17 de julio de 2010

De rostros, olores y humores

Enrique G. Gallegos, Poesía mayor en Guadalajara. Anotaciones poéticas y críticas, Guadalajara: Secretaría de Cultura de Jalisco, col. Páginas de Poesía, 2007, 45 pp.


Si no difícil, es cuando menos laborioso acumular una verdadera bibliografía crítica sobre la poesía de Jalisco. Las antologías abundan, cómo no, pero sus prólogos y anexos apenas logran interesar a quienes buscan algo más que vagas justificaciones e insípidos motivos geográfico-cronológicos. Por un presumible afán compensatorio, los autores de antologías tienden a presentar alegatos a favor del texto por el texto mismo y otros refranes que no logran distraer a sus lectores de la pregunta más elemental: ¿por qué limitarse a representar la poesía de Jalisco si Jalisco, al igual que las demás entidades de la república, ni siquiera en lo político es verdaderamente autónomo, ya no se diga en lo literario y lo lingüístico, además de que rara vez las obras poéticas llegan a relacionarse a fondo con la realidad administrativa del espacio en que fueron escritas? Nada es más fácil que reducir al absurdo la noción de “poesía de Jalisco”: ¿es jalisciense un poema escrito en la colindancia de Zapotitlán de Vadillo, Jalisco, y Comala, Colima, pero todavía “en la parte de acá”? Y, en caso de serlo, ¿qué se gana con dejarlo asentado?

Enrique G. Gallegos, en su Poesía mayor en Guadalajara, elude para empezar la cuestión jalisciense, por así decirlo, y decide centrarse con toda cordura en la ciudad que se menciona en el título. Como toda ciudad, Guadalajara es un organismo concreto, no un plano expuesto en las oficinas del Gobierno estatal, como sí lo es Jalisco. La cohesión propia de una ciudad, tanto en lo social como en lo urbanístico, se da por descontada con la existencia misma del asentamiento, y es posible llegar a pie desde San Juan de Ocotán hasta Tonalá (o, si se prefiere, de Puerta de Hierro a la colonia Jalisco: de poniente a oriente, del “coto” millonario al “fraccionamiento” paupérrimo) sin abandonar las calles en favor de otras vías de acceso. Ésa es la cohesión que, a primera vista, Gallegos ha querido explotar: la que permite ir de Ricardo Castillo a Raúl Aceves, de Ricardo Yáñez a Patricia Medina y de Raúl Bañuelos a Jorge Esquinca —y éste, que conste, no es el orden en que irán citándose y escalonándose tales nombres en Poesía mayor en Guadalajara, sino el orden aleatorio en que yo he redactado esta frase— sin apartarse de la ciudad en que dichos poetas han coincidido en los últimos años.

Al comenzar decía que no es cómodo elaborar una verdadera bibliografía crítica sobre la poesía más o menos reciente de autores avecindados en Guadalajara o, en general, en todo Jalisco. No lo es porque no existen, fuera de las antologías, ni panoramas ni libros de texto, ni monografías ni estudios pormenorizados que al mismo tiempo sean accesibles, razonablemente fáciles de consultar y cotejar, y estén bien escritos (o por lo menos libres de improvisaciones parlanchinas, juicios temerarios y “opiniones” rebeldes a la sintaxis y a un mínimo sentido de la información). Sólo queda resignarse a merodear en alteros de tesis casi siempre decepcionantes, revisteros cada vez menos alentadores y hemerotecas en las que la reseña de poesía fue convirtiéndose poco a poco, desde mediados de los años 90 del siglo pasado, de género escaso en material raro y de material raro en ausencia perfecta. Lo que sí ha conocido un auge muy revelador en blogs, correos electrónicos en cadena y presuntos “grupos de discusión” en internet ha sido la difamación, ora injuriosa, ora calumniosa, tan profunda y edificante como siempre.

Ante semejante pobreza, saludar la publicación de Poesía mayor en Guadalajara es lo primero que debe hacerse, ya que se trata de un libro manejable y ordenado que, a pesar de los defectos que sin duda lo vuelven cuestionable, no tiende al insulto ni al disparate. Lo componen, en apariencia, seis textos, pero en realidad es oportuno contar nueve: seis ensayos en torno a la poesía de Patricia Medina, Ricardo Yáñez, Raúl Aceves, Ricardo Castillo, Raúl Bañuelos y Jorge Esquinca, respectivamente, más una nota inicial o “Advertencia”, una “Presentación” y un epílogo titulado “Convergencias, divergencias” (y no, al revés, “Divergencias, convergencias”, como asegura el índice). A la “Presentación” del volumen le corresponde acotar el objeto, a saber: la obra de los poetas referidos, en consideración de la “trayectoria que avala su importancia”, del hecho de presidir “grupos que privilegian, fomentan y comparten ciertas formas de concebir y hacer poesía” (fenómeno constatable hoy por hoy, desde mi perspectiva, en el caso de Medina; ya superado en los de Yáñez, Bañuelos y Esquinca; y harto improbable tratándose de Aceves y Castillo) y porque “también se han constituido en centros de poder e influencia gubernamental, mediática y social” (afirmación, esta última, que no sé si me irrita o me divierte, por descabellada). En cambio, al epílogo le toca desmentir algunos de los presupuestos de la introducción, entre otras cosas porque Gallegos pone tierra de por medio y asegura que su propia materia de análisis, la que nadie sino él decidió perfilar e interrogar, la misma en cuya “resonancia” Gallegos había escuchado el “clamor inmediato de la poesía”, le “deja” de golpe “una sensación ambivalente”:

Si bien por momentos encuentro poemas que atraen por sus imágenes, contenido, ritmo, pulcritud y plasticidad, la confabulación del lugar común, el descuido, el exceso o defecto retórico, el desgaste semántico y el prosaísmo parecen confirmar la imposibilidad del “gran autor”.


Si la insatisfacción de Gallegos parece justificada en un principio, también cabe preguntarse hasta qué punto ha sido el propio ensayista quien, después de convocar a la reunión, ha resuelto sabotearla con exigencias que sólo competen a sus muy personales expectativas, no a las probables aspiraciones de sus invitados. Amigable con Bañuelos, propenso a impacientarse con Esquinca y tibio, cuando no indeciso con Medina, Yáñez, Aceves y Castillo, Gallegos únicamente parece hallarse a gusto consigo mismo, con su búsqueda particular (en el estilo ajeno, quiero decir) del equilibrio sin rigidez, la emoción sin cursilería, la reflexión sin frialdad, la originalidad sin afectación y la simplicidad sin lugar común, ideales abstractos que por lo visto no han llegado a realizarse aún en poemas de los autores estudiados. Gallegos toma incluso la triple decisión de no citar ninguna fuente indirecta de consulta, de no relacionar a los poetas de su corpus entre sí ni con otros poetas de otras épocas o lugares y de no consignar las fechas de publicación de las obras a las que se refiere. Percibo en esto, de parte del crítico, un propósito que sólo puedo calificar de más artificioso que humanístico: el de configurar un escenario ad hoc para enseguida colocarse, ya preparada la cámara fotográfica, en primer plano; propósito que, de verse confirmado, haría de Poesía mayor en Guadalajara un libro cuyo interés radicaría no tanto en la valoración de los poetas analizados como en el protagonismo del analista.

En este orden de ideas, importa subrayar que Poesía mayor en Guadalajara da inicio con una especie de profesión de fe, una suerte de pliego deontológico en el que se van acumulando, sin orden aparente, párrafos que son en realidad aforismos o apuntes lapidarios en torno a la crítica de poesía. Se trata de asertos más bien sibilinos, de ingrata dilucidación, como es el caso del primero de todos ellos: “La crítica sólo adquiere sentido cuando se equivoca; cuando acierta, el poema no mereció la pena”. La cita es ejemplar: Gallegos no aclara en qué circunstancia puede considerarse que un texto crítico adquiera o pierda “sentido” ni en qué puedan consistir sus equivocaciones o aciertos, de modo que aceptar o rechazar el aforismo es tan arbitrario como el acto mismo de formularlo. En otros casos las proposiciones de Gallegos parecen comprensibles, pero su verdad es tan evidente que uno teme que se trate de meras obviedades, como en la última declaración: “La crítica debe ser pública. Lo otro es el chisme, el rumor, la calumnia, el infundio y las envidias. El crítico siempre tiene rostro, olores y humores, pero sobre todo acude al llamado de una vocación” (y todo el mundo está de acuerdo, pero apenas tiene caso estarlo).

Me atrevo a pronosticar que Poesía mayor en Guadalajara no dejará contento a nadie: algunos de sus lectores tendrán que ir en busca de información complementaria y otros no acabarán de hallar suficiente claridad expositiva en sus páginas. Con todo, Enrique G. Gallegos ha corrido el riesgo de colocarse ahí donde ni el magisterio escolar ni la mera promoción de las novedades editoriales tienen la menor importancia. Para mí, ejercer la crítica literaria por obligación académica es tan improductivo como practicarla por atavismo periodístico, de tal suerte que Gallegos me parece un escritor auténticamente digno de atención. Queda por esclarecer si la vocación y el apasionamiento personal bastan para obviar otras urgencias más humildes del trabajo crítico.


(Acabo de publicar esta reseña en el número 25 de la Revista de Humanidades del Tec de Monterrey.)

3 de julio de 2010

Verdadero corazón, corazón verdadero

al entregársele a Miguel León-Portilla
el premio Juan de Mairena


Puede suponerse que recibir a Miguel León-Portilla en el recinto principal de la Universidad de Guadalajara y escucharlo con atención y gratitud es no solamente lógico y normal, sino incluso predecible, tratándose de un profesor de reconocimiento universal, autor de libros decisivos para la formación de una conciencia, de un criterio y de un gusto sin los cuales resultaría imposible comprender el México de nuestro tiempo. Lo que no parece tan predecible, sin embargo, es rendirle homenaje desde la poesía, es decir: no tanto desde la conciencia, el criterio y el gusto histórico, etnográfico y lingüístico, sino desde un saber, un hacer y un sentir específicos de la palabra rítmica, de la imaginación, la emoción y el conocimiento propios de la lírica.

Ello es precisamente lo que hacemos ahora: escuchar en Miguel León-Portilla lo que hay en él de profundo estudioso de la poesía, lo que hay en él de profesor de poética y de historia de lo poético, lo que hay él de traductor de poemas, lo que hay en él de poeta. En efecto, las jornadas del tercer Verano de la Poesía en Guadalajara llegan esta noche a su punto culminante con la entrega del premio Juan de Mairena, y será el profesor, antropólogo, historiador, traductor y poeta nacido en 1926 quien reciba este año dicho reconocimiento simbólico, materializado en una obra de arte.

Entregado en Guadalajara en tres ocasiones, con ésta, el premio Juan de Mairena es un regalo humilde y concreto, no un fasto de alfombra roja ni un ceremonial de vaguedades. En un tiempo y en una sociedad proclives al entretenimiento pasajero, a la desmemoria y al sensacionalismo, el premio Juan de Mairena se concibe como una mínima defensa de la palabra, el entendimiento y la cultura en sus más entrañables acepciones.

Juan de Mairena, el personaje y alter ego de Antonio Machado, era un poeta modesto y un apasionado profesor de retórica y poética. El premio que lleva su nombre ha sido creado para celebrar la enseñanza de la poesía. Quienes han recibido este premio (Ernesto Flores y Raúl Bañuelos, en 2008 y 2009 respectivamente) son poetas notables pero también, y ante todo, maestros, editores o coordinadores de talleres, promotores entusiastas y amigos, en síntesis, de la poesía entendida como tradición y como vocación, como arte y como estilo de vida. Darle a Miguel León-Portilla el premio Juan de Mairena es ofrecérselo a un poeta docto, al discípulo de Ángel María Garibay, al experto en describir e interpretar los códices del antiguo mundo náhuatl, al divulgador de los entrañables consejos familiares conocidos como huehuehtlatolli, al traductor en verso libre del Nican mopohua; es ofrecérselo, en fin, al sabio que sonríe con la palabra en la punta de la lengua.

Mundialmente famoso por sus aportaciones al conocimiento del idioma y la literatura náhuatl, Miguel León-Portilla es un auténtico trabajador de la palabra. No es exagerado afirmar que León-Portilla es un profesor genuinamente venerado por sus discípulos, como tampoco lo es que se trata de un ensayista primordial y un traductor de poesía de importancia máxima en el orbe de la literatura mexicana contemporánea. Es, también, quien más énfasis ha puesto en la dimensión ética de la poesía tal y como la entendían y practicaban los antiguos mexicanos. Recuérdese, por ejemplo, el llamado “Poema de Temilotzin” (en la traducción, claro está, de León-Portilla):

También yo he venido,
aquí estoy de pie:
de pronto cantos voy a forjar,
haré un tallo florido con cantos,
¡oh vosotros amigos nuestros!
Dios me envía como un mensajero,
a mí transformado en poema,
a mí Temilotzin.
He venido a hacer amigos aquí.


Añádase a esto la conclusión a la que llegan los poetas o cuicapique reunidos en el hondo y rico “Diálogo de la flor y el canto”, sin duda el mayor documento que se conserva respecto a la noción que nuestros antepasados llegaron a formarse de la poesía. Convocados por el señor Tecayehuatzin para conversar en sus jardines de Huejotzingo en algún momento del siglo XV, los interlocutores de aquel diálogo comparten ideas a propósito de la vida, su extremada fugacidad y sus placeres intermitentes, y al hacerlo hablan siempre de “la flor y el canto”, esto es: de la poesía. Es el mismo Tecayehuatzin quien da término al diálogo evocando “el sueño de una palabra” y desgranando una bella metáfora: la del maíz, dorado alimento en la juventud, adorno rojizo en la vejez. Tecayehuatzin lo redondea todo enunciando la finalidad última de la poesía, gracias a la cual

¡Sabemos que son verdaderos
los corazones de nuestros amigos!


Esa verdad cordial —a nosotros nos consta— suele cobrar su mejor forma en las frases, en las palabras de los poemas. Con esa verdad, con ese corazón por delante de cualquier otra cosa, queremos acoger esta noche al maestro y al amigo.


(El pasado viernes 25 de junio, Miguel León-Portilla recibió en el paraninfo de la Universidad de Guadalajara el premio Juan de Mairena. La entrega del premio, como es costumbre, formó parte del Verano de la Poesía en Guadalajara. Esto es lo que leí esa noche.)