Pensemos que si la Expo facilitó el nacimiento de la FIL, y que si la FIL apuntaló el boom de la Expo, y que si un optimismo neoliberal a prueba de realidades arropó la consolidación de ambas, tiene que ser porque responden al parejo a una moral que ya no sólo pone al mercado por encima de todo lo demás, inmaterial o material, sino en verdad en el sitio de todos y de todo. Habría que ser ingenuos para exigir —o siquiera desear— que la FIL organice sus actividades en torno al modelo de la biblioteca o la casa de cultura. Lo extraño es que no las organice tampoco en torno al modelo de la librería: ¿en qué librería del mundo —fue Lorenzo Figueroa quien lo preguntó hace unos años— cobran por entrar, y por qué lo harían si así fuera? No: la FIL, para los visitantes comunes y corrientes, acaba siendo más una especie de jardín zoológico, un parque temático de diversiones en donde se compran libros a manera de souvenir, autografiados (en el mejor de los casos) por el rinoceronte y el payaso en persona. Tras bambalinas, mientras tanto, van pactándose otros negocios: la verdadera justificación del “magno acontecimiento”.
Y no es que tales negocios deban resultarle a nadie bochornosos ni chapuceros: lo normal, desde luego, es que los autores, los agentes literarios, las editoriales y las distribuidoras de libros tengan reuniones profesionales que redunden al cabo en la satisfacción de los lectores. El naipe decisivo, el as del pícaro, la flor de astucia (buena transa mala) se juega en otros manoseos. En última instancia, entre los organizadores y los visitantes acaba pagándose la estancia de los verdaderos interesados, con lo que la industria de los libros reduce al mínimo sus eventuales riesgos y preocupaciones: el producto final, ya impreso y colocado en tentadoras estanterías, justifica la presencia de agentes y editores en la FIL, pero no la sostiene. Algo así como esos banqueros que, aferrados al dinero público, amenazan con declarar la temida bancarrota si el Estado no los apoya con más dinero todavía. Por si esto fuera poco, las mismas editoriales compiten de modo ventajoso con las grandes, medianas o pequeñas librerías de la ciudad, quitándoles a golpe de conciertos (gratuitos, pero muy costosos) la mejor clientela del año.
La sociedad literaria de Guadalajara (llamémosle así para no entrar en berenjenales adyacentes) obedece, tratándose de la FIL, a dos líneas de conducta más o menos opuestas. Por un lado están los que celebran esos nueve días: el puro hecho de codearse con los famosos, de preferencia tuteándolos y forzándolos a posar en fotografías de beata sonrisa, borra o compensa una vida larga de publicaciones menesterosas, conferencias de mala muerte y charlas de queja y queja. Por otro lado están los adversarios, que también se aburren: el hábito de lamentar con regularidad los mismos vicios debe fatigarlos, y no hay cansancio (por íntimo que sea: del espíritu combativo, del estilo fogoso, de los pies planos) que pase inadvertido en los metros cúbicos de la Expo. La triste realidad, con todo, es que ninguna de ambas líneas pasa por un punto esencial de la cuestión: el de la poca o nula importancia que lectores voraces y escritores de medio pelo tenemos en y para la FIL. Recordemos que la feria se prepara durante un año, y que durante un año se discuten los programas posibles (con sus homenajes y pabellones, con sus pachangas y solemnidades); meditemos después en lo que nueve días representan, escasos, dentro de un año completo. Para los profesionales de la edición, la FIL es como el broche de una extensa cadena; para nosotros, bobos de a pie, la FIL llega siempre de sopetón, por sorpresa. Y ese factor de impremeditación y de sorpresa fomenta mayores desembolsos en un público que sólo busca ponerse al día. En lo que sea, pero al día.
Esto lo platicamos alguna vez con Juan José Doñán: a veces pareciera que la FIL tiene tanto que ver con los lectores de libros como las exposiciones ganaderas con los consumidores de carne. Indirectamente, mucho; directamente, casi nada. Lo cual no impide que a las exposiciones ganaderas vayan curiosos que pagan su boleto sin comprometerse por ello a comprar la menor vaca. Se trata de ver, de oír, de tocar, de no faltar a la cita. En este plan, si la FIL es como la fiesta del vecino, que nos aturde por la noche con ese mismo disco —el más nuevo, el más caro, el más de moda— que apenas la víspera nos había pedido con trabajosos modales, acaso lo mejor sea por lo pronto sumarse a la bullanga y, con las pantuflas puestas, brindar por el próximo cumpleaños.
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(Hace nada menos que seis años, el 25 de noviembre de 2002, publiqué "La fiesta de vecino" en Mural. Hoy rescato el artículo por una razón obvia: que ya viene la FIL, y por otra más recóndita: que ya no vivimos en aquel mundo pero, por así decirlo, todavía pensamos que sí. En todo caso, la FIL parece vivir todavía en el mundo remotísimo de hace unos cuantos años.)
1 comentario:
Un vecino que se descubre repentinamente pobre y, con toda seguridad, endeudado hasta el cuello. Señales de los tiempos que corren. Y, para peor, ahora hasta sus invitados de honor le hacen el feo. En fin, mi queridísimo Luis Vicente, ya nos veremos por allá para brindar "mas que sea" con tepache.
Salut
vc
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