20 de noviembre de 2008

Segundo intento

Ora suave, ora intenso, el consistente olor a chocolate que a veces recorre la FIL admite una sola explicación: la de una fábrica cercana de tablillas y otros polvos de la merienda. Pero ese olor ha tenido para mí, en dos épocas distintas de mi vida, un par de significados también distintos que nada tienen que ver con la explicación “realista” de las cosas. Allá en 1987 y 1988, cuando las primeras ediciones de la Feria, yo pensaba —y se lo dije así a mi novia, que supo enternecerse como era debido— que semejante olor no podía sino referir a las guarderías que luego fueron o “devinieron” FIL Niños. En esas guarderías, conjeturé, los niños tenían derecho a impresionantes licuados y poderosos chocomiles; así lo sugería mi olfato. Hondo error que luego desmintieron mi primer acercamiento real a FIL Niños, donde las criaturas merecen largos y provechosos entretenimientos, pero nunca bebidas (que las llevarían, dado el caso, a orinar indiscriminadamente), y mi ulterior ingreso al ámbito complejo, por no decir esotérico de las constataciones topográficas: el Chocolate Ibarra está casi enfrente de la Expo.

Valga por el primer significado (segundo en el tiempo, en realidad) que han tenido para mí dichos aromas. En cuanto al segundo, comparto con mi hermano las historia que relataré a continuación.

Tendría yo seis, cuando mucho siete años de edad. Víctor, mi hermano, andaba por lo tanto en los ocho. A él siempre le ha dado por eso que los ingleses llaman socializar, y es también dueño de un vasto y admirable sentido de la orientación que le viene de nacimiento. Yo, por mi parte, nunca he tenido la costumbre de cenar salchichas de Frankfurt. Ahora me explico.

Unos tíos más jóvenes que mi mamá, si bien más grandecitos que Víctor y yo, nos habían invitado, a mi hermano y a mí, a pasar la noche con ellos. Su casa, una verdadera mansión de Jardines del Bosque, iba a estar “sola” —esto es: libre de adultos— un par de días; se trataba, pues, de hacerse tontos y jugar a la emancipación juvenil o infantil, según el caso. Llegada la noche, quiso la mala suerte (o la facilidad culinaria, o el magnetismo del pecado) que nos dieran salchichas de Frankfurt en la cena, y que las engulléramos desaprensivamente. Más tarde nos pusimos a jugar y terminamos quedándonos dormidos.

A medianoche, como en pleno relato de Quevedo, me despertó mi propio vómito. Mi hermano, ducho en modales y etiqueta, decidió que abandonáramos con absoluto sigilo, con absoluta dignidad el lugar del crimen. Había que largarse. Manchada, la sábana clamaba por venganza.

Debo aclarar que yo he vivido siempre más allá de Plaza del Sol, es decir a unos cinco kilómetros, cuando no más, de aquella casa terrible. Dos niños caminando en la noche por esos rumbos entonces inhabitados, como es natural, tienen mucho de aventurero, de inconsciente y de frágil. No sé cómo atravesamos Lázaro Cárdenas. Recuerdo, en cambio, la profunda oscuridad metafísica de Mariano Otero, más autopista que avenida. Al pasar por donde ahora está la Expo, sede actual de la FIL, foco de civilización, lugar de antiguas barbaries más bien recientes, el aroma ya próximo de la chocolatera nos anunció el término del viaje.

Llegando a Plaza del Sol, dos patrulleros amodorrados nos recogieron. Fue así como la Ley, y más tarde el olvido, vinieron a rescatarnos. Diez años después me di cuenta que cerca de la FIL se hacen tablillas de chocolate.



(Ahora, en las inminencias de la FIL, rescato algunos artículos de la vida que antes viví como escribano y columnista de Mural. Éste, llamado "Segundo intento" por motivos que nada tienen que ver con el contenido de la crónica y que a lo mejor un día explique bien a bien, se publicó el 25 de noviembre de 2001. Ya no vivo tan cerca de Plaza del Sol como entonces, pero tampoco vivo tan lejos como para enmendar estas planas que ahora releo con alguna curiosidad.)

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