8 de febrero de 2007

Guérin, el desposeído

Maurice de Guérin, El cuaderno verde seguido de Meditación en la muerte de María y Dos poemas, versión de Jorge Esquinca, México: Ediciones Sin Nombre / Universidad Veracruzana, col. Los Libros de la Oruga, 2006, 150 pp.

En su ensayo sobre Gérard de Nerval, escrito en 1962 e incorporado a la segunda serie de Poesía y literatura, Luis Cernuda reconocía en el autor de Aurelia y Las quimeras una combinación de “cualidades y virtudes muy francesas” con otras “acaso de raíz germánica”, y en dicho mestizaje hallaba una razón para sostener que Nerval formaba con Aloysius Bertrand y Maurice de Guérin la terna capital del romanticismo francés. No es poca la redundancia que hay en señalar los atributos franceses de un autor francés; en cambio, sigue siendo importante subrayar —como lo hizo Cernuda— hasta qué punto es el carácter híbrido y abierto de una obra lo que ha de conferirle validez e intensidad más allá de las tradiciones y las épocas. De regreso entre los románticos franceses, convendrá siempre recordar que un lector tan exigente y libre como Cernuda prefirió a un “prosador” que abandonó poco a poco el verso, pero no la experiencia poética (Nerval), al mayor ancestro de Baudelaire en la práctica del poema en prosa (Bertrand) y a un joven lleno de dudas, frágil y temeroso, autor a pesar suyo de un atractivo diario íntimo y de apenas un puñado de monólogos líricos y cartas en la frontera del hallazgo involuntario y el poème trouvé (Guérin).

Para comprender la terna propuesta por Cernuda es indispensable repasar el canon oficial, por así decirlo, del romanticismo francés, o sea la nómina compuesta por Lamartine, Vigny, Hugo, Musset, Gautier y el propio Nerval. En otra ocasión he dicho en broma que se trata de un dream team que las antologías y los manuales de historia de la literatura no se atreven a poner en duda, de la misma forma que los comentaristas deportivos y algunos entrenadores no quieren a veces admitir la decadencia de ciertas estrellas de las canchas. Desde luego, Nerval es (junto con Hugo, pero no tanto el Hugo poeta como el novelista) el verdadero sobreviviente de aquel canon. En este sentido, ver hoy que se publican, en español y en México, El cuaderno verde, la Meditación en la muerte de María, El centauro y La bacante de Maurice de Guérin equivale a constatar que la historia de la literatura puede servir para muchas cosas, pero no para entender la literatura. Guérin, a diferencia de sus presuntos hermanos mayores, es un poeta de indudable modernidad. Mejor y más escuetamente aún: Guérin —su ineludible sentimiento de precariedad, su devoción por el paisaje, su auténtica desnudez humana— hoy es legible.

El volumen al que me refiero se compone principalmente del Cuaderno verde, como ya he dicho, al que redondean los complementos de la Meditación, El centauro y La bacante, que de ninguna manera deben considerarse marginales. La selección de Jorge Esquinca y su muy admirable traducción hallaron punto de partida en la edición francesa de la Poésie de Guérin, según la editó Marc Fumaroli para Gallimard en 1984 con espléndida solvencia. Con respecto al volumen francés, Esquinca omite las cartas finales a Barbey d’Aurevilly y el fragmentario Glaucus. Si se toma en cuenta que Glaucus debió ser un poema en verso y que las cartas (por grande que sea su valor documental) no alcanzan la profundidad ni el vigor de la Meditación en la muerte de María, también de género epistolar, la decisión de no traducirlos resulta inobjetable. Lo que se obtiene con esta edición en castellano, por supuesto, no es una lectura de interés filológico ni unas obras completas: es la inmejorable presentación de un prosista ferviente, de inusual amplitud moral, sereno y desgarrado al mismo tiempo, a cargo de un traductor y poeta de creciente valía.

El cuaderno verde cubre, a lo largo de cien páginas, las fechas del 10 de julio de 1832 al 13 de octubre de 1835. Se trata de un diario de lecturas, viajes e indagaciones continuas de un yo que se vuelve sobre sí mismo “de golpe” y “a mitad de la frase”, como si alguien lo hubiera desposeído, ya que no de toda creencia, sí de toda certeza. Podría decirse que los protagonistas del Cuaderno verde son la identidad misma de Guérin, su principal valedor (el paisaje natural) y su principal adversario (el mundo humano). “Mi alma”, dirá el autor, “se complace mejor en la serenidad que en la tormenta”; pero tendrá que ser en la tormenta donde se midan sus alcances. El 8 de diciembre de 1833, frente al mar de Bretaña, contemplará “una inmensa batalla en las llanuras húmedas”, esto es: una sucesión particularmente dramática de ventarrones y de olas, y hará una decisiva consideración de orden estético:
Arrojen un navío a la deriva en esta escena de mar, y todo cambia: uno ya no ve más que el barco. ¡Dichoso aquel que puede contemplar la naturaleza desierta y solitaria! ¡Dichoso aquel que pueda verla entregarse a sus juegos terribles sin peligro para ningún ser viviente! ¡Dichoso aquel que desde lo alto de la montaña mira saltar y rugir al león en la llanura sin que pase un viajero o una gacela!

Semejante aproximación a la naturaleza en estado puro, al mar sin barco alguno, es un ideal en sentido estricto: Guérin, si bien es candoroso, nunca es ingenuo, y entiende siempre que no hay paisaje sin contemplación y que la contemplación es irrealizable sin el contemplador. A lo que aspira el poeta es a imaginar ciertas formas de soledad y olvido; a luchar pacíficamente, al margen de la vanidad, contra ese “gran destructor de toda alegría interior, de toda noble energía, de toda ingenua esperanza: el mundo”. Sobra decir que apenas alberga motivos de optimismo; por el contrario, lejos de diluirse, su identidad se multiplicará en el dolor, y con dicha multiplicación se multiplicará el mundo, su enemigo: “Un átomo se dilató sobre el universo entero. Yo sólo sufría en mí. Ahora sufro en todas las cosas”.

De los tres poemas que acompañan en esta edición al Cuaderno verde, sin duda la Meditación en la muerte de María (es una carta, pero ya no parece posible leerla más que como si se tratara de un poema en prosa) encarna la inspiración trágica de Guérin mejor que La bacante y El centauro, aunque los tres compitan en belleza. Con rara profundidad, en la Meditación queda expresada “la triste simpatía de lo finito por lo finito”, es decir: la solidaria mirada de un mortal sobre los restos de un ser próximo, en este caso los de una joven amiga. El ritmo sosegado y austero de las diez o doce páginas que forman la Meditación va conduciendo a Guérin a una insalvable disyuntiva, mezcla de poética y de “política del espíritu” (para decirlo con Valéry). La brevísima vida de Guérin, muerto a los veintiocho años, en sí misma es un indicio del camino que prefirió seguir el poeta:
Como la nieve que permanece entera y compacta bajo la custodia del frío en las altas regiones montañosas, o que desaparece con el mínimo soplo de calor y vuelve al vasto seno de las aguas, tal vez no tenga yo más que estas dos posibilidades de existencia: vivir aletargado en la estrechez de una vida o disolverme en el universo con una confianza sin límites.

“¿Qué puede decirle Maurice de Guérin al lector de nuestro siglo, sujeto a una velocidad que parece conducir cada instante hacia la nada, tan ajeno a las categorías espirituales y a los modelos de la Grecia clásica que a él lo desvelaban?”, se pregunta el traductor en su nota introductoria. Él mismo propone una respuesta, desoladora y honesta: “No lo sé. Pero estoy seguro que algo, en él, se agita, nos conmueve, nos invita a ejercer la voluntad de pensar, nuevamente, el mundo”. Desde mi perspectiva, en ese no saber y al mismo tiempo estar seguro es donde va gestándose la “confianza sin límites” que hace falta para entender a Maurice de Guérin, entendimiento que ahora juzgo indispensable.



("Guérin, el desposeído" se puede leer en el número 45 de la revista Luvina, en circulación actualmente.)

1 comentario:

Fabio dijo...
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