15 de abril de 2010

Migraciones del arte a la realidad

por TERESA GONZÁLEZ ARCE y LUIS VICENTE DE AGUINAGA

Hace no mucho tiempo, en el Primer Congreso Nacional sobre Literatura Española Contemporánea, uno de nosotros presentó una ponencia en torno a las traducciones de poesía elaboradas por el escritor español José Ángel Valente a lo largo de su vida. Concluía dicha ponencia, que luego apareció en la revista Luvina y en dos libros colectivos de investigación, con la cita de un poema del italiano Eugenio Montale (traducido por Valente, se comprende) y su obligada comparación con cierto recuerdo personal de Valente, según éste lo relatara en entrevista con Danubio Torres Fierro. “Es el de Montale”, decíamos entonces, “un poema con personajes, una estampa de rememoración autobiográfica en la que un religioso barnabita es objeto de una cesación o suspensión a divinis que inspira en la voz enunciadora, trasunto de una voz infantil, [algunas] dudas o preguntas de orden teológico”. La ingenuidad pueril ―importa subrayarlo― garantizaría, en principio, que los titubeos propios del poema fueran leídos no como un simple juego entre la suspensión institucional del clérigo y la eventual suspensión de su cuerpo en el vacío, sino como la búsqueda urgente de un mínimo equilibrio, de cierta orientación entre lo inmediato y lo imaginario, entre lo llano y lo figurado:

Que desprendiera un tufo de herejía
parecía ignorarlo la familia. Muerto
y ya olvidada la persona, supe
que estaba suspendido a divinis y quedé boquiabierto.
¿Suspendido de qué? ¿De qué cosa y por qué?
¿A medio aire, en fin, sujeto con un hilo?
¿Sería lo divino un gancho o colgadero?
¿Entra por el olfato como cualquier olor?


Agregábamos en seguida que Valente, conversando en 1993 con el escritor uruguayo Danubio Torres Fierro, aseguró que su familia, durante los años de la Guerra Civil española y los inmediatamente posteriores,

guardó los libros [...] de un sacerdote gallego llamado Basilio Álvarez, que tuvo su importancia porque fue uno de los fundadores del movimiento galleguista y llegó por ello a ser suspendido a divinis —lo que a mí, al escucharlo, me dejaba muy impresionado porque pensaba que él estaba suspendido de alguna cosa en el aire.


Así las cosas, resultaría muy fácil confundir a Valente con Montale y atribuir al gallego una experiencia del genovés, o viceversa, dada la semejanza entre los episodios que ambos refieren. Lo cierto, a primera vista, es que aquél tradujo al español un poema que bien hubiera podido escribir él mismo directamente. Cabría suponer que, al conocer el poema de Montale, Valente decidió traducirlo para volverlo suyo, apropiándoselo como sólo determinados traductores pueden apropiarse de aquellos textos que traducen. Pero también puede conjeturarse otra cosa: que Valente no verbalizó de niño aquellas dudas a propósito de la suspensión a divinis de Basilio Álvarez, el sacerdote galleguista, sino que las proyectó sobre la memoria de su niñez tras conocer el poema de Montale y traducirlo, ya en la edad adulta. Ello supondría que Valente, sin darse cuenta, habría incorporado entre sus recuerdos un recuerdo ajeno, incluso falso, por así decirlo, pero en última instancia tan verdadero y personal como cualquier otro recuerdo. Si así fue, lo cual es indemostrable, nos hallaríamos ante un bello ejemplo de influencia de la poesía sobre la memoria, cuando no de franca mudanza del arte a los terrenos de la realidad.

Por lo regular se admite que la realidad actúa sobre las artes ―y no a la inversa― con la intermediación de la conciencia individual. Cabe preguntarse, con todo, hasta qué punto se trata de una verdad empírica y no de una mera creencia, como suele ocurrir con los datos que informan el llamado sentido común. Curiosamente, la cultura y el imaginario de Galicia nos reportan otro caso (análogo al de Valente y Montale) digno de consideración. En el reportaje de Luis Gómez titulado “Queridas vacas”, publicado en El País Semanal el 22 de abril de 2001, el periodista dialoga con un tal Pepe, campesino gallego:

De la mili le viene [a Pepe] su mejor anécdota, la de un capitán que, a la vista de que su mejor caballo estaba enfermo, amenazó a la tropa: “Quien me diga que está muerto, lo mando arrestar”.

Un buen día, el caballo murió, y nadie parecía atreverse a darle la mala noticia, salvo un soldado.

―Mi capitán, el caballo no está bien, las moscas entran por la boca y salen por el rabo.

―¡Entonces, está muerto!

―Lo ha dicho usted, mi capitán.


Ahora bien, es preciso apuntar que la “mejor anécdota” de Pepe no sólo es de Pepe, a juzgar por la existencia previa del mismo relato en boca de otros narradores. Compárese lo narrado por el campesino gallego con el cuento que, titulado “El gallego y el caballo del rey”, recoge José María Guelbenzu en sus Cuentos populares españoles (1996), por citar un ejemplo. Y no quiere decir que Pepe y demás relatores, dueños o protagonistas del episodio estén mintiendo, sino que han llegado a percibir una leyenda o conseja intemporal que, al no tener propietario, es de quien llegue cabalmente a interiorizarla y absorberla. He aquí el texto compendiado por Guelbenzu:

Una vez le sucedió un caso curioso a un gallego que servía al rey. El rey tenía un caballo blanco magnífico, de pura raza, y lo estimaba más que a todas sus posesiones. Lo estimaba tanto que advirtió que ahorcaría a aquel que tuviera que llevarle la noticia de que su caballo había muerto.

Un día que estaba cuidando al caballo un soldado andaluz, el caballo dio un traspié con tan mala fortuna que se rompió una pata y hubo que sacrificarlo allí mismo. Claro, al soldado no le llegaba la camisa al cuerpo pensando en que tenía que llevar la noticia al rey, por miedo a que se cumpliese su amenaza y le mandara ahorcar. Entonces se le acercó el gallego y le dijo:

―No te apures, hombre, que de este trance he de sacarte yo. Tú espera aquí, que yo me encargo de darle la noticia al rey.

El andaluz vio el cielo abierto y, de muy buena gana, dejó que el gallego fuera a entenderse con el rey. Conque llegó el gallego a donde estaba el rey y le dijo:

―Sepa su real majestad que el caballo blanco está echado en el prado. Y le entran moscas por la boca y le salen por el rabo.

Y le dijo el rey:

―¡Hombre, eso es que está muerto!

Y le contestó el gallego:

―Ah, eso yo no lo sé, mi señor, que yo no soy veterinario.

Y como no fue él sino el rey quien dijo que el caballo estaba muerto, libró al andaluz de morir ahorcado.


Es fácil conjeturar que la narración escogida por Guelbenzu, de autor anónimo, ya circulaba por Galicia (y, sin duda, por muchas otras partes) en los años de infancia y adolescencia de Pepe, quien posteriormente comenzó a relatarla como propia. Pero es inútil especificar siglos, décadas o fechas concretas en materia de artes y tradiciones populares, dado que toda práctica sociocultural tiene al cabo un antecedente, y éste otro y otro más. En cambio, es interesante confrontar la supuesta ficción de géneros narrativos como el cuento breve con la verdad imputable a documentos como el reportaje que da cuenta de la “mejor anécdota” de Pepe. ¿Se debe considerar “verdadero” el relato del pastor gallego por figurar en un artículo periodístico de non fiction, para decirlo al modo anglosajón? ¿Se debe juzgar “falso” el cuento del campesino y el caballo del rey por constituir la materia de una fabulación a todas luces ejemplar, menos testimonial que imaginaria? En todo caso, es por lo visto el cuento impersonal el que ha influido sobre la memoria personal de Pepe, con lo cual puede asentarse que, al menos en este caso, el arte ha tenido un profundo impacto sobre la realidad, y no al contrario.

Recientemente ha ocupado las páginas culturales de muchos diarios el caso del escritor italiano Roberto Saviano, autor de Gomorra, libro que sus editores presentan como un “viaje al imperio económico y al sueño de dominio de la Camorra”. Joven reportero de largo aliento, Saviano ―cuentan los periódicos― ha rastreado con verdadera minucia el entramado inconfesable de los negocios de la Mafia napolitana y, en particular, de uno de sus clanes más poderosos, el de los Casalesi. Para gloria y desgracia de Saviano, Gomorra se ha convertido en un gran éxito de ventas en Italia, respaldado por su adaptación al teatro, el estreno inminente de la versión cinematográfica y numerosísimos debates de prensa, radio, televisión e internet. Como era de preverse, las familias del crimen organizado italiano, lastimadas por las revelaciones del escritor, han planeado asesinarlo con lujo de crudeza y explosiones, y así lo han comunicado algunos testigos protegidos y agentes policiales infiltrados.

Con respecto a Gomorra, el punto que nos importa resaltar es el siguiente. Ante la esperada proyección de Gomorra en cines de toda Europa, el crítico español Carlos Boyero ha comentado el reportaje original (dotado, según leemos, de “una escritura torrencial y admirable”) subrayando que uno de sus capítulos, el titulado “Hollywood”, es “de los pocos momentos en los que Gomorra ofrece una tregua al horror”, puesto que Saviano describe con desenvoltura y comicidad en esas páginas “cómo los capos de la Camorra se mimetizan ante el cine de gánsteres, cómo tratan de imitar los comportamientos, la gestualidad, el vestuario, la forma de hablar y de moverse, las mansiones, los tics, el argot, el estilo de vida de lo que les ha fascinado en la pantalla”. Saviano, en la sección cultural del mismo diario en que leemos a Boyero ―quien escribe, a su vez, en el suplemento literario―, va más allá y precisa que no es Vito Corleone, protagonista de las primeras dos entregas de la película de Francis Ford Coppola, El padrino (1972 y 1974), sino Tony Montana, héroe de la película de Brian de Palma, Cara cortada (1983), quien sirve de “modelo” para “las organizaciones criminales mafiosas”. Tal vez no sean entonces Marlon Brando y Robert de Niro quienes representen el ideal de los mafiosos auténticos del sur de Italia, pero sí Al Pacino y el irónico empeño de su personaje: hacerse “a sí mismo”.

Vale la pena recordar, llegados a este punto, las audaces consideraciones estéticas de Oscar Wilde expresadas en “La decadencia de la mentira”, ese diálogo de atractivo platonismo. Para el escritor irlandés, aunque los artistas obtengan de la realidad las materias primas de su trabajo, en última instancia es la realidad (o la Vida, concepto no menos ideal y abstracto) la que imita el orden, la disposición armónica, el repertorio emocional y los tipos del arte (también escrito por Wilde con mayúscula inicial). Su proposición es inequívoca: “la Vida imita al Arte mucho más que el Arte imita a la Vida”; como “el don consciente de la Vida es hallar su expresión, […] el Arte le ofrece ciertas formas de belleza para la realización de esa energía”. Todo “gran artista”, en palabras de Wilde, “inventa un tipo que la Vida intenta copiar y reproducir bajo una forma popular”, y esa “forma” es impersonal e intemporal:

Los griegos, con su vivo instinto artístico, lo habían comprendido; colocaban en la estancia de la esposa la estatua de Hermes o la de Apolo para que los hijos de aquella fuesen tan bellos como las obras de arte que contemplaba, feliz o afligida. Sabían que la Vida, gracias al Arte, adquiere no tan sólo la espiritualidad, hondura de pensamiento y de sentimiento, la turbación o la paz del alma, sino que puede adaptarse a las líneas y a los colores del Arte y reproducir la majestad de Fidias lo mismo que la gracia de Praxiteles. De aquí su aversión por el realismo”.


Algo semejante ocurre, si bien con otro tipo de implicaciones, con la celebérrima fotografía de Alberto Korda titulada Guerrillero heroico,



esto es: el mundialmente conocido, reproducido y utilizado retrato del Che Guevara. La foto fue tomada el 5 de marzo de 1960 y, si bien ilustró el anuncio de una conferencia de Guevara en abril de 1961, no fue objeto de verdadera difusión internacional masiva sino hasta 1967, poco antes de la captura y ejecución de su modelo en Bolivia. La foto de Korda y sus prácticamente infinitas variaciones protagonizaron la exposición Che Guevara, Revolutionary & Icon, que miles de visitantes recorrieron del 7 de junio al 28 de agosto de 2006 en el Victoria & Albert Museum de Londres. La curadora de la exposición, Trisha Ziff, es también directora ―junto con Luis López― del documental Chevolución, presentado en abril de 2008 en el festival neoyorquino de Tribeca.

Ziff, en su texto de introducción para la muestra londinense, afirma que Guerrillero heroico es una suerte de “abstracción ideal transformada en símbolo (an ideal abstraction transformed into a symbol) que lo mismo resiste una interpretación sutil que se comporta con infinita maleabilidad”. La muestra, como ya se ha dicho, recoge y sistematiza el inmenso cúmulo de reproducciones y parodias que ha sufrido la fotografía de Korda. Sin embargo, ni el ensayo de Trisha Ziff ni otro muy útil e interesante artículo suyo (el que se titula “Guerrillero heroico: a brief history”) ni aparentemente ninguno de los muchísimos libros y documentales a propósito de Guevara establecen relación alguna de la famosa fotografía con el retrato de César Borgia pintado en torno a 1513 por Altobello Melone



y conservado en Bérgamo, en la galería de Carrara. Para nosotros el parecido es ineludible desde un punto de vista iconográfico: casi la misma boina, la misma inclinación del rostro, el mismo desaliño del cabello, el bigote y la barba, casi los mismos ojos taciturnos y melancólicos, pero sobre todo el mismo resplandor, un aura modesta pero bien reconocible por detrás de la nuca, hermanan la fotografía de Korda con su no tan distante referencia renacentista.

Es útil recordar que, para los artistas del Renacimiento, “el pintor, en el retrato, debe hacer resaltar siempre la dignidad y grandeza de la persona y reprimir la imperfección de la naturaleza”, como asentara Giovanni Paolo Lomazzo a fines del siglo XVI en su tratado sobre la pintura. Korda, en este sentido, habría compuesto su retrato de Guevara obedeciendo ―imposible determinar si consciente o inconscientemente― a patrones estéticos de la Europa humanista. En este sentido, la educación visual del fotógrafo cubano, que puede presumirse clásica, lo habría guiado en pos del establecimiento definitivo de su fotografía, tal vez la más ampliamente divulgada de toda la historia. Por lo demás, es un hecho que algunos biógrafos de Guevara, por no decir hagiógrafos, han vinculado la iconografía de la muerte del Che (ya que no el Guerrillero heroico) con el Cristo muerto (h. 1490-1500) de Mantegna, con el Cristo muerto (1521-1522) de Holbein y con la Lección de anatomía (1632) de Rembrandt.

Como el escritor uruguayo Danubio Torres Fierro en su entrevista con José Ángel Valente; como el reportero español que charla con Pepe, aquel campesino gallego; como Roberto Saviano, autor de Gomorra, de la misma forma Korda cultivó un género artístico ―en su caso, el reportaje fotográfico― supuestamente asociado con la realidad telle qu’elle est, con la realidad como tal, sin maquillaje ni retoques. Basta revisar otras fotos del artista cubano, sin embargo, para distinguir su afición por ciertos resplandores luminosos en torno al rostro del modelo, tan bellos como artificiosos, como en su Julia en bicicleta



y su Miliciana con anillo.



También se conocen impresiones de los negativos que dieron lugar al Guerrillero heroico,



de modo que resulta sencillo describir no sólo aquello que aparece dentro de la obra sino también aquello que, habiendo existido en el negativo, fue suprimido al ampliar e imprimir la fotografía definitiva: las ramas de una palmera, el perfil de un desconocido. “La realidad es más real en blanco y negro”, según escribiera Octavio Paz en un poema dedicado a Manuel Álvarez Bravo: el fotógrafo le da realce a lo real imponiéndole un poco más o un poco menos de luz y algunos límites razonables.

Susan Sontag, en el primer capítulo de su libro Sobre la fotografía, dejó escrito que,

[…] a pesar de la supuesta veracidad que confiere autoridad, interés, fascinación a todas las fotografías, la labor de los fotógrafos no es una excepción genérica a las relaciones a menudo sospechosas entre el arte y la verdad. Aun cuando a los fotógrafos les interese sobre todo reflejar la realidad, siguen acechados por los tácitos imperativos del gusto y la conciencia. […] Cuando deciden la apariencia de una imagen, cuando prefieren una exposición a otra, los fotógrafos siempre imponen pautas a sus modelos. Aunque en un sentido la cámara en efecto captura la realidad, y no sólo la interpreta, las fotografías son una interpretación del mundo tanto como las pinturas y los dibujos”.


Las ideas estéticas de Oscar Wilde, insistimos, pueden sonar descabelladas en un principio. Pero es un hecho que los ejemplos aquí presentados, literarios o plásticos, ponen de manifiesto un fenómeno que atañe a la conformación de las conciencias artísticas a lo largo de la historia y en diferentes ámbitos de la sociedad. Ese fenómeno, que acaso valga definir como de migración estética ―pero de una clase particular de migración: la que lleva del arte a la realidad y no en sentido inverso―, es comparable al que Borges presenta en uno de sus cuentos más bellos y estimulantes: “Tema del traidor y del héroe” (recogido en Ficciones, de 1944). Los conspiradores de aquella narración, tras intervenir en la realidad para literalmente producir un acontecimiento histórico, fueron sembrando suficientes huellas de su falsificación para que un historiador, más de cien años después, pudiera reconocerla y comprenderla, no sin antes provocar en él un asombro que consta en esta frase: “Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible”.


(Este artículo, escrito en colaboración con Teresa González Arce, acaba de aparecer en el volumen titulado Exilio, migración y transtierro, coordinado por Sofía Anaya Wittman y Vicente Pérez Carabias y publicado por la Universidad de Guadalajara.)

2 comentarios:

Técnicos Lavadora Valencia dijo...

Es genial!

Víctor Cabrera dijo...

Justamente, acabo de leer un viejo artículo en el que el catalán Quim Monzó relata el caso de una mujer japonesa que, confundiendo ficción con realidad, murió congelada en un bosque de Minnesota buscando el tesoro de Fargo, la película de los hermanos Coen. En el filme, uno de los personajes entierra una maleta con dinero en mitad de un paraje que la señora de oriente dedicó sus últimos días a buscar. Al parecer, Takako Konishi (tal era el nombre de la ambiciosa turista) dio por sentada la falsa advertencia con que Joel y Ethan comienzan su largometraje: "Esta historia es real. Los hechos narrados en esta película sucedieron en Minnesota en 1987". Leer para creer.