9 de noviembre de 2009

La corbata

En el zoológico hay siempre un chimpancé, una pantera, un par de cebras, incluso pingüinos y osos pandas, pero nunca una mísera corbata. La razón es evidente, aunque irracional a primera vista: corbatas van, corbatas vienen, lisas, rayadas o de fantasía, pero ninguna es verdaderamente inofensiva. Tener una en cautiverio es arriesgarse a condescender, a negociar con ella: en cuestión de semanas la corbata lograría que se le asignara una camisa, y luego un saco a juego, y en pocos meses ya contaría con una garganta y unos hombros a su entera disposición.

A todo el mundo le sorprende y simpatiza enterarse de que Nerval se paseaba con un crustáceo —si langosta o cangrejo, las versiones varían— atado al cabo de un listón, pero informa Benjamin que hacia 1840 la moda era dejarse ver por galerías y bulevares de París en compañía de una tortuga. Y es que no había entonces, como no hay ahora, mayor lujo que la lentitud. Nerval, dicho de otro modo, no estaba innovando gran cosa: la verdadera transgresión hubiera sido que la mascota lo siguiera trotando, con paso deportivo, atada no a un cordón, sino a cualquiera de las corbatas de su dueño.

Volvamos al zoológico. Es de notarse que nadie lo recorre de gala ni en andrajos. Importa que los visitantes, no demasiado “bien vestidos” ni francamente harapientos, profesen votos de no pactar con la corbata de antemano, pero también de no provocarla ni desafiarla, siempre con tal de no suscitar la reacción solidaria del resto de las fieras.



(En el contexto de los festejos por octogésimo cumpleaños del gran poeta Eduardo Lizalde, Tierra Adentro acaba de publicar, en su número 160, un dossier de textos en su honor, entre los cuales está éste.)

2 comentarios:

Mónica dijo...

¿Qué prenda solicitaría se le asignara una mujer?

RP GuadalajaraGuadalajara.com dijo...

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