nuevo consumismo, por la conquista de nuevas posibilidades eróticas y por el inevitable retroceso, en el imaginario español, del protagonismo de Francisco Franco, lo mismo como figura de culto que como demonio aborrecido.

IV

Poeta, ensayista, profesor y traductor español, Jenaro Talens nació en Tarifa, en el extremo sur de la península ibérica (y de toda Europa), en 1946. Él mismo, en El sueño del origen y la muerte (1988), dedica un par de páginas a su ciudad natal, llamada Julia Traducta por los romanos, transpuesta la cual “Se abre como una noche un abismo sin límites / Un mar hecho de luz inabarcable”:



Supongamos
Esta ciudad pequeña al borde del océano
Y alguien que corretea por sus calles
Qué importa cuanto hiciese
Por no existir en los derrumbaderos
De un espacio indeciso
Cuya memoria no me pertenece
Aquí sólo se invoca por asociaciones
Mientras los lagos pierden su color
Y tú bajo los mármoles
Inventas otro nombre para la locura.



Casi al comenzar uno de sus primeros libros, Víspera de la destrucción (1968), Talens decidió colocar un poema, “Desde la ventana”, en el que un grupo de niños juega y, al jugar, es observado, por así decirlo, por el sujeto que pronuncia el texto. Entre los niños hay uno, “el más alto, y el más / inocente también”, que acaso es la misma persona que quien lo ve jugar: “Tiene mis mismos ojos y mi misma / boca y el mismo rostro / —borrosamente lo distingo— / y esa misma manera de actuar / de quien se sueña fuerte, / dueño de su destino”. Sobra decir que la sonoridad persistente de los versos refrenda la probable repetición o difracción del individuo que tiene la voz: “mis mismos ojos y mi misma / boca…” En todo caso, bien podría tratarse del mismo personaje que antes, en el poema sobre Tarifa o Julia Traducta, “corretea por sus calles”. Talens habrá dicho: “Siempre puse en mis escritos toda mi vida y toda mi persona”. Toda mi persona: todo mi personaje.

El primer libro de Jenaro Talens que se publica en México es Luz de intemperie. Y está bien que así sea, porque se trata de una muestra verdaderamente sustanciosa de los más de cuarenta y cinco años en que ha escrito poesía. Importa recordar que ha sido el propio Talens quien emprendió la selección y el acomodo de los textos: de admitirse que se trata de un poeta comprometido con una profunda reflexión acerca del yo, de la subjetividad artística y de la identidad poética entendida como espacio vacío y como zona de confluencias —idiomáticas, geográficas, disciplinarias—, debe aceptarse también que lo mejor ha sido invitarlo, con este libro, a que configure por su cuenta una imagen de su obra y, a la larga, de sí mismo.

Jenaro, el nombre de pila de Talens, quiere decir enero. Enero es el comienzo. Acercarse a la poesía de Talens en verdad es aventurarse a comenzar una y otra vez: comenzar a entenderlo todo (la identidad) preguntándose por casi todo (el mundo).



("Cuatro maneras de comenzar el año" es mi prólogo a Luz de intemperie. Antología personal de Jenaro Talens, libro recientemente publicado por la UNAM en su colección de Textos de Difusión Cultural.)

21 de febrero de 2007

El huerto y la digresión

Eduardo Lizalde, Algaida, México: Aldus, 2004, 53 pp.

Eduardo Lizalde, como todo buen poeta que haya escrito y publicado libros con alguna frecuencia durante medio siglo, es autor de una obra compleja y variada. La razón de tal complejidad es, por lo tanto, prácticamente fisiológica —es una explicación biográfica, no estética— y me parece inútil razonarla. Quien haya leído a Lizalde (1929) sabe, por lo demás, que no es difícil entretenerse con subconjuntos o pequeños grupos de libros que hagan la obra total más comprensible, al menos a vuelo de pájaro: Cada cosa es Babel (1966), primer libro importante de Lizalde, hace pareja de algún modo con Al margen de un tratado (1983); El tigre en la casa (1970) combina bastante bien con Caza mayor (1979) y con Otros tigres (1995); La zorra enferma (1974) es un poco el modelo, por su carácter misceláneo, de Tabernarios y eróticos (1989) y de Bitácora del sedentario (1993); Rosas (1994) y Manual de flora fantástica (1997), así sea nomás por las afinidades vegetales, forman otro apartado; y la reciente Algaida (2004) tiene mucho en común con Tercera Tenochtitlan (1983 y 1999). Ramilletes, más que de libros, de títulos de libros; manojos nominales que apenas dan cuenta del universo que los trasuda o expele; proyecciones de un afán clasificatorio con alto riesgo de ociosidad, aunque no intrascendentes por fuerza. En todo caso, mejor es advertir de inicio que la complejidad interior de una obra como la de Lizalde importa más que su variedad o multiplicidad superficial.

Determinar cuándo un poema se debe considerar extenso resulta matemáticamente imposible. Acaso valga más la pena regresar a la vieja distinción entre poesías y poemas, por mucho que hablar hoy de las “poesías” de tal o cual autor deje un saborcillo de ñoñería o ridiculez decimonónica. Recordar que se daba el nombre de poesías a las piezas líricas aisladas (o, por mejor decir, sueltas) y el de poemas a las composiciones mayores, de voces o registros abundantes, hechas algunas veces de poesías en serie, temáticamente análogas y complementarias, y otras de una sola tirada o emisión discursiva de largo aliento, ayudaría tal vez a llenar un vacío nocional propio de nuestra época. Definir en qué momento una composición se hace “mayor” o “largo” su aliento, sin embargo, es tanto como volver al conflicto anterior y no haber deshecho ninguna duda. Baste con decir, por ahora, que son poemas —en la tradición mexicana— el Primero sueño de Sor Juana, el “Idilio salvaje” de Othón, Muerte sin fin de Gorostiza, La suave Patria de López Velarde, “Amor y Oxidente” de Gerardo Deniz e Incurable de David Huerta, sin importar que vayan de los noventa y tantos versos en el caso de Othón a las proliferantes cuatrocientas páginas en el de Huerta. Y son poesías “Non omnis moriar” de Gutiérrez Nájera, “En paz” de Nervo, “Cementerio en la nieve” de Villaurrutia y, de Octavio Paz, “Hermandad”. Algaida, el nuevo libro de Lizalde, se debe clasificar sin titubeos entre los poemas.

Lo dicho en el párrafo que precede justificaría otra clasificación de los títulos que forman la bibliografía de Lizalde. Según este nuevo criterio, Algaida se juntaría con Cada cosa es Babel y Tercera Tenochtitlan en el subconjunto de los poemas extensos o, por lo que ya se ha visto, de los poemas a secas. Y es verdad que los tres comparten, ya que no un tema o preocupación determinante, sí una manera de proceder, algo así como un método. Me refiero a la digresión como recurso principal o esquema de base para el crecimiento arborescente del texto. El título del volumen, por la rareza y polisemia del vocablo que lo compone, anuncia ya la propensión del poema en sí mismo a explorar vericuetos de la memoria, elaborar asociaciones más o menos libres en el plano de la sensación y llegar a conclusiones provisionales o definitivas que, si bien aparentan ser discursivamente lógicas, en realidad huyen de toda generalidad y aspiran a dejar constancia menos del poeta como sujeto que de la subjetividad inherente al poema como entidad autónoma. Y es que, al hablar de poesía, no es tanto el poeta como individuo quien deja su huella sobre la hoja sino el poema como realidad estética el que, al ser expresión, es también impresión de su propio carácter, de su propia constitución.

Según el diccionario de la Real Academia Española, el sustantivo algaida (propio del español de Andalucía) da nombre a un “terreno arenoso a la orilla del mar”, es decir —como explica María Moliner— a un médano, a una duna o bajo de arena. Moliner añade que algaida es igualmente un “bosque o sitio cubierto de matorrales espesos”. Del bosque a la playa, en suma, el título escogido por Lizalde implica en la práctica una oscilación y, por qué no decirlo, cierta indefinición o ambivalencia semántica que se aprovecha en el texto desde la conclusión de la primera estrofa y el arranque de la segunda, justo en el punto donde se narra o verifica una suerte de teletransportación y donde ya el estilo del poeta se afianza con sonoros y copiosos adjetivos y con elocuentes reiteraciones:
Tren silencioso de arena sin férreos andadores,
sin convoy, sin materia.
Me arrastra, algaida, fijo hacia el poniente,
grano a grano, corpúsculo a corpúsculo
—polvo en pie delgadísimo que somos—
para reconstituirme en otro punto, edad y hora
y en un orden sólo en apariencia idéntico.

A nuestra espalda el rastro, la enana cordillera
de los borrosos médanos que fuimos,
amarillosos y petrificados, dunas muertas
del brumoso, del remoto o del reciente existir.

Al comienzo del poema, entonces, algaida significa por lo visto lo que apunta la Real Academia: “terreno arenoso a la orilla del mar”. Pero el yo que toma la palabra en el texto, persona que remite a la del propio Lizalde, se deja llevar a través de aquel médano —la duna o médano de sí mismo— hasta un jardín de resonancias autobiográficas, un locus amœnus que ratifica la segunda significación del título del poema: “bosque o sitio cubierto de matorrales espesos”. De acepción en acepción, los versos conducen a un huerto, bosque o jardín que, a la vez que un huerto verdadero, con sus limoneros y membrillos, con sus perones y bambúes, resulta ser también un huerto de referencias culturales, literarias y, ante todo, poéticas. No sólo hay en él manzanas; hay “bíblicas manzanas gongorinas”. La simple higuera no es en dicho jardín eso, una simple higuera: es “la prestigiosa higuera legendaria / de Rómulo el divino primer rey, / de blanca sangre y gran follaje mendicante”. Y un árbol anónimo, lejos de no significar nada, remite de golpe a otro árbol que hay en Muerte sin fin y que, dado el vocativo, aparece con dedicatoria especial para el propio José Gorostiza: “Y aquel árbol antiguo, que sufría como un perro, / Don José, / clavando en el infierno sus garras ateridas, / como su ceiba con angustia espantosa / de tabasqueña escultura”. (Gorostiza: “y la angustia espantosa de la ceiba / y todo cuanto nace de raíces”.)

Sin abandonar este registro, además de las referencias que, ya desde los epígrafes, quedan puestas de manifiesto —referencias a Ovidio, a Dante y a Rimbaud que luego, en diferentes puntos del poema, son traducidas y, con ello, parodiadas e incorporadas—, con atención pueden reconocerse otras a Ortega y Gasset, a Giuseppe Ungaretti, a Francisco Luis Bernárdez, a Julio Herrera y Reissig, al Poema de Gilgamesh, a Juan Ramón Jiménez, a Leopoldo Lugones, a Pedro Salinas, a Quevedo y de nuevo a Góngora. Ello es digno de resaltarse por dos razones: en primer lugar, porque la intersección de un habla y de una memoria más o menos pedestres con el idiolecto literario es aquello que, como suele ocurrir en las demás obras de Lizalde, confiere aquí dignidad a la expresión lírica, pero también modulaciones de grandilocuencia irónica (por ejemplo, en el pasaje donde se afirma que los “pobres ajolotes” de un charco habrían de convertirse “muy pronto [en] ranas / saltarinas de un haikai”, y se adivina que dicho poemita japonés bien podría ser uno muy célebre de Tablada); y, en segundo lugar, porque a veces la referencia es imprecisa u oscura, lo cual refuerza —paradójicamente, ya que se trata de citas literarias, apuntes librescos y eruditos por excelencia— la condición oral y espontánea del poema. Se alude a Eliot, sin ir más lejos, en la página 16; pero no al de la Tierra baldía o Tierra yerma, como ahí se dice, sino al de los Cuatro cuartetos. Ello implica el manejo de la referencia pero también —y sobre todo— su alteración u ocultamiento. Y la cita o alusión, en consecuencia, no se presenta con finalidad aclaratoria ni expositiva, sino desafiante y encubridora.

Las partes de Algaida —nueve, sin duda por escrúpulos dantescos y pitagóricos, también socarrones a final de cuentas— corresponden, como las moradas en el castillo mental de Santa Teresa o los jardines en la obra de Marino, a facultades o sectores del espíritu (la memoria, la percepción, la emoción, etcétera) y, por encima de cualesquier fronteras, a la confluencia de la emoción, la percepción y la memoria gracias al ya mencionado recurso de la digresión. Así, el poema deja paralelamente la impresión de ser una buena pieza retórica —una especie de alocución que mucho debe a ciertos grandes poemas románticos, mezcla de paisajismo y de indagación autobiográfica, en la línea de Wordsworth— y la de ser justo lo contrario de toda retórica, en la medida que desactiva y desarma los fundamentos del orden discursivo. Lo que sucede con expresiones populares como la de asustar o espantar a la gente “con el petate del muerto”, expresiones que luego, en Algaida, son objeto de un énfasis que las termina desmontando, como en estos versos:
vientos del tramonto que nos horrorizan
con el admonitorio y mítico petate
del muerto universal,

es lo que sucede con el poema en su conjunto, que manipula y enfatiza dos clases diversas de materiales —la culta y la popular, la presuntamente refinada y la supuestamente ruda— para obtener al cabo un producto que, sin adaptarse a un tipo de materia ni al otro, alude a los dos conservando para sí un espacio de libertad y apertura que garantiza la extensión de sus perspectivas y horizontes. Tal es la clave intrínseca del poema extenso, no su masa verbal cuantificable, y tal es después de todo la enseñanza fundamental de un poeta como Eduardo Lizalde.



("El huerto y la digresión" apareció en el número 38 de la revista Luvina, correspondiente al mes de marzo de 2005.)

8 de febrero de 2007

Guérin, el desposeído

Maurice de Guérin, El cuaderno verde seguido de Meditación en la muerte de María y Dos poemas, versión de Jorge Esquinca, México: Ediciones Sin Nombre / Universidad Veracruzana, col. Los Libros de la Oruga, 2006, 150 pp.

En su ensayo sobre Gérard de Nerval, escrito en 1962 e incorporado a la segunda serie de Poesía y literatura, Luis Cernuda reconocía en el autor de Aurelia y Las quimeras una combinación de “cualidades y virtudes muy francesas” con otras “acaso de raíz germánica”, y en dicho mestizaje hallaba una razón para sostener que Nerval formaba con Aloysius Bertrand y Maurice de Guérin la terna capital del romanticismo francés. No es poca la redundancia que hay en señalar los atributos franceses de un autor francés; en cambio, sigue siendo importante subrayar —como lo hizo Cernuda— hasta qué punto es el carácter híbrido y abierto de una obra lo que ha de conferirle validez e intensidad más allá de las tradiciones y las épocas. De regreso entre los románticos franceses, convendrá siempre recordar que un lector tan exigente y libre como Cernuda prefirió a un “prosador” que abandonó poco a poco el verso, pero no la experiencia poética (Nerval), al mayor ancestro de Baudelaire en la práctica del poema en prosa (Bertrand) y a un joven lleno de dudas, frágil y temeroso, autor a pesar suyo de un atractivo diario íntimo y de apenas un puñado de monólogos líricos y cartas en la frontera del hallazgo involuntario y el poème trouvé (Guérin).

Para comprender la terna propuesta por Cernuda es indispensable repasar el canon oficial, por así decirlo, del romanticismo francés, o sea la nómina compuesta por Lamartine, Vigny, Hugo, Musset, Gautier y el propio Nerval. En otra ocasión he dicho en broma que se trata de un dream team que las antologías y los manuales de historia de la literatura no se atreven a poner en duda, de la misma forma que los comentaristas deportivos y algunos entrenadores no quieren a veces admitir la decadencia de ciertas estrellas de las canchas. Desde luego, Nerval es (junto con Hugo, pero no tanto el Hugo poeta como el novelista) el verdadero sobreviviente de aquel canon. En este sentido, ver hoy que se publican, en español y en México, El cuaderno verde, la Meditación en la muerte de María, El centauro y La bacante de Maurice de Guérin equivale a constatar que la historia de la literatura puede servir para muchas cosas, pero no para entender la literatura. Guérin, a diferencia de sus presuntos hermanos mayores, es un poeta de indudable modernidad. Mejor y más escuetamente aún: Guérin —su ineludible sentimiento de precariedad, su devoción por el paisaje, su auténtica desnudez humana— hoy es legible.

El volumen al que me refiero se compone principalmente del Cuaderno verde, como ya he dicho, al que redondean los complementos de la Meditación, El centauro y La bacante, que de ninguna manera deben considerarse marginales. La selección de Jorge Esquinca y su muy admirable traducción hallaron punto de partida en la edición francesa de la Poésie de Guérin, según la editó Marc Fumaroli para Gallimard en 1984 con espléndida solvencia. Con respecto al volumen francés, Esquinca omite las cartas finales a Barbey d’Aurevilly y el fragmentario Glaucus. Si se toma en cuenta que Glaucus debió ser un poema en verso y que las cartas (por grande que sea su valor documental) no alcanzan la profundidad ni el vigor de la Meditación en la muerte de María, también de género epistolar, la decisión de no traducirlos resulta inobjetable. Lo que se obtiene con esta edición en castellano, por supuesto, no es una lectura de interés filológico ni unas obras completas: es la inmejorable presentación de un prosista ferviente, de inusual amplitud moral, sereno y desgarrado al mismo tiempo, a cargo de un traductor y poeta de creciente valía.

El cuaderno verde cubre, a lo largo de cien páginas, las fechas del 10 de julio de 1832 al 13 de octubre de 1835. Se trata de un diario de lecturas, viajes e indagaciones continuas de un yo que se vuelve sobre sí mismo “de golpe” y “a mitad de la frase”, como si alguien lo hubiera desposeído, ya que no de toda creencia, sí de toda certeza. Podría decirse que los protagonistas del Cuaderno verde son la identidad misma de Guérin, su principal valedor (el paisaje natural) y su principal adversario (el mundo humano). “Mi alma”, dirá el autor, “se complace mejor en la serenidad que en la tormenta”; pero tendrá que ser en la tormenta donde se midan sus alcances. El 8 de diciembre de 1833, frente al mar de Bretaña, contemplará “una inmensa batalla en las llanuras húmedas”, esto es: una sucesión particularmente dramática de ventarrones y de olas, y hará una decisiva consideración de orden estético:
Arrojen un navío a la deriva en esta escena de mar, y todo cambia: uno ya no ve más que el barco. ¡Dichoso aquel que puede contemplar la naturaleza desierta y solitaria! ¡Dichoso aquel que pueda verla entregarse a sus juegos terribles sin peligro para ningún ser viviente! ¡Dichoso aquel que desde lo alto de la montaña mira saltar y rugir al león en la llanura sin que pase un viajero o una gacela!

Semejante aproximación a la naturaleza en estado puro, al mar sin barco alguno, es un ideal en sentido estricto: Guérin, si bien es candoroso, nunca es ingenuo, y entiende siempre que no hay paisaje sin contemplación y que la contemplación es irrealizable sin el contemplador. A lo que aspira el poeta es a imaginar ciertas formas de soledad y olvido; a luchar pacíficamente, al margen de la vanidad, contra ese “gran destructor de toda alegría interior, de toda noble energía, de toda ingenua esperanza: el mundo”. Sobra decir que apenas alberga motivos de optimismo; por el contrario, lejos de diluirse, su identidad se multiplicará en el dolor, y con dicha multiplicación se multiplicará el mundo, su enemigo: “Un átomo se dilató sobre el universo entero. Yo sólo sufría en mí. Ahora sufro en todas las cosas”.

De los tres poemas que acompañan en esta edición al Cuaderno verde, sin duda la Meditación en la muerte de María (es una carta, pero ya no parece posible leerla más que como si se tratara de un poema en prosa) encarna la inspiración trágica de Guérin mejor que La bacante y El centauro, aunque los tres compitan en belleza. Con rara profundidad, en la Meditación queda expresada “la triste simpatía de lo finito por lo finito”, es decir: la solidaria mirada de un mortal sobre los restos de un ser próximo, en este caso los de una joven amiga. El ritmo sosegado y austero de las diez o doce páginas que forman la Meditación va conduciendo a Guérin a una insalvable disyuntiva, mezcla de poética y de “política del espíritu” (para decirlo con Valéry). La brevísima vida de Guérin, muerto a los veintiocho años, en sí misma es un indicio del camino que prefirió seguir el poeta:
Como la nieve que permanece entera y compacta bajo la custodia del frío en las altas regiones montañosas, o que desaparece con el mínimo soplo de calor y vuelve al vasto seno de las aguas, tal vez no tenga yo más que estas dos posibilidades de existencia: vivir aletargado en la estrechez de una vida o disolverme en el universo con una confianza sin límites.

“¿Qué puede decirle Maurice de Guérin al lector de nuestro siglo, sujeto a una velocidad que parece conducir cada instante hacia la nada, tan ajeno a las categorías espirituales y a los modelos de la Grecia clásica que a él lo desvelaban?”, se pregunta el traductor en su nota introductoria. Él mismo propone una respuesta, desoladora y honesta: “No lo sé. Pero estoy seguro que algo, en él, se agita, nos conmueve, nos invita a ejercer la voluntad de pensar, nuevamente, el mundo”. Desde mi perspectiva, en ese no saber y al mismo tiempo estar seguro es donde va gestándose la “confianza sin límites” que hace falta para entender a Maurice de Guérin, entendimiento que ahora juzgo indispensable.



("Guérin, el desposeído" se puede leer en el número 45 de la revista Luvina, en circulación actualmente.)