Hace apenas tres años, José Olivio Jiménez y Carlos Javier Morales publicaron un valioso libro titulado Antonio Machado en la poesía española. En mi opinión, el subtítulo del estudio (La evolución interna de la poesía española, 1939-2000) deja presentir ya el porqué de su importancia. Lo que se propusieron Jiménez y Morales fue contar la historia de la poesía española contemporánea, tomar el fin de la Guerra Civil como punto de partida, enderezar la exposición a partir de un solo indicio (la presencia de Antonio Machado, su obra y su ejemplo, en el trabajo de los poetas que vinieron tras él) y hacer magistralmente como si el resultado no fuera “una historia” de la poesía española contemporánea, sino apenas una específica y modesta contribución al estudio general de la materia. Con todo, lo cierto es que dichos hispanistas consiguieron escribir más que una buena historia de la poesía española: escribieron, a mi ver, el mejor de cuantos libros de historia literaria se hayan publicado en los últimos años, y ello porque lograron valerse de una triple limitante (la del área de conocimiento, la de la época y la del tema concreto del estudio) para ganar en congruencia lo que sacrificaban en extensión o, si se prefiere, para ganar en carácter y dinamismo lo que sacrificaban en impersonalidad e indiferenciación.
Tal vez la “evolución interna” de la poesía mexicana, tema interesante por distintos motivos, podría entenderse mejor si en la crónica o narración de su historia se le diera sitio a factores tan aparentemente microscópicos y especializados como el que Jiménez y Morales privilegiaron en su libro. Puede ser que la palabra “evolución” tenga demasiadas resonancias de mejora y progreso darwiniano; más valdrá, entonces, hablar no tanto de la evolución interna de una literatura como de su movimiento interno, si no es que de su movilidad. En todo caso, lo que se lograría es actualizar (o sea desinhibir) el acercamiento historiográfico a las obras y las épocas literarias, acercamiento que muchos consideran ya inoperante y desfasado en sus formas actuales, ajustándolo a su verdadero campo de interés: no el territorio de las obras en su intimidad, aisladas de su entorno, sino el espacio en que las obras tienden a relacionarse con sus lectores, con sus críticos, con quienes no habrán de leerlas nunca y, desde luego, con sus propios autores, es decir: con la suma de las experiencias que los autores han puesto a girar en la órbita de sus propias obras.
La historia de la poesía mexicana se podría narrar entonces de varias formas. Hay quienes creen que todavía es posible contarla desde la castidad más elevada, como si se tratara de poemas compuestos y publicados en Saturno, remitiéndose —o fingiendo hacerlo— a las puras pruebas estéticas. Hay quienes prefieren la nota de sociales o, cuando es mucha su audacia crítica, la nota roja. Como es evidente, detrás de ambas prácticas hay otras tantas creencias: que se puede comprender un poema comprendiendo solamente las palabras que lo componen, por un lado, y que se puede hacer abstracción de los textos para centrarse a gusto en la vida y miseria de los poetas, por el otro. Yo pienso que todavía es posible narrar la historia de la poesía mexicana poniendo por delante la crónica de sus poemas y poetas, desde luego, pero también escribiendo la de sus traducciones, la de sus revistas, la de sus editoriales, la de sus antologías, la de sus polémicas, la de sus premios.
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("Historia, historias" fue publicado en Mural el domingo 1º de mayo.)
1 comentario:
Luis Vicente, actualiza tu blog para los que no podemos leerte en el periódico.
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