Refiero, en principio, dos famosos radicales griegos: anthos, flor, y légo, escoger. En términos de vocabulario, las antologías (también llamadas florilegios, como establece una estricta y más o menos cursi traducción románica) llegaron a mi vida o me fueron siendo familiares con las Etimologías Grecolatinas del bachillerato, materia que impartía por 1986 en la Preparatoria 5 un médico en verdad ignorante, memorioso reproductor de manuales, libros esquemáticos, lexicones y diccionarios brutalmente resumidos. Yo frecuentaba en mi niñez, como tantos otros lectores, volúmenes de cuentos infantiles y de poemas en general desabridos y cantarines, de narraciones fantásticas o de terror después, e incluso eróticas, pero nadie me aclaró entonces que dichas obras correspondieran al género de las antologías. La palabreja, en concreto, me habría sonado extraña.
Ciertos hábitos de lectura, la incipiente manía de componer mis propios versos y aquella lección etimológica, revueltos para bien o para mal, determinaron por esas fechas de mi adolescencia que al escuchar antología supiera de qué se trataba y entendiera más de un secreto de la vida literaria. El mundillo de la palabra escrita, en efecto, gira con ritmo incurable y extenuante obsesión en torno al tema de los florilegios, al grado que aparecer o no aparecer en sus índices confirma, postula o desautoriza la importancia de narradores, poetas, dramaturgos y ensayistas. Hacer antologías, en este sentido, es lo mismo que delinear o corregir la historia, las preferencias temáticas y el carácter estilístico de una literatura. Sus límites pueden ser temporales, geográficos, étnicos, idiomáticos, gremiales e incluso estéticos (de haber suerte). Sus intenciones, en cambio, suelen variar muy poco: son mezquinas, declaradamente o con disimulo. Podría casi afirmarse que las del primer tipo, las que anuncian y defienden su mezquindad, esto es: las que se quieren cínicas de inicio, resultan al cabo mejores que las otras, hipócritas o ingenuas. En la discriminación (diría Pierre Bourdieu: en la distinción) está el gusto.
En el ámbito de la poesía mexicana, específicamente, las antologías ya se cuentan por cientos. Algunas, las menos, han logrado maravillas parciales de tino y apreciación, como la incómoda y fundamental Antología de la poesía mexicana moderna, de Jorge Cuesta, o como Poesía en movimiento (que pretendía ser, más que un recuento antológico, una lectura de la modernidad poética en México, y que fue preparada por Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis). La de Cuesta se arriesgó a marginar, con razones que siguen discutiéndose, a dos poetas de celebridad porfiriana: Juan de Dios Peza y Manuel Gutiérrez Nájera. La de Paz, Chumacero, Pacheco y Aridjis dejó fuera, siguiendo aquel ejemplo de ilustre obliteración, a Enrique González Martínez. Pero más interesantes me parecen los casos de quienes, aun habiendo figurado en tales compendios, reprocharon al antólogo la selección de los textos que los representaban: fue lo que sucedió, en lo que se refiere al volumen de Jorge Cuesta, con Manuel Maples Arce y Carlos Pellicer. El primero, inconforme sobre todo con las notas que describían —dentro del florilegio— su trabajo, publicó muchos años después un libro de título idéntico al de Cuesta en el que refrescaba querellas generacionales e individuales aplicando el conocido recurso del ojo por ojo, desplante por desplante y cuchillada por cuchillada.
En cuanto a Pellicer, el episodio es algo más pintoresco. Debe recordarse que, al menos en líneas generales, Carlos Pellicer comulgaba con las ideas estéticas del “grupo sin grupo” al que también pertenecía Cuesta: los Contemporáneos. Carlos Monsiváis, en Las tradiciones de la imagen (2001), cita una carta que Pellicer escribió a José Gorostiza el 12 de julio de 1928. “Un señor que Cuesta mucho trabajo leerlo hizo por ahí una Antología sobre la que estoy escribiendo algo”, dice Pellicer. “Está hecha con criterio de Eunuco: a Othón, a Díaz Mirón y a mí, nos cortaron los huevos. Todo el libro es de una exquisita feminidad. [...] Es curioso: en el País de la Muerte y de los hombres muy hombres, la poesía y la crítica actuales saben a bizcochito francés.” Tanto las mayúsculas, arbitrarias en más de un caso, como el explícito miedo a la castración, apenas posterior en el tiempo a los tratados revolucionarios de Freud, son cosas propias y acaso típicas de Pellicer. Su tácita defensa o reivindicación de una poesía y una crítica viriles, hirvientes de testosterona, es (en cambio) muy escasamente original. Si hemos de creerle a Maples Arce, a Pellicer y a cuántos literatos machos de la misma estirpe, la cultura mexicana se debatía por esos años entre un asustadizo Pancho Villa y un efebo amenazante a medio desvestir.
Seis décadas más tarde, grosso modo, la editorial Trillas desempolvó con estupenda puntería Laurel. Antología de la poesía moderna en lengua española, volumen concebido y fraguado en los años 40 por Emilio Prados, Xavier Villaurrutia, Juan Gil Albert y Octavio Paz. En su epílogo a dicha reedición, que data de 1986, Octavio Paz narró al paso una de las anécdotas menores de la preparación de Laurel (sin duda las mayores tuvieron como protagonistas a Juan Ramón Jiménez, quien desdeñó la invitación de los editores y terminó apareciendo en el florilegio sin aprobarlo, y a Pablo Neruda, quien se negó a publicar nada en ese libro) y ofreció nuevos elementos para un retrato hiperrealista de Carlos Pellicer: “La editorial Séneca se encargó directamente de la corrección de pruebas y de ahí que ninguno de nosotros [Gil Albert, Villaurrutia, Prados y el propio Paz] advirtiese que dos poetas con libre entrada en la imprenta, Carlos Pellicer y Bernardo Ortiz de Montellano, habían modificado las selecciones que habíamos hecho de sus poemas. La intervención de Ortiz de Montellano no fue desacertada”, concluye, “pero la de Pellicer parece hecha por un enemigo suyo”.
Me gusta imaginar que Pellicer, ansioso protector de ciertos órganos, llegó a la imprenta donde Laurel se preparaba con las manos cuidando la entrepierna. Consiguió, en la opinión de Paz, deslizar en la edición algunas de sus peores composiciones a la vez que sonsacar las mejores: doble tarea de censor y pésimo agente literario —de sí mismo, en esta ocasión, para mayor gloria o moraleja del anecdotario— que termina siendo, al menos como riesgo a evitar, una de las más altas razones que pueden esgrimirse contra el vicio de maquinar antologías.
(Originalmente, "Riesgos de antología" se publicó en Mural el 30 de marzo de 2003.)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario