Hoy he vuelto a leer aquella conferencia, “¿Qué es la crítica literaria?”, editada entre sus indispensables Ensayos sobre crítica literaria (1993), y he subrayado tres o cuatro frases que me parecen excepcionalmente valiosas. Alatorre opina, por ejemplo, en un primer esfuerzo de claridad expositiva, que “así como el cuento, el poema, la novela, han convertido en lenguaje la experiencia del autor, así la crítica de ese cuento, de ese poema, de esa novela, convierte en lenguaje la experiencia dejada por su lectura”. Ahora bien, a pesar de su nitidez, el paralelo trazado entre la “experiencia” del autor y la “experiencia” de sus lectores deja sobre la mesa la cuestión de qué podrá ser o a qué deberá llamársele así, experiencia. Será el mismo Alatorre quien, páginas adelante, haga frente al problema: “el crítico está aprendiendo siempre. […] El verdadero crítico habla desde su experiencia; y, como es natural, la experiencia de las obras literarias […] no tiene límite. Hay siempre cosas nuevas que leer, hay siempre nuevas lecturas posibles de obras ya leídas. El que considera la experiencia como una etapa que se concluye […] se está condenando a la fosilización y a la muerte”.
Si la “experiencia de las obras literarias” es una experiencia ilimitada, y si se trata por añadidura de una experiencia mixta o mestiza, de un espacio en el que se cruzan o convergen autores y lectores, bien puede razonarse que no es fácil determinar en dónde se acaba el aporte del poeta y empieza la contribución de su auditorio. Y es ahí, en esa fecunda indistinción entre lectura y escritura, entre creación y recepción, entre recepción y recreación, donde la crítica se vuelve no sólo posible, sino indispensable. “La crítica literaria tiene esto de curioso, esto que la distingue, por ejemplo, de la investigación científica: que en ella (en la crítica literaria) se identifican sujeto y objeto, mientras que en la investigación científica sujeto y objeto están separados”, dice igualmente Alatorre. Y añade a renglón seguido: “El hombre de ciencia puede apresar en sus redes una cosa obviamente distinta de lo que es él como persona; trabaja con lo que no es su yo; puede plantarse frente a ese objeto, rodearlo por todos lados, reconocerlo y delimitarlo. El crítico literario, en cambio, se enfrenta a sí mismo, trabaja con su propia experiencia, con su propio yo”.
Hay veces que no hace falta leer más: basta con distinguir la luz en donde brilla. Luz de la comprensión. Luz del ser comprensivo. Y luz, en particular, del apetito de saber y de saberse otro para el otro. Si tal es el poder de la literatura, tal es también el de la crítica.
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("Luz de Alatorre" se publicó ayer, domingo 4 de diciembre de 2005, en Mural.)
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