12 de diciembre de 2010

Años de furia

...j’avais dix-sept ans et, avide de toute forme d’excès et d’hérésie, j’aimais tirer les dernières conséquences d’une idée, pousser la rigueur jusqu’à l’aberration, jusqu’à la provocation, conférer à la fureur la dignité d’un système.
E. M. CIORAN, “Weininger: lettre à Jacques Le Rider”


Columbia Records, una de las sucursales fonográficas de Sony Music, ha puesto a circular por estas fechas* un álbum doble titulado Metal Works 73-93. Trabajos en metal —o, si usted gusta, metaleros: obras metaleras— de uno de los grupos más grandes en la historia de las guitarras enloquecidas, los tambores apresurados y las voces delirantes: Judas Priest. No se trata, según la compañía productora, de un “Best of...” o cosa parecida, sino de un grueso recalentado conmemorativo que la propia banda seleccionó y puso en marcha. Sea lo que sea, Metal Works cumple su función primordial: uno lo compra y lo desempaca y lo revisa y los diques de la memoria ceden infaliblemente.

Entre 1982 y 1983 los muchachos equiparon sus carros con poderosos estéreos, dejaron que sus melenas cayeran hasta los hombros y se juntaron alrededor de la pista de hielo del hotel Hyatt. Sus himnos de batalla fueron “Blackout”, de Scorpions, “The Number of the Beast”, de Iron Maiden, y “Breaking the Law”, de Judas Priest. La generación anterior había imitado a su modo las violentas costumbres de The Warriors (una película hoy heroicamente descontinuada) y se organizó en bandas que ni en la elección de sus propios nombres consiguieron sacudirse una horrenda herencia biempensante: Roller Skating y los Winners, por ejemplo. Ellos, nuestros guerreros, nuestros vándalos de la holgura y las chemises Lacoste, a diferencia de quienes vendrían a reemplazarlos, a diferencia de quienes ahora nos ocupan, escuchaban a The Police y a Men at Work. Oh brecha de los tiempos. (Para entender o recordar correctamente los panoramas descritos, el lector debe remitirse un momento a las entonces arboladas y enteramente residenciales colonias tapatías de Chapalita, Residencial Victoria, Ciudad y Jardines del Sol, La Calma, Las Águilas y anexas.)

La moda del heavy metal, por aquel entonces, caducó tan repentinamente como entró en vigor. Yo pasé mi primera tarde en la secundaria cuando 1983 finalizaba y Thriller de Michael Jackson trepaba en las listas de popularidad (así se dice, aunque nadie consulte esas listas ni sean en realidad tan importantes). Después, ya pasado el fervor por “Beat It”, las compañías discográficas multinacionales proyectaron un segundo boom del rock pesado. Nacieron grupos como Twisted Sister, Quiet Riot, Mötley Crüe y Ratt, tan veleidosos como endebles, pero que nos sirvieron (a tres o cuatro amigos y a mí) para saber que había otros grupos de carreras y propuestas más sólidas, más brillantes (por oscuras), más deleitables. Conocimos, pues, a Motörhead, a Deep Purple, a Black Sabbath, a AC/DC, a Dio... Y a Judas Priest.

Debo confesar que no todos mis amigos compartían mi devoción por este grupo. En realidad, sólo uno de ellos, Jorge Macías, admiraba tanto o más que este servidor a Judas Priest. En un viaje a la frontera, Jorge consiguió los primeros discos, entre olvidados y míticos, del Sacerdote de Judas o Sacerdote Judío o Judas el Sacerdote (nunca fuimos muy buenos para la traducción): Rock-a-Rolla, Sad Wings of Destiny, Sin After Sin, Stained Class y Hell Bent for Leather, grabados entre 1973 y 1978. Escucharlos era como penetrar los arcanos de un culto minoritario; gracias a ellos comprendimos la esencia de Point of Entry (1981), disco injustamente vilipendiado; gracias a ellos nos familiarizamos con la vocación inquieta y cambiante del grupo, y asimilamos con facilidad las guitarras sintetizadas de Turbo (1986); gracias al conocimiento de aquellos discos, finalmente, pudimos reprocharle a Judas Priest la obstinación de no tocar en vivo canciones anteriores a 1977 (con la excepción honrosísima de “Victim of Changes”).

Debo confesar también que no he escuchado todavía Metal Works 73-93. Nada más con leer los títulos de las canciones y hojear el folleto incluido (fotos, comentarios de los integrantes del grupo y reproducción de las portadas originales de sus discos) tengo para sentirme recorrido por escalofríos adolescentes. Ese temor, que no dudaría en calificar de antiguo, es con el que amenazan las heridas amorosas que no han cicatrizado. Es el temor de revivir una pérdida, de lamentar nuevamente las razones de una separación. Tal vez convenga dejar que la memoria embellezca o disuelva o magnifique las líneas de un rostro que pudo no ser tan hermoso.


*Escribí este artículo en 1993 y lo publiqué, no sin ver cómo se fruncía más de un ceño, en el suplemento Nostromo, del diario Siglo 21. Años más tarde lo desenterré para, con algunos retoques, incluirlo en mi libro Signos vitales: verso, prosa y cascarita (UNAM, 2005). Hoy lo retomo ante la noticia de la gira de adiós de Judas Priest, programada para el año entrante. Ya se ve que incluso el más pecaminoso de los prestes acaba jubilándose...

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