¿Cuánto se ha dicho, por escrito y en conversaciones informales, a propósito de quienes trastocaron sus calcomanías y pusieron
urge lana
en donde se debía leer Jorge Arana, nada menos que
i lo miE
donde habría un Emilio, una
rosa
inofensiva con letras de Tarcisio y
para Zapopan, amor
en vez de para Zapopan, Zamora? Muchísimo, sin duda, y esto al grado que ya no parece divertido abundar en el asunto. Yo insisto, sin embargo, en que la sublevación chistosa de las calcomanías distorsionadas tiene mayor vigencia el día de hoy que la ortodoxia perecedera de las etiquetas originales. Quién sabe a qué micciones aluda el que puso i lo miE con el higiénico Emilio del principio; nadie ignora, por el contrario, que “lana” urgirá siempre, y amor ya ni se diga. Leyéndolo bien (es decir: leyéndolo con la sonrisa que provoca y la gracia que supo conquistar) el meón transemiliano es más rotundo y creíble que su ordenado antecesor. Como el atento ciudadano que pretendo ser, yo incluso me atrevo a sugerirle a Emilio —quien por lo visto ganó las elecciones— que multe a los automovilistas que no hayan arrancado aún sus calcomanías electorales con tantas cargas de salario mínimo como días hayan transcurrido a partir del 6 de julio. Y que perdone y hasta premie a quienes hayan trastornado la etiqueta primaria. El buen humor y la tan cacareada creatividad tienen que valer como atenuantes a la hora de juzgar el delito de contaminación visual.
Según he podido leer, el 6 de julio en Jalisco más de 50,000 electores anularon sus boletas. Esto quiere decir que cinco partidos juntos, de la grotesca Sociedad Nacionalista (que algo debe tener de Nacional Socialista, por lo menos nominalmente) al imperceptible Partido Liberal Mexicano y la todavía menos fuerte Fuerza Ciudadana, pasando por el PAS y México Posible, no pudieron igualar ese total de votos nulos. Ni siquiera un provechoso donativo de 1,500 votos —los que recibieron los candidatos no registrados— bastaría si quisiera emparejarse la suma de tales partidos minoritarios con la de las boletas anuladas. Ocurre algo semejante con los partidos mayoritarios, que juntos no logran empatar con abstenciones e indiferencias comunes y corrientes. La estrategia de actores políticos y medios informativos por igual es de sobra conocida: el voto nulo, dicen, es cuando mucho un síntoma de analfabetismo. Que rima con abstencionismo, según alegan tales afectados: dejar el voto para después, y luego ya veremos, no puede ser considerado un gesto de rechazo ideológico sino... ¡de pereza, irresponsabilidad o extravío! (El rostro de los promotores del voto se pone aquí pálido y tristón, como a punto del cívico berrinche.) Incapaz de razonar acerca de semejante cifra, el despechado Jorge Arana denunció como “irregularidad” que unas 15,000 boletas —en lugar de las 8,000 de hace tres años— hayan sido inutilizadas por los votantes de Guadalajara. Pensar en el significado político de los votos nulos, que deben sumarse además al porcentaje de abstencionismo del municipio, el estado y la república entera, es al parecer un ejercicio intelectual demasiado laborioso para los candidatos.
Al paso que va todo, muy pronto los partidos políticos (con sus afiliados y votantes) formarán la principal minoría estadística del país y alguien tendrá que legislar acerca de sus derechos. No faltará un alma caritativa que les reserve asientos en los autobuses, les tramite rebajas en las farmacias o les dé paso libre a parques y jardines de paga. Los que anulamos nuestras boletas electorales, llegado ese tiempo, tendremos que organizar campañas, charlas radiofónicas y cursillos para explicarles por qué invalidar el voto es un derecho y un deber, una obligación educada y civilizadora. Los niños aprenderán desde la escuela maternal a trazar dos líneas diagonales y paralelas en boletas premonitorias, y jugarán a no ser el presidente, y apodarán con hiriente precisión a los ingenuos que lleven su mochila del PAN, su lonchera del PRD o su lonche del PRI al salón de clases.
Yo debo confesar que la solemnidad, el mal humor y cierta vocación de inofensivo pirómano verbal me derrotaron el pasado 6 de julio ante mi juego de boletas. Además de anularlas, desde luego, anoté al calce algunas consignas tremebundas. “El voto no debe someterse a las órdenes de quienes atentan contra la convivencia democrática”, escribí primero, y luego: “No hay por qué legitimar con el voto a los enemigos de la democracia”. Doy por hecho que los funcionarios de la casilla se rieron de mí, de mis votos nulos, con perfecta legitimidad. Hubiera sido preferible —me repito aún, castigándome— despertar otra especie de risa: la que inspiraron esos automovilistas de anagrama y tijeras que, puestos a divulgar un mensaje con el arma de las etiquetas rodantes, hicieron chistes más o menos ingeniosos y, muy congruentemente, los hicieron a costillas de quienes jugaron a la seriedad máxima con todo este asunto.
(Este artículo apareció en Mural pronto hará seis años. Me parece que, leído con la perspectiva del día de hoy, con las próximas elecciones ya muy a la vista, sigue conservando algún interés. Cuando lo escribí acababan de pasar las elecciones del 6 de julio de 2003. De los entonces candidatos a las presidencias municipales de Guadalajara y Zapopan, por no referir sino a ellos, pueden afirmarse y se han afirmado cientos de cosas. Y en muchos vehículos que aún circulan por la ciudad siguen leyéndose los anagramas que, unos más chuscos que otros, los automovilistas decidieron formar con los nombres y las consignas de quienes, hasta la fecha, se han resistido a observar de frente la evidencia de sus respectivas nulidades. Con todo y el décalage de seis años, quiero dedicar a mi amigo Juan José Doñán, enemigo del voto nulo, estos párrafos de quien ya cumple una década y media tachando, maltratando y anulando sus boletas electorales.)
6 comentarios:
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