Eduardo Lizalde ha escrito muchos buenos poemarios, y es obvio que no soy el único en opinar que su opus magnum es El tigre en la casa, libro estricto y desmesurado a un tiempo, desbordante y ordenado, refrescante y liberador en lo artístico, devastador en lo emocional. Obra no menos tremenda es La zorra enferma, si bien de otro diseño, de otra contextura literaria: volumen copioso, necesariamente irregular, extenso y misceláneo, La zorra enferma no es un libro para leerse de un tirón, como sí lo es El tigre en la casa. Yo sostengo que la obra maestra de Lizalde, maestra como quien habla de una llave maestra, es Caza mayor, cierre definitivo del periodo que Carlos Ulises Mata denomina “la década luminosa” de Lizalde, decenio que arranca en 1970, año en que se publica El tigre en la casa, y termina en 1979, año de Caza mayor, pasando por 1974 y 1975, cuando La zorra enferma gana el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, primero, y es publicado, después.
Caza mayor es un libro corto y lacónico. No contiene ningún epígrafe. Ninguno de sus treinta y dos poemas, numerados con romanos, lleva título. Nada que ver con La zorra enferma, donde abundan dedicatorias y epígrafes punzantes, casi como si se tratara de saques de tenis ante los que hubiera que plantar cara. Nada que ver con El tigre en la casa y su estructura casi novelesca, reverso acaso ―amargo reverso― de ciertos relatos de un amor optimista y francamente inverosímil. Caza mayor es puro nervio, en principio: un golpe recto a la mandíbula, sin fintas ni maniobras.
Con todo, Caza mayor logra, en su brevedad, aliar dos modelos de composición previa y espléndidamente desarrollados en El tigre en la casa y La zorra enferma. Por un lado, la estampa del mundo natural que, presentándose como una simple descripción de momentos cruciales en la vida de las fieras, extrae del irracional una especie de negativo, una enseñanza racional que denota en apariencia una moraleja y connota, en última instancia, la inutilidad final de toda moraleja. Por otro lado, la imaginaria transcripción de conversaciones informales, charlas de cantina y variadas ocurrencias que, si bien desde luego son monólogos líricos, impostan la forma del más prosaico diálogo tabernario, con vocativos propios de la declamación y la oratoria.
Decantarse por ambos modelos de composición ―y, además, combinarlos― no significa descartar otros que, como el epigrama de reminiscencias latinas o el poema rigurosamente político, Lizalde había hecho propios en La zorra enferma y El tigre en la casa. Más bien sucede que, parafraseando a Eduardo Hurtado, las ambigüedades tienden a desaparecer en Caza mayor en beneficio de una firme resolución moral, a saber: la de indagar en el propio envejecimiento (“en la propia disolución”, apunta Hurtado) corriendo, si es necesario, el riesgo de perorar o parecer grandilocuente. La perorata, sin embargo, se vuelve indispensable cuando el poeta consigue practicarla como una especie de improvisación dialéctica ―de ahí el constante recurso al vocativo, que ya mencionaba unos renglones arriba― y, por qué no decirlo, de gasto, desperdicio, derroche:
En 1979 aparece Caza mayor. Aquí la ambigüedad del tigre casero desaparece; a cambio, sobresale la decisión de enfrentar sin engaños la idea de la propia disolución. El intento resulta, de pronto, casi grandilocuente; pero todo cambia cuando el autor confiesa que no hay mejor manera de asumir la muerte propia que perder la vida (en el sentido de gastársela), y nos describe su forma de hacerlo: filosofando en las cantinas.
Ese malgastar la vida tiene su correlato formal en otro desperdicio: el que se hace, con absoluta malicia, del grand style, del estilo sublime, cultivado por Lizalde con tanta desenvoltura como resentimiento, al grado que la víctima propiciatoria por excelencia en la poética de Lizalde acaba siendo nada menos que la elocuencia grandiosa. Es normal relacionar a Lizalde con esa variedad estilística, predominante cuando menos en Latinoamérica desde hace seis décadas, que José Emilio Pacheco ha denominado “la otra vanguardia”: el llamado coloquialismo. Ahora bien, importa subrayar que Lizalde, a diferencia de los representantes propiamente dichos de la poesía coloquial, nunca escribe desde lo antipoético sino desde la crisis ―inducida por él mismo― de lo poético, es decir: nunca desde la muerte de la retórica, siempre desde su agonía, escenificada por lo demás con pompa, boato y excesos grotescos.
La relación de Lizalde con el coloquialismo queda mejor expuesta cuando se repara en la tensa relación de contenido y forma que se puede apreciar en un solo verso de peculiar expresividad. Recuerdo muy bien cómo, hace alrededor de veinte años, Baudelio Lara me hizo notar que un verso concreto en El tigre en la casa planteaba ―y, más aún, encarnaba― una cuestión auténticamente seria. Es éste:
Parte de prosa ha de tener el verso.
A primera vista, la oración es meramente declarativa. Si el verso debe o no debe tener partes de prosa (o de lo que se quiera) es un asunto de la voluntad, apenas la expresión de un propósito. Pero este verso en particular no es cualquier verso: es un endecasílabo acentuado en primera, cuarta, octava y, por supuesto, décima sílaba; una variante de verso dactílico, en suma, que no parece tener nada de prosa en sí mismo (como no sea la palabra prosa). Ello supone, ya que no un contrasentido, sí una importante contradicción, toda ella intencional y, por así decirlo, teledirigida por la conciencia del poeta. Lizalde prescribe que los versos contengan su buena “parte de prosa”, pero al hacerlo tiene la precaución de salvar a sus propios versos del cumplimiento de semejante obligación. Es notorio cómo, en Caza mayor, la prosa (esto es, en las metafóricas paridades manejadas por Lizalde, la inmundicia, la grisura, el desencanto) da la impresión de no estar en el verso, sino en la realidad toda, impregnándola y degradándola en su enorme conjunto:
Los remotos saurios de articulada desmesura
tardaban en crecer cien años,
como los templos góticos,
y vivían cinco siglos. Más que algunos dioses.
Hoy los sagrados tigres, los leones imperiales
viven quince, veinte años,
como los perritos.
Y nosotros, más finos, cuánto tiempo, cuánta luz valemos.
Si hoy tuviéramos dioses sólo vivirían gloriosos,
imperceptibles instantes,
acaso unos minutos.
Menos que algunos insectos.
Permítaseme ahora una digresión aparentemente descabellada. La primavera del año pasado leí en El País una crónica del narrador Harkaitz Cano. El tema de la crónica era el concierto que Nick Cave había ofrecido con su grupo, The Bad Seeds, en el Polideportivo José Antonio Gaska de San Sebastián el 24 de abril. Cano daba testimonio en su crónica de la intensidad, la teatralidad y la “furia” del roquero. “El australiano […] desgranó su rosario de historias con nudo y desenlace, haciendo propia a su manera la filosofía de Tom Waits”, relataba Cano. Esa “filosofía” es lo que por ahora me interesa, en vista de lo que implica: “que una buena canción ha de contar con el nombre de una ciudad (o de una mujer), con un clima determinado y con algo de comer o de beber, por si a uno le entra la pájara mientras escucha”.
Los poemas de Caza mayor, con ajustes mínimos, responden a ese triple deber: contienen, cada tanto, el nombre de alguna cantina (La Curva, La Providencia, La Derrota, El Tigre Negro, El Paraíso, La Flor de Valencia, El Mirador, La Ópera) o de algún lugar (la Calzada de la Viga, la Candelaria de los Patos), el de un clima espiritual determinado (angustia, desesperanza, rencor, satisfacción pasajera) y mucho de beber y de comer (“pichones en su jugo”, “un Reblochon sublime”, “cerveza, nunca vino de Lesbos”). Curioso hedonismo tratándose de un libro que no sólo tematiza, sino que se obsesiona con la muerte física. Es el hedonismo de los que celebran un banquete al recrudecerse la epidemia y dotan al carnaval de un trasfondo evangélico, un regusto de Última Cena, como en aquella secuencia del Nosferatu de Werner Herzog:
Siempre a la sombra del bar El Paraíso
que arrasarán las obras de rescate del Gran Templo Mayor
―indígena revancha―,
devorábamos pichones en su jugo,
los mejores de la Gran Tenochtitlan.
Y nos comíamos a Hegel,
a Kant y a sus abuelos empiristas,
con epazote metafísico a la Marx, a la Hölderlin,
la Lenin, la Novalis.
Chenopodium ambrosioides, ambrosía
sobre océlotl de piedra
a nuestros pies sepultados.
Cocinábamos proyectos, gatos callejeros
por jaguares de Uxmal o Monte Albán.
Jugosas ilusiones del dominó ruidoso,
la ignorancia estentórea,
la escultura silente.
Hasta que algún oscuro se animaba:
curtirán nuestras pieles, compañeros,
simplemente vamos a morirnos
―siempre la mula de seis―,
sin más Jaspers, ni Séneca, ni tía Chucha, ni nada.
La mosca de dos kilos
en la sopa caliente.
Y nos íbamos entonces a los infiernos,
hipócritas y subversivos
―tenebrosamente placenteros a veces―
de El Ratón y La Rendija
o La Burbuja y otros antros
en cuyo umbral resplandeciente
incluso los ateos
perdíamos por un tiempo
toda esperanza.
Tres mitos convergen ―para ser desmontados, por supuesto― en este poema. En primer lugar, el mito de la expulsión del paraíso, aquí transformado en el bar donde se pierde la inocencia con respecto a la muerte; después, el mito contemporáneo del tabú del canibalismo, desmentido por quienes proceden, sin remordimiento, a comerse a Kant, Hegel y demás filósofos; y, en tercer lugar, el mito no menos fundamental del descenso a los infiernos, representados por los antros (el Hades, en principio, es un antro: una gruta o caverna) de La Burbuja, La Rendija y El Ratón, descenso rematado por añadidura con una cita de la Divina comedia (“perdíamos por un tiempo / toda esperanza”: Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate). Mitos del espacio ―el que se nos prohíbe, por un lado, y en el que nos resignamos a vivir o al que somos condenados, por el otro― pero también del tiempo: el paraíso terrenal está en el pasado, necesariamente, y el infierno es el porvenir de los réprobos, que ignoran o transgreden la ley.
Recuérdese que filosofar en las cantinas (Eduardo Hurtado dixit es para el poeta de Caza mayor la forma de asumir su propia muerte gastando la vida. La cantina, por lo tanto, más que un mero lugar de preferencia, es en verdad un espacio que se adapta formidablemente a la estructura de Caza mayor y a la mecánica de su imaginario, puesto que al mismo tiempo conviene al diálogo y al ensimismamiento, al gesto afectuoso y al ademán violento, a la pulsión tanática y a la erótica. Años atrás Luis Ignacio Helguera dictaminaba casi lo mismo:
En las cantinas, donde aparentemente el tiempo no transcurre y todas las citas contraídas en el mundo remojan, y finalmente pierden, su importancia, brinda, de pronto, junto a nosotros, con nosotros, en la barra, un desconocido. Es sólo nuestra propia muerte, que ha trasladado su domicilio de la casa a la cantina. El poemario alterna, con maestría, el [sic] promenade bohemio que evoca viejas borracheras con amigos (José Revueltas, Alí Chumacero, Jaime Sabines, Marco Antonio Montes de Oca) en cantinas célebres y familiares donde se botaneaba el verso, con instantáneas magníficas de la extinción colosal del tigre.
Caza mayor (“acaso después de El tigre en la casa el libro más bello y consistente de Lizalde”, según Helguera) es, a final de cuentas, un poemario reflexivo. Su estilo es coloquial en el sentido más noble del término: es un volumen de diálogos, por lo que superficialmente se deja leer como una bitácora tabernaria de charlas con amigos. Pero el verdadero diálogo de Caza mayor, el único, es un diálogo del poeta consigo mismo, una meditación, una introspección.
A veces pienso que lo mejor que se puede afirmar sobre Caza mayor, y acaso también sobre cualquier otro libro de poesía, está ya dicho en otro libro, en otro poema. Véase, si no, éste, titulado “Pie de página”, de Tabernarios y eróticos, libro de Lizalde publicado por vez primera en 1988. Quién hubiera dicho que la casa y la cantina, sin tigres ni zorras ni alegatos, acabarían siendo las metáforas más persistentes del poema y de la poesía para Lizalde:
Dice Painter que Proust pasó en su casa
una infernal, terrible temporada
de cierto culto al “buen gusto”,
pero en los últimos años, llenaba las estancias
con objetos horrendos, aunque amados, deformes
y sagrados, que hablaban de sus muertos,
de su infancia, de su tiempo perdido.
El que no puede, con su carne y humores, llenar su casa,
suele salir con frecuencia a las cantinas
―en otro tiempo espléndidas―,
del centro y de los aledaños de esta errática ciudad.
Pero, si es triste abstemio,
suele también infestarla con cosas de otros mundos,
que desbordan estantes
y estorban la visión de los libreros
en la pobre morada, que es casa del ausente.
Y una casa, sólo se colma con el que la habita.
Una casa es un alma que habita en su habitante.
Las preconstruidas bellezas ―austeras o suntuosas―,
sólo son galerías de almas ajenas,
guardarropa prestado.
Y los poemas son como las casas:
tienen que estar habitados para ser poemas.
(Acabo de publicar este artículo en el número 133 de Crítica, correspondiente a los meses de julio y agosto de 2009. Hoy, por lo demás, Eduardo Lizalde cumple 80 años, y eso hay que festejarlo como buenamente se pueda.)
7 comentarios:
Maravilla tu ensayo, tan liso y preciso como veloz y económico. Pienso que tal vez hubiera sido interesante mencionar la mutua influencia que tuvieron Salvador Elizondo y Lizalde, dos de los mejores anfitriones que ha habido en México. El "chato" Elizondo admiraba El tigre en la casa casi tanto como Muerte sin fin o El cementerio marino. Me consta, porque en una época bebíamos White Horse de tarde en vez en su depa del Parque México, y cuando llegaba la hora de leer algo en voz alta, Salvador siempre elegía a Lizalde o a Paul Valéry.
Sabor y saludos de Mariano Flores Castro desde el relajado lecho de la Sibila.
¡Hey, Mariano! Tienes razón. Alguien, algún día, tendrá que arrojar alguna luz a propósito de la relación Elizondo-Lizalde. Para empezar, el ensayo de Salvador Elizondo en aquel disco de Voz Viva de México es no sólo una de las mejores cosas nunca escritas acerca de Lizalde, sino uno de los mejores ensayos que haya escrito Elizondo, lo cual ya es casi una desmesura.
Por lo demás, nunca faltaban despistados en la provecta provincia que los confundían a la menor provocación. Una vez, en Guadalajara, tuve la suerte de asistir a una conferencia de Salvador Elizondo en donde yo estudié la carrera: la Facultad de Filosofía y Letras (o, mejor aún, la Escuela de Letras o Secuela de Lepras, que dijera Gervasio Montenegro). El caso es que una profesora -que había sido, por cierto, maestra mía de gramática- lo quiso presentar leyendo una semblanza... ¡de Lizalde! Yo tuve la osadía de agitar la mano para señalar el error, y Elizondo se atrevió a interrumpir a su anfitriona diciéndole con toda cortesía que no estaba leyendo la ficha correcta. Lo curioso es que a Elizondo, nacido en 1932, le hubiera convenido en cierta forma dejar las cosas como estaban, porque la semblanza de Lizalde contenía por su parte un error: en lugar de asentar que Lizalde había nacido en 1929, decía que su año de nacimiento era 1939. Con lo cual Elizondo se habría echado siete años a la bolsa...
Desde la perspectiva del primer afectado, esta especie de anécdota sin gracia figura en 'Estanquillo', libro de artículos aparecido a comienzos de los años 90.
Va un fuerte apretón de manos.
Estimado Luis Vicente:
Tu blog es impecable. Hoy, sin embargo, le ha salido una verruga: el endecasílabo que citas tiene los acentos en las sílabas primera, cuarta, OCTAVA y décima; pongo en mayúsculas las sílabas tónicas: PAR(1)te(2) de(3) PRO(4)sa ha(5, con sinalefa) de(6) te(7)NER(8) el(9) VER(10)so(11).
Un abrazo y mucho gusto.
A. N.
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Alonso:
Tienes toda la razón. Gracias por hacerme notar mi error. Voy a corregirlo de inmediato.
A tus órdenes,
Luis Vicente.
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