Ignoro —no sé, la verdad, si por envidia profesional o por fatiga— cuál pueda ser el estado presente de la imagen, esto es: la situación actual del concepto de imagen, de su práctica, y el grado en que su impacto, su poder, su influencia y los fenómenos que le son adyacentes predominan cuando se trata de valorar o de medir la consistencia del espíritu. Me refiero (y esto debe quedar bien claro) a la imagen visual ordinariamente comprendida: las imágenes de la televisión, de las revistas y periódicos, de la publicidad. Me refiero a la imagen, a esa mole gigantesca de informaciones que se ordena en los ojos aparentando claridad, sencillez cuando se ofrece a la interpretación y, por lo mismo, natural inmediatez con respecto a quien la recibe o, peor aún, la consume. A cientos de años luz de la imagen visual, presunta hermana o prima suya, es un hecho que la llamada imagen literaria —si es que tal cosa existe— implica sucesivos esfuerzos de composición, de traducción y adecuación a la sensibilidad y a la inteligencia de sus lectores, que por otro lado son pocos e indemostrables. En cambio, la imagen fotográfica o cinemática es tan ubicua, tan implacable y abundante y ávida en su distribución, tan exacta y concluyente, que ya ni siquiera es necesario canturrear eso de que “una imagen vale más que mil palabras”.
El asunto de la imagen, desde luego, fue discutido con amplitud hace tres, cuatro, cinco décadas. Y no solamente discutido, sino también asimilado y reproducido en ámbitos que no parecían urgir tal discusión: basta con recordar el estructuralismo, corriente general de investigaciones metodológicas muy proclive a imponer esquemas de flechitas ridículas, diagramas de tecnología primaria y cuadrículas de supuesta reducción de significados a lo sustancial, todo ello en el campo de los estudios literarios y de la sociología, en la etnología y el derecho, en la teología y la lingüística, en la psicología y el análisis político; basta con recordarlo, digo, para observar que flechitas, diagramas y cuadrículas no eran genuinos instrumentos, no eran útiles verdaderos de penetración intelectual, sino meras concesiones al reino de la imagen, síntomas de rendición y desfallecimiento de la palabra, escenas algo bochornosas de una seducción aplastante y avasalladora, esto es: de una seducción por cuyo efecto la imagen hacía de la palabra su ferviente vasallo. Al estructuralismo le importaba organizar columnas de palabras afines, cuadrantes en los que arriba estaba en relación de sofisticada enemistad con abajo, lo viejo disentía con lo nuevo y lo crudo no se ajustaba —sorprendentemente— a las restricciones de lo cocido. Pero no es que a sus afiliados les faltara sutileza mental, ya que muchos demostraron por otros medios que la tenían de sobra: es que la imaginaria sencillez de la sencilla imagen parecía responder con éxito a la necesidad humana (muy atendible y real, desde mi punto de vista) de recuperar el sentido auténtico de las cosas, de los valores y referentes éticos y estéticos. Distinto problema, por desdicha, es que no fuera cierto.
Salgo a caminar por el centro de la ciudad, que los domingos por la mañana es la mejor ilustración —extraño paralelo, he de admitirlo— de lo que son las lenguas muertas, con sus poquísimos defensores y sus grandes territorios lógicos e inservibles, y tras la iglesia de San Francisco veo las oficinas de una dependencia gubernamental de atención a los problemas de las mujeres, o acaso de la Mujer y del Eterno Femenino. Su logotipo, es decir: la imagen que representa y resume la vocación que asegura cultivar, es —de nuevo— un síntoma: dos caras o caretas femeninas parcialmente yuxtapuestas, con largos cabellos, grandes ojos y nada, ni la menor línea o signo gráfico, en el sitio donde tendría que ir la boca. Silente o silenciado monigote, caricatura de la mujer cuya defensa emprende (habrá que ver con qué resultados) la oficina de marras. Los “ojos tapatíos” y el bonito cabello, sumados a la boca inexistente, congregan sin desperdicio lo que yo entiendo que la imagen visual es en tanto factor de riesgo cívico y discursivo: comodidad en perjuicio de la complejidad, esteticismo en perjuicio del conocimiento real de las cosas, rapidez (parafraseando un chiste viejo) en perjuicio de la exactitud. En efecto, como si adaptara sus acciones al cómico argumento del que no hizo bien lo que se le pidió y apenas logró salvar la honra con aquella pregunta: “¿qué me pidió usted, rapidez o exactitud?”, el Gobierno premió en este logotipo la rapidez y la facilidad, y sacrificó la exactitud al grado irónico de resaltar lo contrario de cuanto defiende o finge defender, al menos en los discursos y los informes de trabajo. Y la imagen vino a decir aquí mucho más que mil palabras, con el pequeño inconveniente de que sus mil y tantas palabras no fueron de protección, de solidaridad ni de servicio digno: fueron mil palabras, y más, de misoginia caracterizada, segregación y sexismo elemental resumidos en algunos trazos.
Un café de la zona, estancado a la vez en los años cuarenta y en los comienzos del mes, ofrece a sus lectores un altero de periódicos en los que hallo narrado —ah, placeres del fin de semana— el compromiso del Príncipe de Asturias con la señorita Letizia Ortiz, antigua vecina fugaz de Guadalajara. El director de uno de los periódicos, Diego Petersen Farah, incurre sin aparente maldad en la crónica de sociales, cuenta el paso de la bella Letizia por la no tan bella Perla de Occidente y sale de pronto, como por descuido, con una mentira más grande que las instalaciones de su ilustre diario. Resulta que Letizia trabajó en Siglo 21, que Siglo 21 padeció una especie de cisma en fechas que no consigo recordar (¿1996, 1997, 1998?) y que dicho cisma facilitó el nacimiento de Público, el diario que Petersen dirige ahora. En los que fueron los primeros años de Público, Siglo 21 siguió publicándose. Después vino un grupo nacional a comprar Público, que ahora se llama Público-Milenio, y Siglo 21 se desvaneció mientras tanto porque sus trabajadores (víctimas de la desastrosa gestión económica de sus jefes) no tuvieron otro remedio que irse a huelga. Pero, en el artículo de Petersen, improvisado cronista del corazón y mentirosito consumado, Siglo 21 es “hoy Público-Milenio”. Así las cosas, Letizia (con todo y su retrato, con todo y su imagen televisual, y sobre todo en ella) trabajó para Público. La palabra imagen es también sinónimo de prestigio: hacerse una imagen es formarse una reputación. Mala imagen, en ciertos casos. Pero imagen al fin.
("Sobre la imagen" apareció el 30 de noviembre de 2003 en Mural. Seis meses después, Felipe de Borbón y Letizia Ortiz contrajeron lluviosas nupcias en Madrid. Y en Público sigue diciéndose que la flamante princesa de Asturias trabajó con ellos y para ellos... ¡Lo que son las ganas de lucirse!)
1 comentario:
.hola luis vicente. .visito tu blog. .saludos. .gracias por los poemas que nos entregaste para oráculo. .en un mes está publicado el siguiente número. saludos. .rodrigo flores.
http://nohaypoema.blogspot.com
Publicar un comentario