16 de junio de 2010

El centro de la equis

Cabe imaginar, suponer o postular a dos jugadores ante un par de tabletas de cartulina. O acaso a tres jugadores. O acaso a uno solo. Cabe imaginar o suponer que uno de ellos, cualquiera, el único, el que primero ha tenido el atrevimiento, ni ungido ni señalado, en modo alguno definido por instancias previas, gloria o poder, cualquiera, toma un dado negro, un dado blanco, y los arroja simultáneamente con el fin —todavía incomprensible— de marcar una posición original. Mueve, siguiendo la suma de los dados, una ficha, la de color azul, por el eje vertical de una tableta, llamada la Tabla del Vacío. Desciende, si arrojó un ocho, hasta el casillero de lo justo. Lanza otra vez los dados y merece un siete: lo múltiple. Recibe de lo más alto de la misma columna este verbo conjugado: discierne. Cambia de tableta y reanuda la operación. Está en la Tabla del Deseo, por la que desliza una ficha roja. Con el siete desciende hasta la energía y avanza, con el doce, hasta el entusiasmo. Puede así formular un “mandato”: Lo justo de lo múltiple discierne la energía del entusiasmo. A lo que se agrega: en doce versos.

Este “mandato” no significa en verdad nada. El jugador lo escucha sin traducirlo, sin querer comprenderlo. Trata de ajustarse a la pura conminación: trata de respetarla, ciñéndose a una exigencia duplicada: el aprendizaje de una carencia, por una parte, y el impulso de recubrirla o de colmarla, por la otra. Vuelve a tomar los dados. La inminencia del vacío, el apremio del deseo: ambos retos, ambos temores, ambas incitaciones lo llevan a requerir una memoria —explorando, con ello, un laberinto: explorándolo, estructurándolo y extraviándose, al recorrerlo, en él. Lo explora sabiendo que un mandato le ha sido impuesto, un mandato cuya satisfacción tendrá la forma de un poema en doce versos o “frecuencias rítmicas”. Se le presenta un Libro de la Memoria (el ya mencionado laberinto) y en él cuatro zonas o capítulos que irán abriéndose por voluntad manifiesta del jugador: Tiempo, Espacio, Persona y Experiencia. Le parece que un primer verso, no por lo justo de lo múltiple ni por la energía del entusiasmo, sino por el verbo discernir, conjugado en presente y en tercera persona del singular, debe salir del capítulo Persona y seguir el catorceno de sus veintiséis rumbos: “el + sustantivo”. Los dados le devuelven un dos, el blanco, y otro dos, el negro. Ese dos repetido es un verso del Libro de la Memoria: “el aliento desencadenado que ritma la tormenta”. La forma y el tono de la frase, y el imperativo del mandato, le hacen elegir de nuevo la Persona y seguir, en ese capítulo, el cuarto rumbo: masculino, singular, tercera persona. Lanza un cuatro y un uno: “su sombra, anticipándose a su paso, lo protege”. Lo que parecía destinado a ser el sujeto de la frase: “el aliento desencadenado...”, resulta su complemento. Invoca otros nombres, elige diferentes entradas, junta los doce versos, les da una puntuación y cumple, a su modo, al modo ajeno del azar y la congruencia objetiva, la congruencia de los instintos, con el mandato:

El aliento desencadenado que ritma la tormenta:
su sombra, anticipándose a su paso, lo protege.
Hoy me palpo el mentón en retirada,
siento el redoble con que me convocan a tierra de nadie
y el poema asciende y cubre con sus dos alas el abrazo de la noche y el día.

¿Quién sabe sentir lo que siente?
No hay que llorar: ¡silencio!
Al fondo del dominio personal
todos han intentado, encontrado, perdido.
Todos caen y caen y van perdiendo el bulto en la caída.

Si vas despacio, el tiempo va detrás de ti, como un buey manso.
Lo mejor es un sueño, completamente borracho, sobre la arena.


Pierre Reverdy, en dos ocasiones; César Vallejo, Olga Orozco y Octavio Paz; Fernando Pessoa, Antonio Machado, Novalis, William Butler Yeats y Gonzalo Rojas; Juan Ramón Jiménez y Arthur Rimbaud. Con este once, audaz alineación que no por ser inusitada es menos lógica, el jugador confirma que la poesía y las máquinas —o, más precisamente, la operación mecánica y la operación poética— pueden, a veces, congeniar. Congeniaron ya, por supuesto, en la “máquina de trovar” o aristón poético de Jorge Meneses, personaje inventado por Juan de Mairena, personaje inventado por Antonio Machado. Congeniaron también, con diferente propósito, en el Anapoyetrón de Pierre Émile Aubanel, físico y lingüista imaginado por Salvador Elizondo. En palabras de Jorge Meneses, la máquina de trovar es una especie de instrumento de medición que “no registra en cifras, no traduce a lenguaje cuantitativo la lírica ambiente, sino que nos da su expresión objetiva, completamente desindividualizada, en un soneto, madrigal, jácara o letrilla que el aparato compone y recita con asombro y aplauso de la concurrencia”. La máquina de Aubanel, por el contrario, fue diseñada con el fin de “hacer reversible el proceso por el que la energía del poeta se concentra en el poema”. El aristón captura la energía o denominador común de un grupo de personas y compone, con ese impulso, un texto al gusto de todas ellas; el Anapoyetrón, por su parte, descompone los textos ya existentes para condensar la energía que fue necesaria para componerlos.

En este sentido, La máquina del instante de formulación poética, esto es: el trabajo de “reconstrucción” que ha preparado Ricardo Castillo, la máquina propiamente dicha y los textos que la describen, funciona tanto por fisión, aislamiento y clasificación de ciertos componentes verbales —los versos de su Libro de la Memoria o banco central de unidades rítmicas, de frases— como por fusión y configuración de nuevos poemas. Hereda su optimismo constructor de la máquina de Meneses, que tiende a generar poemas, y resulta inimaginable sin la resignada trituración de la máquina de Aubanel, que tiende a restituirlos al vacío y a la nada. Como en estas notas, en el trabajo de Castillo (no es válido llamarlo apenas “libro” ni “juego”) el caos tiene un papel determinante. De ahí las dificultades que supone su presentación.

En efecto, la presentación de La máquina del instante de formulación poética supone a la vez una dificultad material y otra que se diría de fondo, si bien la primera no se vuelve con ello superficial. Por una parte, la máquina existe como CD-ROM interactivo y como juego de mesa. Por la otra, es a la vez un artefacto lúdico y un dispositivo de reflexión estética muy profundo y brillante. No hay sino el gusto de cada quien para solventar la primera dificultad: yo he preferido el juego de mesa, con sus tabletas y sus dados concretos, corpóreos, “tridimensionales”. Otro es el dilema de fondo, que hace de la máquina un bello pasatiempo, un oráculo a veces perturbador y siempre generoso, un instrumento pedagógico (“Claro está que su valor, como el de otros inventos mecánicos, es más didáctico y pedagógico que estético”, decía ya Machado acerca de la máquina de trovar) y una “humilde mansión” cuyas recámaras, pasillos y escaleras corresponden a la ingeniería del “conocimiento poético”, a su alternancia de limitaciones formales y aperturas a lo ilimitado.

Sugiere también Machado que su máquina de trovar, por más que opere siempre, sin excepción, de modo completamente impersonal, es en el fondo una máquina de sentir. No, desde luego, porque la máquina sienta nada; pero sí porque sus funciones posibilitan la expresión de afectos conocidos y la irrupción de afectos ya menos frecuentes, más complejos. La máquina, entonces, no es en todo analítica: es, en la constitución de los poemas que le dan coherencia y prestigio, sintética. Lo mismo puede afirmarse de la máquina de Castillo, que —según el propio “reconstructor”— es un tenue reflejo de otro aparato, esbozado por un tal Ximénez y anulado, por sí mismo extinguido en el apogeo de su funcionamiento. Así, la máquina de Ximénez, arquetipo de la máquina de Castillo, debe catalizar la “inexpresable nada” (Ungaretti) desapareciendo en ese vacío que precipita. Y es por ello, como la de Machado, una máquina de sentir: la experiencia viene a ocultar en ella el método que pudo suscitarla. El transcurrir, el discurrir y la sucesión desaparecen al provocar el instante.

La máquina del instante de formulación poética se compone, pues, de un relato: X, un sustancioso glosario y un juego de mesa. El relato es, en importantes proporciones, fantástico: a medida que se acerca el final, su marcada vertiente de “sobrenaturaleza” toma el rumbo de un clímax que sólo puede ser el de la desaparición mágica del aparato. Tanto el glosario como el juego de mesa contribuyen a la doble composición —calculada e incalculable— del trabajo entendido como totalidad.

Me gustaría subrayar, por último, la importancia de los mandatos en el funcionamiento de la máquina. En ellos, por disposición del azar, que incide sobre un par de cuadrantes nocionales muy próximos al Tarot: las antedichas Tablas del Vacío y del Deseo, quiere sustituirse o representarse la urgencia de la inspiración, ese apremio que algo ajeno al poeta lo mueve a conocer de pronto una forma peculiar de atención, una extraña receptividad que implica la disolución de la persona como entidad activa, dueña de su voluntad, capaz de proponer, emprender o comenzar algo. Sobra decir que tal disolución es la gran ausente, o cuando mucho el comparsa ilustre o convidado de piedra, callado y más o menos vergonzante, de un amplio sector de la investigación literaria contemporánea. El trabajo de Ricardo Castillo es, entre muchas otras cosas, una rehabilitación poderosa, imaginativa y sonriente de la inspiración como fenómeno estricta y específicamente —no, en cambio, exclusivamente— ligado a la creación verbal. En mi lectura, el mandato es aquí el nombre que recibe la conminación o mandamiento silencioso (l’injonction silencieuse) que para un poeta francés, Jacques Dupin, es condición, característica y naturaleza, en diferentes etapas, del trabajo poético. La inspiración está en el centro de la equis, en la inicial misteriosa de Ximénez, en el vacío propulsor de todo acontecimiento poético genuino.


(Si calculo bien, hace ocho años leí estas notas en la presentación de La máquina del instante de formulación poética, de Ricardo Castillo. Después, en 2004, incluí el texto en mi libro Lámpara de mano. Ahora lo recobro porque de alguna forma viene a completar o enriquecer cosas dichas en la entrevista con Castillo que había publicado en este blog hace no muchos días.)

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