28 de julio de 2004

De parte del azar objetivo

a Mercedes Galván

Hace tres miércoles, aprovechando en horas de oficina un rato libre, salí muy cerca de mi trabajo a recorrer los anaqueles de cierta librería de la que salí poco después con la edición francesa de Nadja, el formidable relato de André Breton. Publicado en 1928 y revisado por el propio autor en 1962, el texto aparece comentado y anotado por Michel Meyer en dicha edición, la de Folio Plus, reimpresa en 2003 con fines pedagógicos. Volví a mi trabajo sin demorarme, o tratando de no hacerlo, y entré al cubículo de una compañera y alumna mía de la Maestría en Literaturas del Siglo XX para saludarla. De una bolsa de aquella librería que yo acababa de visitar, mi colega sacó un libro que minutos antes había comprado para mí. Era la misma edición francesa de Nadja, que recibí con alegría: los buenos regalos, y más cuando vienen con la etiqueta del azar objetivo, rebasan con mucho el espectro de la mera cordialidad, y no se diga el de la mera obligación. En los regalos queda impreso, cuando son regalos inesperados, aquello que los demás piensan de nosotros, y esto lo sabe todo el mundo. Pero en los regalos que nos llegan con la marca del azar objetivo, además, queda impreso lo que la realidad sabe de nosotros. Nada menos: la realidad impersonal, variada y sabia.

Breton mismo definió el azar objetivo, “viento de lo eventual” (vent de l’éventuel), como una “suerte de azar a través del cual se manifiesta, de forma todavía misteriosa para el hombre, una necesidad cuyas razones le son desconocidas por más que vitalmente la sienta como tal”. Ese carácter de lo necesario, esa necesidad categórica, toma el aspecto (en dichas manifestaciones) de coincidencias o casualidades que al cabo resultan elocuentes gracias a lo que nos revelan, enfatizándolo. En el sistema de observaciones cotidianas de Breton, existen hechos que pueden compararse a las pendientes de una colina (los faits-glissades) y hechos que, por el contrario, son comparables a precipicios o abismos (los faits-précipices). Los primeros llevan con suavidad, pongamos, de la experiencia X a la experiencia Y sin que la transición de un hecho al otro suponga ninguna violencia lógica, no por lo menos para el sentido común. Por su parte, los “hechos precipicio” dejan a quien los vive ante un barranco no sólo moral, sino conceptual: una zona de sombra, un vacío, un problema sin respuesta para la inteligencia. En tales casos, el individuo se queda solo frente a la decisión que debe tomar: saltar o retirarse. Los hechos precipicio, en la medida que su función (ya que no su misión) es irrumpir y revelar, se incorporan de modo estrecho a la dinámica del azar objetivo.

Un día primero de marzo, en Montpellier, revisando la edición electrónica de Letras Libres, encontré un divertido ensayo de Luigi Amara que me llevó a pensar, mediante simples asociaciones, en el benéfico impacto de Jorge Luis Borges en la prosa de algunos jóvenes escritores de lengua española. Se trataba quizás de un mero pretexto con tal de leer otra vez a Borges; el caso es que una cosa me llevó a la otra y en pocos minutos ya estaba yo en la biblioteca universitaria hojeando Ficciones y releyendo “Tres versiones de Judas”. Al llegar al final del cuento, me sorprendió toparme con este dato que desde luego no recordaba: Nils Runeberg, el protagonista, murió “el primero de marzo de 1912”. Sin proponérmelo, yo había llegado a esa página de Ficciones para conmemorar un aniversario cuyo sentido último no me ha sido explicado, y que debo esclarecer.

En otra ocasión, el 18 de julio del año 2000, también en Montpellier, me acerqué a la librería Sauramps para comprarle un regalo a Franc Ducros, quien esa noche ofrecería una pequeña fiesta para celebrar su cumpleaños. Me decidí al final por un libro de José Ángel Valente: la versión al francés de No amanece el cantor, titulada en este caso como el segundo apartado del volumen, Paisaje con pájaros amarillos. Dos días después, leyendo El País, vine a enterarme de que Valente había muerto ese 18 de julio, quizás a la misma hora que yo escogía un libro suyo para obsequiárselo a un amigo.

El verano pasado, en su columna de La Jornada Semanal, Hugo Gutiérrez Vega saludó la publicación de un libro colectivo dedicado al estudio del poeta Efraín Huerta. Como yo entregué un ensayo para ese libro, mi nombre aparecía en el artículo de Gutiérrez Vega. Una compañera de trabajo —pero ya no la misma que me acaba de regalar Nadja— leyó ese número de La Jornada Semanal y me guardó un ejemplar que no pudo entregarme personalmente. Yo tuve que hojearlo para entender por qué me lo daban, y haciéndolo encontré (además de la nota de Gutiérrez Vega) la convocatoria de un premio nacional de poesía que lleva el nombre del mismo Efraín Huerta. Más o menos curtido en las batallas del azar objetivo, entendí que no era correcto desdeñar semejante coincidencia y me presenté al concurso, que gané tres meses después.

La coincidente publicación de un artículo sobre Huerta (que, de algún modo, me concernía) y la convocatoria de un premio llamado como ese poeta, lo mismo que la posibilidad material de comprar un libro de otro poeta que se moría en ese momento sin que yo lo supiera, y no menos que la concatenación de observaciones e ideas que desembocaron en un relato que ocurría en la misma fecha que yo lo leía, demuestra para mí la existencia de los faits-précipices de André Breton. En los tres casos, modestamente, sin que vaya en dichos fenómenos la conservación de mi salud mental o física, es decir: lejos de todo riesgo evidente, yo he tenido que tomar —al margen de la conciencia— decisiones que al cabo ratifican esta forma de necesidad, esta suerte de satisfacción o equilibrio de las cosas que sólo puede atribuirse a la dinámica del azar objetivo surrealista. Comprar un ejemplar de Nadja la mañana precisa que alguien escogerá darnos otro ejemplar idéntico, en el fondo, es adaptarse a un orden que nos excede y sobrepasa volviéndonos lo que somos, lo que por fatalidad ignoramos que somos.



("De parte del azar objetivo" se publicó en Mural el 25 de enero de 2004.)

19 de julio de 2004

Sobre la imagen

Ignoro —no sé, la verdad, si por envidia profesional o por fatiga— cuál pueda ser el estado presente de la imagen, esto es: la situación actual del concepto de imagen, de su práctica, y el grado en que su impacto, su poder, su influencia y los fenómenos que le son adyacentes predominan cuando se trata de valorar o de medir la consistencia del espíritu. Me refiero (y esto debe quedar bien claro) a la imagen visual ordinariamente comprendida: las imágenes de la televisión, de las revistas y periódicos, de la publicidad. Me refiero a la imagen, a esa mole gigantesca de informaciones que se ordena en los ojos aparentando claridad, sencillez cuando se ofrece a la interpretación y, por lo mismo, natural inmediatez con respecto a quien la recibe o, peor aún, la consume. A cientos de años luz de la imagen visual, presunta hermana o prima suya, es un hecho que la llamada imagen literaria —si es que tal cosa existe— implica sucesivos esfuerzos de composición, de traducción y adecuación a la sensibilidad y a la inteligencia de sus lectores, que por otro lado son pocos e indemostrables. En cambio, la imagen fotográfica o cinemática es tan ubicua, tan implacable y abundante y ávida en su distribución, tan exacta y concluyente, que ya ni siquiera es necesario canturrear eso de que “una imagen vale más que mil palabras”. 

El asunto de la imagen, desde luego, fue discutido con amplitud hace tres, cuatro, cinco décadas. Y no solamente discutido, sino también asimilado y reproducido en ámbitos que no parecían urgir tal discusión: basta con recordar el estructuralismo, corriente general de investigaciones metodológicas muy proclive a imponer esquemas de flechitas ridículas, diagramas de tecnología primaria y cuadrículas de supuesta reducción de significados a lo sustancial, todo ello en el campo de los estudios literarios y de la sociología, en la etnología y el derecho, en la teología y la lingüística, en la psicología y el análisis político; basta con recordarlo, digo, para observar que flechitas, diagramas y cuadrículas no eran genuinos instrumentos, no eran útiles verdaderos de penetración intelectual, sino meras concesiones al reino de la imagen, síntomas de rendición y desfallecimiento de la palabra, escenas algo bochornosas de una seducción aplastante y avasalladora, esto es: de una seducción por cuyo efecto la imagen hacía de la palabra su ferviente vasallo. Al estructuralismo le importaba organizar columnas de palabras afines, cuadrantes en los que arriba estaba en relación de sofisticada enemistad con abajo, lo viejo disentía con lo nuevo y lo crudo no se ajustaba —sorprendentemente— a las restricciones de lo cocido. Pero no es que a sus afiliados les faltara sutileza mental, ya que muchos demostraron por otros medios que la tenían de sobra: es que la imaginaria sencillez de la sencilla imagen parecía responder con éxito a la necesidad humana (muy atendible y real, desde mi punto de vista) de recuperar el sentido auténtico de las cosas, de los valores y referentes éticos y estéticos. Distinto problema, por desdicha, es que no fuera cierto.

Salgo a caminar por el centro de la ciudad, que los domingos por la mañana es la mejor ilustración —extraño paralelo, he de admitirlo— de lo que son las lenguas muertas, con sus poquísimos defensores y sus grandes territorios lógicos e inservibles, y tras la iglesia de San Francisco veo las oficinas de una dependencia gubernamental de atención a los problemas de las mujeres, o acaso de la Mujer y del Eterno Femenino. Su logotipo, es decir: la imagen que representa y resume la vocación que asegura cultivar, es —de nuevo— un síntoma: dos caras o caretas femeninas parcialmente yuxtapuestas, con largos cabellos, grandes ojos y nada, ni la menor línea o signo gráfico, en el sitio donde tendría que ir la boca. Silente o silenciado monigote, caricatura de la mujer cuya defensa emprende (habrá que ver con qué resultados) la oficina de marras. Los “ojos tapatíos” y el bonito cabello, sumados a la boca inexistente, congregan sin desperdicio lo que yo entiendo que la imagen visual es en tanto factor de riesgo cívico y discursivo: comodidad en perjuicio de la complejidad, esteticismo en perjuicio del conocimiento real de las cosas, rapidez (parafraseando un chiste viejo) en perjuicio de la exactitud. En efecto, como si adaptara sus acciones al cómico argumento del que no hizo bien lo que se le pidió y apenas logró salvar la honra con aquella pregunta: “¿qué me pidió usted, rapidez o exactitud?”, el Gobierno premió en este logotipo la rapidez y la facilidad, y sacrificó la exactitud al grado irónico de resaltar lo contrario de cuanto defiende o finge defender, al menos en los discursos y los informes de trabajo. Y la imagen vino a decir aquí mucho más que mil palabras, con el pequeño inconveniente de que sus mil y tantas palabras no fueron de protección, de solidaridad ni de servicio digno: fueron mil palabras, y más, de misoginia caracterizada, segregación y sexismo elemental resumidos en algunos trazos.
 
Un café de la zona, estancado a la vez en los años cuarenta y en los comienzos del mes, ofrece a sus lectores un altero de periódicos en los que hallo narrado —ah, placeres del fin de semana— el compromiso del Príncipe de Asturias con la señorita Letizia Ortiz, antigua vecina fugaz de Guadalajara. El director de uno de los periódicos, Diego Petersen Farah, incurre sin aparente maldad en la crónica de sociales, cuenta el paso de la bella Letizia por la no tan bella Perla de Occidente y sale de pronto, como por descuido, con una mentira más grande que las instalaciones de su ilustre diario. Resulta que Letizia trabajó en Siglo 21, que Siglo 21 padeció una especie de cisma en fechas que no consigo recordar (¿1996, 1997, 1998?) y que dicho cisma facilitó el nacimiento de Público, el diario que Petersen dirige ahora. En los que fueron los primeros años de Público, Siglo 21 siguió publicándose. Después vino un grupo nacional a comprar Público, que ahora se llama Público-Milenio, y Siglo 21 se desvaneció mientras tanto porque sus trabajadores (víctimas de la desastrosa gestión económica de sus jefes) no tuvieron otro remedio que irse a huelga. Pero, en el artículo de Petersen, improvisado cronista del corazón y mentirosito consumado, Siglo 21 es “hoy Público-Milenio”. Así las cosas, Letizia (con todo y su retrato, con todo y su imagen televisual, y sobre todo en ella) trabajó para Público. La palabra imagen es también sinónimo de prestigio: hacerse una imagen es formarse una reputación. Mala imagen, en ciertos casos. Pero imagen al fin. 



("Sobre la imagen" apareció el 30 de noviembre de 2003 en Mural. Seis meses después, Felipe de Borbón y Letizia Ortiz contrajeron lluviosas nupcias en Madrid. Y en Público sigue diciéndose que la flamante princesa de Asturias trabajó con ellos y para ellos... ¡Lo que son las ganas de lucirse!)




8 de julio de 2004

Juan Goytisolo, poeta

Luce López-Baralt, en mayo del año 2000, inauguró un memorable coloquio internacional en torno a Juan Goytisolo con la conferencia titulada “Juan Goytisolo, poeta”. Hoy tomo prestado ese título para juntar dos pequeños artículos redactados un par de años después, en pleno 2002, con motivo de la concesión a Goytisolo del Premio Internacional de Poesía y Ensayo “Octavio Paz”. El primer artículo se divulgó a finales de abril, cuando no se determinaba todavía la fecha de la premiación. El segundo, en cambio, apareció la mañana del 28 de mayo, esto es: el mismo día que Goytisolo recibió el premio en México.

La profesora López-Baralt, en su conferencia, partía de una “primera —pero visceral y definitiva— intuición de lectora”. Intuición que puede formularse con relativa facilidad: acaso Juan Goytisolo, tras el aspecto del novelista conocido, en realidad es un poeta lírico. La misma intuición, convertida ya en convicción, informa las páginas que siguen. Espero mostrar que no se trata de un simple capricho ni de una extrapolación de los textos que me han hecho creerlo.

1. EL POETA Y LA COLUMNA DE HUMO

Los diferentes libros que un autor va escribiendo al paso de los años, explorando en los intereses de la vocación y empujando sus límites, y pasando —si es necesario— de un género de texto a otro, de un estilo a otro, dan lugar muchas veces a sistemas estéticos y morales que no se reducen a la mera superposición de títulos y que tampoco aspiran a justificarse con argumentos no literarios, trátese ya de pretensiones filosóficas o de intenciones políticas. La costumbre ha dado en llamar “obras” a tales entramados, y la institución cultural de nuestra época (en su complejo dispositivo de publicaciones, evaluaciones críticas, investigaciones y reconocimientos oficiales o privados) otorga ciertos premios no a libros concretos ni a gestos culturales precisos, al margen de su implicación más vasta, sino al conjunto de aquellas obras que juzga meritorias. Es el caso, en la dinámica de las lenguas que nacieron en la península ibérica, de los premios Juan Rulfo, Príncipe de Asturias y Cervantes, y del más joven de todos ellos: el que lleva el nombre de Octavio Paz, entregado por vez primera en 1999.

Juan Goytisolo, escritor español nacido en 1931, recibirá en fecha que suponemos próxima —tal vez al comenzar el mes de mayo— ese premio de reciente creación. La noticia, ya no tan fresca, sorprendió en su momento y sorprende todavía favorablemente. Para empezar, el Octavio Paz es un premio de poesía y ensayo, y Juan Goytisolo es ante todo un vigoroso novelista. Es verdad que su trabajo ensayístico (Disidencias, Crónicas sarracinas, El bosque de las letras) y sus memorias y libros de viaje (Coto vedado, En los reinos de taifa, Cuaderno de Sarajevo) le bastarían para ganarse un buen premio internacional, propósito que Goytisolo nunca se ha fijado. Pero la importancia de sus novelas, y las características formales y preocupaciones de fondo que las distinguen, le han valido también esta inclusión en la nómina de los poetas.

Las primeras novelas de Goytisolo, publicadas entre 1954 (Juegos de manos) y 1961 (La isla), conforman la premisa convencional que Señas de identidad pondrá en crisis en 1966 y Reivindicación del conde don Julián desmentirá o desmontará en 1970. Si la etapa inicial es realista en sus códigos de representación y descriptiva en sus procedimientos narrativos, la siguiente se inclina por la expresión fragmentaria, la hechura de la frase como reflexión y conciencia de sí misma, la condensación de múltiples registros verbales (parodia, interjección, comentario, cita) y el rechazo de lo anecdótico en el flujo abundante del relato. No es casual —ni, desde luego, un mero capricho— que las páginas finales de Señas de identidad aparezcan escritas en renglones entrecortados, vecinos del verso libre y del versículo: en ese libro y en la ya mencionada Reivindicación del conde don Julián, que al cabo resulta un homenaje a Góngora, los problemas de la poesía moderna conducen al novelista en la disolución de un modo canónico y funcional de concebir la narrativa. Lo mismo es aplicable a Juan sin Tierra, de 1975, y a Makbara, de 1980: el propio Goytisolo hablará de Makbara, sin ir más lejos, como de “mi novela o poema”.

Las virtudes del pájaro solitario (1988) y La cuarentena (1991) subrayan esta esencial ambigüedad genérica. La vida tormentosa de San Juan de la Cruz, la extraordinaria poesía que nos dejara, la irrupción del sida en el mundo contemporáneo y la marginalidad política, en Las virtudes del pájaro solitario, y los mundos ultraterrenos de Dante o de Ibn Arabí, el desarropo del individuo ante la muerte y la brutal aparición de la guerra, en La cuarentena, más que volverse temas de una historia, objetos que haga falta describir o situaciones que narrar, toman cuerpo en la página y se abren así a lo desconocido, al accidente, a lo impredecible: a lo desconocido como apertura y lo impredecible como lenguaje, condiciones que ya los místicos de la cristiandad y del Islam, puestos a dialogar con Paul Celan y con Rimbaud, incorporaron al núcleo duro de la experiencia poética.

Más recientemente, Juan Goytisolo publicó El sitio de los sitios (1995) y Las semanas del jardín (1997). Como el narrador de La cuarentena, el protagonista de El sitio de los sitios muere al concluir el primer capítulo. Dos legajos de poemas, firmados en el mejor de los casos por un tal “J. G.”, son hallados junto al cadáver. Tales poemas —los únicos, al parecer, que Goytisolo haya escrito nunca— orientan la pesquisa de la novela como una carnada imposible, al grado que un final en todo punto desestabilizador les reservará en exclusiva un carácter de realidad: nada, salvo esos poemas, existirá con verdad llegado el término del relato. Y la existencia previa de su autor ficticio, de su autor en la ficción, animará el ejercicio colectivo y anónimo de Las semanas del jardín: organizadas en un “círculo de lectores”, veintiocho personas firmarán la novela —desplazando con ello los privilegios de su autor, Juan Goytisolo— y buscarán al poeta igual que si trataran de apresar una columna de humo.

Huelga decir que semejante disolución del autor, lejos de implicar su abandono u olvido, supone su más firme acentuación. Los detractores de Juan Goytisolo no dejan de reprocharle una hipertrofia del yo, un predominio tiránico de la subjetividad y cierta manía de vocear elogiosamente sus propios hallazgos e invenciones. Pero lo justo es comprender ese carácter de manera que un juicio moral no se haga imprescindible, diciéndose más bien que Goytisolo vive los conflictos particulares del poeta moderno (que, sin estar en parte alguna, está sin contradicción en todas partes) y su obra, los conflictos particulares de la poesía moderna (que al tomar su impulso no en la plenitud, sino en la carencia del yo, más en lo quebrado y extraño y menos en lo discursivo y seguro, fomenta la esperanza de una plenitud por venir y una seguridad que debe conquistarse).

En suma, pues, la obra de Juan Goytisolo es arriesgada y compleja, y por ello también sorprende gratamente que un premio le sea dado, más allá de las modas y al margen de su improbable rentabilidad editorial.

2. LA INVENCIÓN REBELDE

Luis Cernuda se refirió alguna vez al “obstáculo principal que todo poeta encuentra frente a sí: una lengua poética envejecida”. Inventar de nuevo una lengua determinada, una lengua recibida en herencia y que pareciera de pronto ineludible y finita, es en efecto el deber urgente de los poetas en cuanto tales. Incluso los más conservadores pondrán en solfa un aspecto u otro de su actualidad lingüística, y sus epígonos o discípulos no harán sino proseguir la rebelión (así sea, en el fondo, retrógrada) del maestro. El poeta, decía también Cernuda, es por naturaleza propia un ser inconforme y rebelde: no añade la rebelión al plano de sus comportamientos, ya que no se trata de un mero atributo suplementario. El poeta, en suma, se comporta cifrando en la rebelión —por más que a veces no llegue a comprenderlo— el requisito indispensable de su trabajo.

No es caprichoso evocar a Luis Cernuda —cumpliéndose por estas fechas, además, el primer centenario de su nacimiento— cuando se habla de Juan Goytisolo. Ni es arbitrario sostener que Goytisolo, autor fundamentalmente de novelas, tiene que ser leído, visto como poeta si quiere ser entendido en su apasionada complejidad. Español, desterrado, intransigente: calificativos, los tres, que se aplican por fatalidad nacional, avatares biográficos y carácter individual a un escritor y al otro. Cernuda es autor de un verso (“Mejor la destrucción, el fuego”) que pudo encabezar, como un título erguido y severo, la novela que marca la ruptura de Goytisolo con la estética de la descripción, con la mal llamada “objetividad”, con la prosa discursiva, con el realismo: Señas de identidad (1966).

Pasada esta crisis de ruptura, o asumida por fin como sustancia y estímulo de su vocación, Goytisolo consiguió renacer “al otro lado”, en la orilla contraria. Por esas fechas, elocuentemente, Goytisolo tenía diez o doce años viviendo lejos de su país natal. Su libro de 1970, Reivindicación del conde don Julián, comenzó ya con estas líneas dirigidas a la España tradicional, esa “madrastra inmunda, país de siervos y señores” que la dictadura de Franco había preservado hasta la náusea y la desecación: “tierra ingrata, entre todas espuria y mezquina, jamás volveré a ti”.

A la vieja España, ciertamente, Goytisolo no volvió nunca. Y no porque haya renunciado a pisar otra vez el territorio, el marco geográfico de una España “inmortal” o “sagrada” que múltiples y diversos fanatismos (políticos y religiosos) habían contribuido a perpetuar: no volvió nunca por la simple razón que aquella “tierra ingrata” fue haciéndose cada vez más cosa del pasado, espacio irreal. Memoria infame, pero al fin memoria: un día, buen día, no tuvo adonde regresar ni le dolió saberlo. Franco murió en 1975; las obras de Goytisolo, prohibidas por la censura de su país, volvieron a editarse y a distribuirse al año siguiente. La sociedad española y sus instituciones (muy a su pesar, en algunos casos) dieron por terminado entonces un letargo de cuarenta años.

Letargo: esta palabra es acaso demasiado teatral, de pálida insuficiencia. Pero es verdad que un mundo se fue quedando atrás, un mundo que persistió en algunos puntos (odiosos, conviene subrayarlo) y cambió de lado a lado en otros, y fueron éstos la mayoría. La realidad se atrevió por un momento a no ser la misma; y siendo así las cosas, o al menos pareciéndolo, ¿no tendría derecho un lector de Goytisolo a pensar que un atrevimiento previo, el del autor de Señas de identidad, había marcado ya ese camino con justicia y anticipación? Lo cierto es que, al pasar el tiempo, ni España ni Europa se han deshecho totalmente de sus viejos fantasmas. Y que no es bueno reducir el interés de Goytisolo a un puro diálogo con lo civil ni con la historia pública.

Juan Goytisolo viene a México a recibir hoy un premio que lleva el nombre de un escritor que admira: Octavio Paz. Lo hará suyo, es de suponerse, como el escritor sensible, preciso, audaz e irreverente que siempre ha sido. Lo hará suyo también como el poeta que ahora vemos en él, entendiéndolo finalmente.



(Como ya explico en la introuducción, más que un artículo, "Juan Goytisolo, poeta" es la suma de dos notas. Ambas, tal y como aquí se presentan, forman parte de un libro mío de inminente publicación: Lámpara de mano.)

6 de julio de 2004

Riesgos de antología

Refiero, en principio, dos famosos radicales griegos: anthos, flor, y légo, escoger. En términos de vocabulario, las antologías (también llamadas florilegios, como establece una estricta y más o menos cursi traducción románica) llegaron a mi vida o me fueron siendo familiares con las Etimologías Grecolatinas del bachillerato, materia que impartía por 1986 en la Preparatoria 5 un médico en verdad ignorante, memorioso reproductor de manuales, libros esquemáticos, lexicones y diccionarios brutalmente resumidos. Yo frecuentaba en mi niñez, como tantos otros lectores, volúmenes de cuentos infantiles y de poemas en general desabridos y cantarines, de narraciones fantásticas o de terror después, e incluso eróticas, pero nadie me aclaró entonces que dichas obras correspondieran al género de las antologías. La palabreja, en concreto, me habría sonado extraña.

Ciertos hábitos de lectura, la incipiente manía de componer mis propios versos y aquella lección etimológica, revueltos para bien o para mal, determinaron por esas fechas de mi adolescencia que al escuchar antología supiera de qué se trataba y entendiera más de un secreto de la vida literaria. El mundillo de la palabra escrita, en efecto, gira con ritmo incurable y extenuante obsesión en torno al tema de los florilegios, al grado que aparecer o no aparecer en sus índices confirma, postula o desautoriza la importancia de narradores, poetas, dramaturgos y ensayistas. Hacer antologías, en este sentido, es lo mismo que delinear o corregir la historia, las preferencias temáticas y el carácter estilístico de una literatura. Sus límites pueden ser temporales, geográficos, étnicos, idiomáticos, gremiales e incluso estéticos (de haber suerte). Sus intenciones, en cambio, suelen variar muy poco: son mezquinas, declaradamente o con disimulo. Podría casi afirmarse que las del primer tipo, las que anuncian y defienden su mezquindad, esto es: las que se quieren cínicas de inicio, resultan al cabo mejores que las otras, hipócritas o ingenuas. En la discriminación (diría Pierre Bourdieu: en la distinción) está el gusto.

En el ámbito de la poesía mexicana, específicamente, las antologías ya se cuentan por cientos. Algunas, las menos, han logrado maravillas parciales de tino y apreciación, como la incómoda y fundamental Antología de la poesía mexicana moderna, de Jorge Cuesta, o como Poesía en movimiento (que pretendía ser, más que un recuento antológico, una lectura de la modernidad poética en México, y que fue preparada por Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis). La de Cuesta se arriesgó a marginar, con razones que siguen discutiéndose, a dos poetas de celebridad porfiriana: Juan de Dios Peza y Manuel Gutiérrez Nájera. La de Paz, Chumacero, Pacheco y Aridjis dejó fuera, siguiendo aquel ejemplo de ilustre obliteración, a Enrique González Martínez. Pero más interesantes me parecen los casos de quienes, aun habiendo figurado en tales compendios, reprocharon al antólogo la selección de los textos que los representaban: fue lo que sucedió, en lo que se refiere al volumen de Jorge Cuesta, con Manuel Maples Arce y Carlos Pellicer. El primero, inconforme sobre todo con las notas que describían —dentro del florilegio— su trabajo, publicó muchos años después un libro de título idéntico al de Cuesta en el que refrescaba querellas generacionales e individuales aplicando el conocido recurso del ojo por ojo, desplante por desplante y cuchillada por cuchillada.

En cuanto a Pellicer, el episodio es algo más pintoresco. Debe recordarse que, al menos en líneas generales, Carlos Pellicer comulgaba con las ideas estéticas del “grupo sin grupo” al que también pertenecía Cuesta: los Contemporáneos. Carlos Monsiváis, en Las tradiciones de la imagen (2001), cita una carta que Pellicer escribió a José Gorostiza el 12 de julio de 1928. “Un señor que Cuesta mucho trabajo leerlo hizo por ahí una Antología sobre la que estoy escribiendo algo”, dice Pellicer. “Está hecha con criterio de Eunuco: a Othón, a Díaz Mirón y a mí, nos cortaron los huevos. Todo el libro es de una exquisita feminidad. [...] Es curioso: en el País de la Muerte y de los hombres muy hombres, la poesía y la crítica actuales saben a bizcochito francés.” Tanto las mayúsculas, arbitrarias en más de un caso, como el explícito miedo a la castración, apenas posterior en el tiempo a los tratados revolucionarios de Freud, son cosas propias y acaso típicas de Pellicer. Su tácita defensa o reivindicación de una poesía y una crítica viriles, hirvientes de testosterona, es (en cambio) muy escasamente original. Si hemos de creerle a Maples Arce, a Pellicer y a cuántos literatos machos de la misma estirpe, la cultura mexicana se debatía por esos años entre un asustadizo Pancho Villa y un efebo amenazante a medio desvestir.

Seis décadas más tarde, grosso modo, la editorial Trillas desempolvó con estupenda puntería Laurel. Antología de la poesía moderna en lengua española, volumen concebido y fraguado en los años 40 por Emilio Prados, Xavier Villaurrutia, Juan Gil Albert y Octavio Paz. En su epílogo a dicha reedición, que data de 1986, Octavio Paz narró al paso una de las anécdotas menores de la preparación de Laurel (sin duda las mayores tuvieron como protagonistas a Juan Ramón Jiménez, quien desdeñó la invitación de los editores y terminó apareciendo en el florilegio sin aprobarlo, y a Pablo Neruda, quien se negó a publicar nada en ese libro) y ofreció nuevos elementos para un retrato hiperrealista de Carlos Pellicer: “La editorial Séneca se encargó directamente de la corrección de pruebas y de ahí que ninguno de nosotros [Gil Albert, Villaurrutia, Prados y el propio Paz] advirtiese que dos poetas con libre entrada en la imprenta, Carlos Pellicer y Bernardo Ortiz de Montellano, habían modificado las selecciones que habíamos hecho de sus poemas. La intervención de Ortiz de Montellano no fue desacertada”, concluye, “pero la de Pellicer parece hecha por un enemigo suyo”.

Me gusta imaginar que Pellicer, ansioso protector de ciertos órganos, llegó a la imprenta donde Laurel se preparaba con las manos cuidando la entrepierna. Consiguió, en la opinión de Paz, deslizar en la edición algunas de sus peores composiciones a la vez que sonsacar las mejores: doble tarea de censor y pésimo agente literario —de sí mismo, en esta ocasión, para mayor gloria o moraleja del anecdotario— que termina siendo, al menos como riesgo a evitar, una de las más altas razones que pueden esgrimirse contra el vicio de maquinar antologías.



(Originalmente, "Riesgos de antología" se publicó en Mural el 30 de marzo de 2003.)