De los numerosos poemas que Octavio Paz escribió en la India, sin duda el más antiguo es “Mutra”, quinto de los nueve que forman La estación violenta (1958). He aquí el versículo final: “Y hundo la mano y cojo el grano incandescente y lo planto en mi ser: ha de crecer un día”. Aparecen, después, un topónimo y una fecha: Delhi, 1952.
Donde se hunde aquella mano es en los “restos negros” de una ciudad en ruinas, en sus “algas acumuladas” y “aguas somnolientas”, en el cascajo de sus “torreones demolidos” y “cámaras humeantes”, en las “naves ardiendo” y las “últimas imágenes” de una realidad “que agoniza”. Tratándose de Paz, ya casi es natural dar por sentado que semejante devastación conlleva una semilla o promesa: la de un segundo nacimiento. Éxtasis y profanación, diría el poeta: Mutra es el nombre de una ciudad sagrada (Mathura) y es también la palabra que significa “orina” en sánscrito.
Cuando escribió “Mutra”, Paz desempeñaba el cargo de segundo secretario de la embajada mexicana en la India, cuyo titular era Emilio Portes Gil. A los pocos meses le fue conmutado el puesto por otro en Japón. Pasaron luego diez años, con otros viajes y trabajos, y en 1962 Paz fue nombrado embajador en la India. Como es bien sabido, Paz renunció a ese cargo en 1968 a raíz de la matanza de Tlatelolco. Concluyó así un lapso de seis años en los que Paz publicó una impresionante sucesión de libros: de poesía el primero (Salamandra, de 1962) y de pensamiento estético, crítica literaria y pictórica y divulgación antropológica los posteriores (Cuadrivio, de 1965; Puertas al campo, de 1966; Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo, de 1967; Corriente alterna, también de 1967, y Marcel Duchamp o el castillo de la pureza, de 1968). Del mismo periodo son sus traducciones de Fernando Pessoa (1962) y el prólogo a Poesía en movimiento (1966).
Pero el auténtico “ciclo hindú” de Paz únicamente se completa con la suma de otros cuatros libros, ya porque suponen rememoraciones del paisaje y las costumbres del subcontinente (así ocurre con Vislumbres de la India, de 1995, y con ese libro anterior, en todo punto extraordinario, cruza de sueño y crítica, de alucinación y ensayo, de poema en prosa y novela: El mono gramático, de 1974), ya porque fueron escritos, en parte o del todo, en la India, pero editados un poco después de la dimisión a la embajada. Este último es el caso de Conjunciones y disyunciones, de 1969, y de Ladera este, del mismo año. En cuanto a la publicación de Ladera este, cabe decir que había sido precedida en 1967 por la edición artesanal de Blanco, poema extenso que vino a constituir, con algunas adaptaciones tipográficas, la tercera y última sección del poemario.
En el undécimo tomo de las Obras completas de Paz, los tres apartados internos de Ladera este aparecen como tres conjuntos autónomos: “Ladera este” (1962-1968), “Hacia el comienzo” (1964-1968) y “Blanco” (1966). Cada serie, por lo tanto, debe ser entendida en su especificidad: el amor físico y la memoria individual son los temas de “Hacia el comienzo” así como el registro epigramático de la experiencia cotidiana y un diálogo particular entre las culturas de la India, México, Estados Unidos y Europa son las constantes de “Ladera este”. Lo cierto es que tales demarcaciones tienen significado apenas en lo anecdótico: el sentido genuino de Ladera este no está en las fronteras más o menos arbitrarias que Paz, en tirajes diferentes, le haya impuesto al volumen, sino en la peculiar y expresiva cohesión que los poemas de los tres conjuntos pactaron entre sí en dos ediciones cruciales: la primera, ya se ha dicho, de 1969; la cuarta, sensiblemente corregida, de marzo de 1984.
Así las cosas, Ladera este no es un libro técnicamente uniforme, pero sí unitario y coherente. Lo que Manuel Durán llamó en alguna ocasión “el carácter desorbitado e inclusivo de la vivencia oriental” aparece con absoluta claridad en los poemas de mayor ambición y longitud que hay en el volumen: “El balcón”, “Vrindaban”, “Viento entero”, “Cuento de dos jardines” y, por supuesto, “Blanco”, todos ellos ágiles y, por así decirlo, curvilíneos, rotatorios, incluso agitados. Yo, sin embargo, he preferido siempre los epigramas de un par de series alternadas, “Himachal Pradesh” e “Intermitencias del Oeste”, y algunas breves maravillas en forma de miniatura japonesa o revelación taoísta contenidas en “El día en Udaipur” o “Maithuna”. Ello me ha condicionado —ahora lo percibo— a leer los poemas extensos como si, en el fondo, fueran encadenamientos de piezas breves. Hoy puedo afirmar que la programación más o menos ingenieril de “Blanco” no me sorprende ni me conmueve. Ciertos pasajes, anotaciones veloces y descripciones al vuelo en esos mismos poemas de varias páginas me resultan, en cambio, inestimables, como este retrato de un grupo de mendigos en “Vrindaban”:
Pórtico de columnas carcomidas
estatuas esculpidas por la peste
la doble fila de mendigos
y el hedor
rey en su trono
rodeado
como si fuesen concubinas
por un vaivén de aromas
puros casi corpóreos ondulantes
del sándalo al jazmín y sus fantasmas
Mucho se dijo hace años, por mezquindad o por haraganería, que lo mejor de Octavio Paz había que buscarlo sólo en sus libros de poemas (o sólo en sus traducciones, o sólo en su crítica de pintura, o sólo en sus polémicas de articulista político: el aspecto a privilegiar variaba según el sabio en turno que intentaba orientar la perspectiva). El ciclo hindú es la mejor prueba de que a Paz, antes bien, hay que leerlo en diagonal, incluso en zigzag: de los poemas a los ensayos críticos y de la prosa de combate a las divagaciones más o menos autobiográficas e introspectivas. Libro diurno, germinación del “grano incandescente” sembrado, años atrás, en “Mutra”, Ladera este de algún modo es el eje felizmente inestable (“Ando perdido en mi propio centro”) de dicho ciclo.
("El grano incandescente" acaba de aparecer en el número 112 de Letras Libres, correspondiente al mes de abril en curso.)
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